Fatalidad
en el
paraíso
Bernardo Veksler
I
“Johnny, ven
esta noche a mi casa, quiero hablar contigo”. En ese momento, lo gratificó el
tono singularmente afectuoso de la invitación paterna. Unos meses después,
llegaría a sentir sensaciones muy distintas al arribar a la conclusión de que
esa fugaz sensación de proximidad fue la causa de una larga cadena de
angustiantes tribulaciones y tragedias.
Se quedó
pensando en la preocupación que su padre mostraba últimamente por sus proyectos
y estado de ánimo, resultaba evidente que algo estaba pergeñando.
Después del
prolongado período de recuperación que le impuso su segunda crisis cardiaca,
percibió que el trato que le dispensaba había cambiado sustancialmente. Esa
fallida cita con la muerte parecía haberle disparado innumerables replanteos
sobre sus prioridades en la vida y un ancestral deseo de disponer acciones con
el fin, tal vez, de remediar una historia de desencuentros y desafortunados
recuerdos.
Como nunca
antes, notó su acercamiento, la intención de dedicarle diariamente un lapso
prolongado de su tiempo para intercambiar opiniones y conversar, irrumpiendo en
el despacho para una consulta trivial o de invitarlo al suyo para compartir un
café.
La nueva
dimensión que habían alcanzado sus relaciones le producía una enorme
satisfacción. La incomunicación que siempre los distanció fue una frustración
arrastrada desde temprana edad, una herida que recién ahora comenzaba a
cicatrizar. Sentía una inédita sensación
de felicidad por esos momentos de intimidad substraídos a las obligaciones
laborales y las sorprendentes manifestaciones de afecto de su padre, tantas
veces demandadas infructuosamente.
La etapa de
posconvalecencia que transitaba le estaba cambiando los hábitos. Siempre fue un
obsesionado por los negocios, plenamente dedicado y con pasión extrema a la
defensa de sus intereses. Ahora, con la carga de sus setenta y tres años a
cuestas, no podía mantener el ritmo de trabajo de otros tiempos.
Acostumbrado a
disfrutar de variedad y cantidad de manjares, lo veía deprimido y malhumorado
por el estricto régimen alimenticio que le habían impuesto. Para él era “una
muerte en vida” y no siempre lo acataba. A pesar de las prescripciones médicas
sabía que ocasionalmente seguía fumando, bebiendo e ingiriendo bocados
prohibidos.
En los últimos
meses lo escuchaba aludir con frecuencia al final de su vida, a la herencia que
dejaría e, irónicamente, a la liberación que significaría su desaparición para
la gente que lo rodeaba. Era como una sorprendente autocrítica pública ante su
acostumbrada omnipotencia.
Siempre le
resultó insoportablemente imperativo e intolerante. Muchas veces intentó
encontrar en la particular historia familiar una explicación para sus
actitudes. Había nacido en un típico hogar puritano y semejante formación no
hizo otra cosa que acumularle frustraciones que se fueron alojando en su
inconsciente. Concluyó que allí se gestó la terquedad y vehemencia para
proyectar sus aspiraciones a través de su descendencia. Con distintas estrategias,
no dejaba de persistir en el intento.
A pesar de
tantas diferencias y enfrentamientos que desarticularon sus vínculos, había
empezado a transigir en algunas cuestiones formales con el fin de evitarle
disgustos. Su otrora rebeldía se había trastocado por una actitud más
contemporizadora. Muy atrás habían quedado las pretensiones juveniles de
modificar sus hábitos o de dar rienda suelta a la iracundia que le producía la
mayoría de sus actitudes. Empezó a aceptarlo tal cual era y experimentó el placer
de encontrar puntos de convergencia y hasta de brindarle alguna gratificación.
Al trasponer la
puerta de entrada al piso, la voluminosa figura de su padre salió a su
encuentro. Lo abrazó con fuerza y manteniendo el brazo sobre su hombro, lo
invitó a dirigirse hacia el living,
donde le ofreció el consabido vaso de whisky.
- ¿Irlandés o
escocés? ¿Sigues bebiéndolo en las rocas?
- Irlandés y con hielo. ¡Pero papá tú no puedes
beber!
- A veces se
justifica hacer un desarreglo, sobre todo cuando se trata de pasar un buen
momento. Además, quiero conversar contigo algunas cuestiones importantes y no
se puede prescindir del whisky.
