Donde hay
dinero
Por Juan Agustín Otero
Publicado en la revista
La roca No. 3
Donde hay dinero, hay poder y donde hay poder, hay conflicto.
Fatalidad en el paraíso de Bernardo
Veksler es un manual novelado de esa tesis cuyo origen puede rastrearse en
Hobbes, en Marx, en Hegel, pero también en Walsh, en Camus e incluso en la
prosa ambigua de Borges, pero por sobre todo en nuestras intuiciones que,
quizá, son lo único en lo que podemos confiar. El dinero anula las buenas
intenciones, el exceso nos deshumaniza: no hace falta ser mala persona para
hacer el mal –parece decirnos el autor– porque el sistema, y no los individuos,
es el único culpable. El mensaje es explícito, casi pedagógico, y por eso mismo
llega de manera obvia, sin disfrazarse tras ningún espejismo literario, con la
contundencia llana de una visión que no es metáfora ni cuento.
John William Doyle III
es un perfecto millonario norteamericano, con ribetes de ex militante, ex
hippie y ex comunista, que recibe en herencia anticipada una estancia en la
Patagonia. La orden del padre es clara: montar ahí un resort turístico, transformar
la tierra y, después, administrarla. La tensión que hasta entonces es apenas
imaginaria, una fantasía de superburgués aburrido de su riqueza superburguesa,
se materializa con el descubrimiento imprevisto de una tribu mapuche que habita
el lugar y que se resiste a dejar su tierra.
Desde la periferia, la novela propone una lectura descarnada
y, por momentos, caricaturesca del jet-set norteamericano: aviones privados, un
niño prodigio de Harvard encargado de diseñar un ambicioso proyecto económico,
propiedades que se extienden hacia el infinito y más allá de los confines
nacionales, evasión fiscal, las Islas Caimán, coimas a funcionarios, todo eso
se mezcla en un mosaico de relatos pausados, sin ambages, que denuncian con
frialdad quirúrgica la conducta de la superburguesía, el modus operandi una
clase sin límites.
A Veksler no le interesa contar la vieja historia del rico
bueno que usa su plata para el bien y así justificar el capitalismo. Al
contrario, el autor traza un relato que combate ese paradigma repetido en la
cultura de masas y la literatura. La novela narra, de manera subterránea, la
lucha de clases que, por sí sola, desencadena la violencia y la desigualdad,
sin necesidad de hombres malos que quieran destruir el mundo. John William
Doyle III no es un mal tipo. En realidad, no hace falta que lo sea, parece
decirnos el autor.
Como un contraste o un espejo invertido, la aldea mapuche se
levanta en medio del bosque espeso en el cerro Küme Huenu. Es un lugar de
fiesta, a veces, pero también de recogimiento y, en última instancia, de
resistencia. Frente a la parafernalia del oligarca que se apropia de la tierra
con sus tres millones de dólares, los mapuches oponen la fuerza de la
tradición. Se ponen en juego dos concepciones de la propiedad: la privada y la
social. Pero, al mismo tiempo, se repite en la novela –esta vez como farsa,
diría Marx– la historia de la conquista española.
John William Doyle
III, sin quererlo del todo, es un nuevo Cortés que llega a la tierra americana
y destruye el orden preexistente. Antes de adquirir la estancia en la
Patagonia, los mapuches convivían en paz con una familia de terratenientes
anglicanos que se dedicaban a la producción lanera. Ahora un magnate extranjero
viene a reclamarles cooperación o, mejor dicho, obediencia. Pero esta vez el
conquistador no se vale directamente del fuego y las armas, sino de un título
de propiedad, de un contrato de compraventa que está legitimado por el sistema
capitalista. El dinero, las leyes, la sociedad argentina y mundial le confieren
ese poder de adueñarse de cosas ajenas mediante una mera transacción. Tal vez
por eso esta conquista es más silenciosa y más perversa. Un grupo de individuos
puede comprar un país entero sin que nadie se dé cuenta, invocando su supuesto
derecho a la propiedad privada, levantando las banderas de la libertad.