- Tienes que
cuidarte...
- Lo hago, sólo
contadas veces tengo algún desliz.
No recordaba
haber tenido un momento tan afectuoso con él. Le producía una extraña alegría
esa proximidad y compartir una conversación sin la tensión habitual, como dos
amigos sentados en los sillones del inmenso y siempre tan ajeno living.
Percibió que su padre se sentía exultante, las mejillas se le enrojecían y tenía un brillo especial en los ojos. Lo
notaba feliz por el asumido desafío de romper las distancias y demostrarse
capaz de afrontar un diálogo maduro.
- Johnny,
comprendo que estoy llegando al final de mi camino, por esa razón quiero
empezar a desmalezar el terreno y evitar posibles complicaciones en tu futuro.
Advierto que tu vocación no se orienta hacia la gestión empresarial, entonces
encomendé a Fred que se ocupe de todos los detalles, es mi hombre de confianza,
él es a quien tienes que consultar ante cualquier eventualidad.
Esa noche lo
sintió franco y sincero, despojado de las actitudes típicas de los ejecutivos,
ese hábito de formular frases hechas y tonos de voz perfectamente estudiados
con el fin de llevar al interlocutor al terreno preconcebido. Siempre le
produjo una gran irritación detectar esa combinación de dosis de soberbia,
hipocresía y cinismo en la preparación de un escenario donde asediar a su
interlocutor como si fuera un objeto de caza, su acorralamiento como una presa,
el tendido de sutiles trampas y el disfrute con el disparo final sobre el
incauto.
John se sintió
invadido por una extraña mezcla de sensaciones, el goce por el afecto y la franqueza desplegada, por
el cálido acercamiento y la congoja por la despedida preanunciada. Al final del
camino, su padre estaba intentando construir un puente de plata, un
acercamiento postrero, que llevaba implícito una expresión de arrepentimiento.
Cuando escuchó
la oferta paterna, que confirmó sus presunciones, se sintió emocionado hasta
las lágrimas. El tortuoso vínculo que supieron construir estaba quedando atrás.
Ahora, al caminar por ese puente imaginario, se aceptaban y comprendían de una
manera inédita, intentando rehabilitarse de tantas desavenencias.
Luego de la
despedida, mientras conducía su auto por el Greenwich Village, se detuvo a
pensar que la vida estaba llena de paradojas. Los hombres construyen sus
fantasías, se ilusionan con poder dominar el futuro, definir caminos en su
horizonte y acertar en los pasos por venir. En el terreno de su imaginación los
proyectos aparentan ser sólidos, lógicos y razonables. Cuando se aproximan a la
realidad son sometidos a pruebas inesperadas, confrontan con los diseñados por otros laboratorios de ideas y, en esa
interacción, se provocan conflictos, se originan frustraciones y, en ocasiones,
se desencadenan tragedias
inesperadas.
II
La infancia de
John había transcurrido entre las moles de hierro y cemento del East Side de
Manhattan, donde, como en ningún otro lado, los seres humanos están tan a
merced de las máquinas y de los artefactos.
El condado de
Manhattan es como un imaginario ombligo del mundo.
Sus calles,
diseñadas en forma de una gran cuadrícula, parecen dejar impregnado a sus
habitantes que todo lo que se propongan, con voluntad y dedicación será
logrado. El barrio oriental cuenta con el vecindario más opulento, con calles
espaciosas y con algunos de los más importantes museos de la ciudad.
Esa pequeña y
abarrotada geografía condicionó su personalidad y sus relaciones. No tuvo la
libertad de corretear por las calles, de
experimentar con asociaciones y juegos, con travesuras y complicidades, ni la
aventura de descubrir territorios o develar misterios. Esas carencias moldearon
una personalidad cristalina, sin dobles intenciones ni picardías.
Sus amistades
infantiles se reducían exclusivamente al selecto ámbito escolar. Donde todo
estaba previsto, la actividad se desenvolvía dentro de los cánones
institucionales, los límites estrictos fijados en los planes pedagógicos y la
escasa espontaneidad de lo organizado por las comisiones de padres o
estudiantes.
John William
Doyle III se crió en el seno de una acaudalada familia neoyorquina, entre las
obligaciones del doble turno escolar y un exclusivo club deportivo. Los encuentros
familiares eran esporádicos, sólo conservaba recuerdos de formales cenas
navideñas o de celebraciones de días de acción de gracias.
Haber sido hijo
único promovió que sus padres cayeran en excesos de sobreprotección, casi
siempre mediatizados a través de institutrices.
Su madre había
fallecido al impactar con su automóvil contra una columna de alumbrado, luego
de que cumpliera su octavo año de vida. Conservaba muy pocos recuerdos de ella.
Alguna vez creyó escuchar que acostumbraba a excederse con el alcohol. Era muy
bella, tenía una constante obsesión por mantener su figura y entre sus
principales ocupaciones estaban las reuniones con la high society neoyorkina.
Provenía de una
familia de clase media y, a pesar de las dos décadas que había de diferencia de
edad, el matrimonio con el acaudalado Doyle había significado el logro de su
máxima aspiración como mujer.
JWD III no
recordaba expresiones de afecto hacía él o su padre. En sus primeros tiempos de
orfandad materna se esforzó por obtener información sobre ella, los pocos datos colectados estaban contenidos
en el frío marco de mandatos, apariencias y convenciones.
Muchas veces se
preguntó si la borrosa imagen que había logrado reconstruir de su madre era
menos una acción memoriosa que una recreación motorizada por fotografías,
videos y comentarios.
Su padre había
heredado una considerable fortuna de su progenitor, el primer John William
Doyle. Éste había amasado su riqueza en oscuros negocios con sombríos
personajes, como Trujillo, Somoza, Duvalier
y otros siniestros dictadores caribeños.
A pesar de que lo conoció muy poco, siempre creyó que la mayor habilidad de su
abuelo fue la falta total de escrúpulos para operar con dinero mal habido.
Tenía una notable bifurcación de su personalidad, mientras en su vida familiar exhibía e
imponía una estricta moral puritana, en el terreno de los negocios no tenía
principios ni ética, era el dominio más absoluto de que el fin de la
acumulación de riquezas justificaba cualquier medio.
Innumerable
cantidad de veces se preguntó a cuantos muertos y tropelías debería agradecer
la prosperidad familiar. Hasta se llegó a cuestionar la moralidad de disfrutar
de ella.
Cuando el
segundo eslabón de la dinastía tomó las riendas de los intereses familiares,
diversificó las inversiones del grupo empresario que dominaba. El petróleo
tejano pasó a ser la gallina de los huevos de oro y pudo multiplicar decenas de
veces el capital recibido.
Los negocios y
las inversiones eran su vida; no contemplaba, hasta ahora, otra posibilidad
para su heredero que la de perpetuar sus hábitos.
Sus arengas
permanentemente giraban alrededor de que la vida era una lucha a todo o nada en
medio de la jungla. Con criterio darviniano afirmaba que la única ley era la de
perfeccionar la aptitud para sobrevivir y no cabía otro resultado que el éxito.
El fracaso era una posibilidad sólo permitida a los débiles e incapaces.
Siempre procuró
que JWD III tuviera una formación de excelencia, para que pueda asumir la
conducción del grupo económico con garantías de éxito. Pero la acumulación de
exigencias, disciplina y carencias afectivas agobiaron tanto al joven que
terminaron por despertar y forjar un espíritu romántico y rebelde en el tercer
exponente de la dinastía Doyle.
Las vacaciones
tenían un reiterado destino para JWD III, las fincas familiares en las playas y
pantanos de Florida, a unos cien kilómetros de Jacksonville, con el permanente
control de cuidadoras e instructores deportivos, matizado por ocasionales
presencias paternas.
Esos períodos
estivales cambiaron su percepción del mundo. El contacto con la naturaleza y la
amplitud de horizontes fueron propiciando actitudes que lo marcarían por el
resto de su vida. La contemplación del
cielo multicolor del atardecer, la multitud de estrellas durante las noches sin
luna o la inmensidad del océano le insumía largas y placenteras horas, sus pies
descalzos surcando la arena húmeda de la playa en soledad, lo hacían soñar
despierto. La recorrida de los pantanos le aportaba la ilusión de integrarse a
una naturaleza salvaje y virginal.
Cada vez sentía
una mayor necesidad de alejarse de las aglomeraciones y establecer una estrecha
relación con esos recónditos lugares. Esos paisajes lograban emocionarlo como
pocas experiencias en su vida.