La imposibilidad del protagonista para conciliar mandatos de
clase y convicciones personales, para unir el pedido del padre con sus ideas,
resulta en una angustia potente que aumenta con cada página de la novela. Fatalidad en el paraíso es también, en
ese sentido, la crónica de un derrumbe. Como Fitzgerald en The crack-up, narra
la tragedia de una clase, o de una época, a partir de la tragedia de un
individuo. La caída de este millonario con buenas intenciones y pasado
militante es, de algún modo, una prueba viva de las fisuras del capitalismo
internacional, un reflejo de la ineficacia del orden actual y de la hegemonía
estadounidense. La obra de Veksler es una profundización del cuento popular del
rico que, a pesar de su riqueza, no es feliz. El autor da un paso más: el
sistema –parece decirnos–, a pesar de que funciona, no conforma ni siquiera a
quienes tienen el poder concentrado.
En clave de escenario, más que de paisaje, la Patagonia es,
al mismo tiempo, el campo de batalla y un lugar plácido. Los guanacos, las
praderas, los árboles altos que se erigen al pie de la cordillera azul y el
folklore local son un remedio para la amargura de John William Doyle III que,
con fatiga, intenta llevar adelante la misión que el padre le impuso. El otro
remedio tiene forma de mujer y el nombre de Lucila Brown. La promesa de un amor
intenso, físico, funciona como digresión y como anestesia para el conflicto
interior del protagonista que se desarrolla imperturbable, continuamente, a
pesar de todo.
Como polo opuesto, el cacique de la aldea representa el punto
de contacto entre dos mundos que se amenazan entre sí. Su figura densa, fuerte,
se contrapone al staff de abogados livianos y payasos de traje que –en palabras
del narrador– intentan defender lo indefendible en lo que ellos llaman “un
proceso de negociación”. La novela se propone desmitificar la imagen irracional
de los pueblos originarios. El cacique supera la argumentación vacía de los
defensores de la clase dominante y articula un discurso contundente, verdadero,
que resiste las falacias. Fatalidad en el
paraíso muestra que la violencia no son sólo los golpes de los bastones y
las balas de goma, la violencia mayor es la pretensión de quitarle al otro lo
que es suyo o, peor aún, lo que es de todos. Pero Veksler no se entrega del
todo al formato de novela social que caracteriza buena parte de la literatura
latinoamericana. Prefiere, en cambio, imaginar un microcosmos limitado del cual
pueda derivarse el clima de una época, la tensión general de un presente que se
presenta a sí mismo como moderado, disfrazando la dominación de unos pocos y el
sufrimiento de muchos.
Los mapuches, en algún sentido, son una alegoría de todos
aquellos que están en situación de vulnerabilidad en Argentina y en el mundo.
Representan a las minorías desprotegidas, pero también a esa abrumadora mayoría
de personas que no tienen trabajo, viven en condiciones deplorables y bordean
la indigencia. Sin embargo, Veksler perfila un retrato combativo de los
mapuches, los pone en un lugar de resistencia que refleja la lucha activa que
todavía hoy continúa para hacer valer los derechos de los que menos tienen y,
por sobre todo, de aquellos que han sido injustamente explotados y saqueados,
las víctimas del sistema desde hace siglos.
Con este argumento, el relato avanza sin prisa, como en una
marea lenta de reflexiones éticas, recuerdos del pasado, una posible historia
de amor y descripciones puntillosas que arrastran la trama sin dejarla, en
ningún momento, en la orilla, nunca en un lugar donde el lector pueda sentirse
seguro. La intención es provocar. Por eso, el discurso político soslaya la
experiencia estética: las florituras del lenguaje alambicado de Veksler están
al servicio de un mensaje militante que intenta sublevar al lector, sacarlo del
sillón cómodo de su cómodo living de clase media, o de su inmensa cama en el
chateau vertical de Puerto Madero, o de su cálida casita suburbana del Gran
Buenos Aires. La intención es provocar y por eso Veksler muestra que es posible
una Fatalidad en el paraíso, que el
desastre, el peor de todos, está a la vuelta de la esquina.
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