La lectura,
principalmente de relatos
extraordinarios y aventuras, fue su gran pasión adolescente. Se pasaba largas
horas sumergido en ellos. Por muchos años conservó el recuerdo de la ansiedad
que le producía comprobar que se acercaba la hora de dejar las obligaciones
escolares para reencontrase en su hogar con el relato que había dejado inconcluso.
Hasta su
pubertad, eran frecuentes su ensimismamiento, sus fantasías que tomaban como
punto de partida las historias leídas, se introducía en esos mágicos escenarios
y encarnaba las peripecias vividas por los protagonistas. Vivía con una
intensidad inusitada la trama de cada narración en la que se sumergía.
El contacto con
los libros estaba entre los momentos más felices de las primeras dos décadas de
su vida. En el estrecho vínculo con esos relatos se irían gestando las utopías
que foguearían su existencia.
La timidez lo
marcó en los nuevos desafíos que le imponían sus relaciones adolescentes, no
obstante, sufría de una permanente pugna interior. La tenacidad paterna,
parcialmente heredada, lo impulsaba a hacer esfuerzos y a imponerse actitudes
para poder sobrellevar los momentos en que quedaba expuesto. No le faltaba
audacia a la hora de establecer vínculos amorosos, siempre enmarcado por una
lucha constante contra sus inhibiciones y temores.
Le gustaba la
soledad, le resultaba extremadamente pesada la vida urbana. Soñaba con vivir en
una cabaña de troncos con grandes ventanales, en las proximidades de los montes
Alleghany o del río Yukón. Alguna vez se
planteó postularse como guardia forestal para concretar esas aspiraciones.
Adoraba la idea de pasar largos inviernos aislado, protegido por el calor de
los leños en el hogar, dedicándose de lleno a la lectura y extraviando cada mañana su mirada en la
lontananza.
Ese placer por los
lugares apartados lo acompañó toda la vida. Su personalidad solitaria y
retraída necesitaba de un lugar lejos de presiones familiares y de la frenética
competencia en la que habían caído sus amigos, quienes rápidamente fueron
abandonando los sueños románticos que habían compartido, para asimilarse de
lleno a las convenciones sociales.
Al promediar su
tercera década de vida, dejó de hacer esfuerzos por adaptarse a las exigencias
del medio; la desidia y la insatisfacción se fueron imponiendo en su vida. No
había olvidado sus ideales como la gran mayoría de sus congéneres, por el
contrario, siempre añoraba la felicidad descubierta en sus jornadas de
militancia o en la convivencia con seres despojados de apariencias y cuestiones
de imagen, obsesiones materiales y competitivas. Que ofrecían al grupo en el
que se integraban lo mejor que tenían sin esperar contraprestaciones.
Los reencuentros
con sus ex compañeros de estudios le parecían insustanciales, inmersos en
códigos incomprensibles para él. Había decidido evitar esas relaciones ancladas
en el pasado. Los veía vacíos, con sus vidas perfectamente delimitadas, como viejos
en plena juventud. Sus expectativas se reducían a nuevos destinos turísticos,
comidas exóticas y pequeños placeres mundanos. Sumergidos en míseros proyectos,
imbuidos de consumismo e hipocresía, su aparente felicidad dependía de
conquistar unas pocas metas establecidas y lograr el beneplácito de su estrecho
círculo social.
III
Los
convulsionados años sesenta habían aportado a su vida estudiantil un elemento
antagónico con las pretensiones paternas. El movimiento contra la guerra en
Vietnam y por la igualdad de derechos de los negros encontraría al joven Doyle
en cuanta manifestación se produjera.
La primera
detención del heredero, a raíz de un enfrentamiento con la policía en las
proximidades de su universidad, le cayó como una lluvia helada a JWD II, pero
no tuvo mucho tiempo para asimilarlo. Dado que comenzaron a sucederse con
relativa frecuencia el regreso a la casa con lesiones y con la ropa maloliente
y destrozada.
Los reclamos
paternos terminaron por hartar al joven y se marchó a vivir con sus congéneres.
Luego de varios meses de carecer de noticias de John, habrá sentido que sus
pretensiones se derrumbaban por completo cuando descubrió su militancia de
izquierda.
Fue un tibio día
de septiembre, cuando recibió un inesperado llamado desde Buenos Aires y
escuchó la temblorosa voz de su hijo pidiéndole dinero y un pasaje para
retornar, después de huir de la ensangrentada ciudad de Santiago.
Luego de
semejante experiencia, tuvo la ilusión de que la proximidad con la matanza
propiciada por los militares chilenos amenguaría su espíritu aventurero. Pero,
volvió a ser defraudado.
La participación
de John en las corrientes contestatarias comenzó a mermar a fines de los
setenta y dejó lugar a una vida más apacible con su integración en el
movimiento Flower Power y la convivencia en las promiscuas comunidades
suburbanas.
A pesar de que
su alejamiento de la militancia tranquilizó al padre, no pudo dejar de
escandalizarse cuando una madrugada fue despertado por la policía para avisarle
que lo habían internado de urgencia por una sobredosis de drogas y alcohol.
Luego de ese
trance, intentó dedicarse más tiempo a encauzar a su primogénito. Lo instaló en
una oficina contigua a la suya. Primero le derivó algunas responsabilidades
menores para mejorar su autoestima, luego intentó aprovechar su informalidad y
lo vinculó al negocio artístico.
En los primeros
tiempos parecía que todo se encaminaba según sus aspiraciones, pero
progresivamente se fue percatando que el nuevo ámbito de actuación hizo que
viviera en medio de continuas borracheras y juergas que amenazaban con hacer
fracasar nuevamente su intento de encauzar su vida.
El matrimonio
con una actriz de variedades lo ilusionó por un muy breve lapso en que podría
mejorar su perspectiva. Pero, JWD III lejos de alejarse de esos mecanismos
evasivos, se hundió nuevamente en sus viejas adicciones, en infinidad de
despilfarros y despropósitos. Hasta tal punto, que cuando su nuera desapareció
de la escena, al vincularse sentimentalmente con un director teatral, sintió un
enorme alivio.
No se cansaba de
arengar a su hijo para que abandonara esa vida sin perspectivas y “de típico
perdedor”. Insistía en ponerse como ejemplo de hombre exitoso, pero veía que
sus sermones resultaban cada vez más infructuosos.
Percibía que su
hijo perdía hasta la voluntad de replicar,
se mantenía en silencio y lo dejaba actuar. Lo veía desganado, sin
fuerzas. Llegó a la conclusión de que debería encontrar alguna iniciativa que
logre apasionarlo, algún proyecto que le permitiera encontrarse con metas
satisfactorias en su vida.
Cuando apareció
la oportunidad de comprar una estancia en la Patagonia argentina
pensó que era el destino ideal para su hijo, sabiendo de los gratos recuerdos
que el fugaz paso por la geografía andina había dejado en su mente. Allí se
alejaría de tentaciones perniciosas y paulatinamente podría asumir la
responsabilidad de los diversos negocios que planificaba concretar con una
ínfima inversión. Suponía que lo exótico del lugar actuaría como un bálsamo
espiritual luego de su reciente fracaso matrimonial y lo impulsaría a superar
el estado de desánimo en que se encontraba.
Aunque al
principio no percibía ningún entusiasmo, poco a poco, notó que empezaba a
reaccionar. Intuía que hacía esfuerzos y comenzaba a aportar sus ideas. Se
entusiasmó al convencerse de que su hijo podría conciliar su vieja pasión por
la naturaleza con llevar adelante parte de sus negocios.
Estas
presunciones se materializaron y lo colmaron de felicidad cuando John le
confesó que estaba paladeando un nuevo equilibrio que lo vitalizaba, que se
había propuesto que, a sus cuarenta años, debía sentar cabeza y que la vida le
ofrecía una nueva oportunidad que no debía desaprovechar.
IV
Con apenas tres
millones de dólares había adquirido una superficie de cuarenta mil hectáreas de
tierra casi virgen. La finca estaba ubicada en la frontera argentino chilena,
sobre la falda de la cordillera andina. Dentro del extenso predio quedaban
incluidos un lago, varias lagunas, dos
ríos e infinidades de arroyos y cascadas. La tercera parte de la propiedad
estaba cubierta de bosques de araucarias, lengas, canelos y coihues
estratificados según las alturas de las laderas de las montañas que cubrían. La
posesión comprendía también unos sesenta mil ovinos y mil doscientos bovinos.
El casco de la
estancia contaba con ochocientos metros cuadrados de superficie cubierta, que
abarcaban la cabaña central, oficinas, depósito y la vivienda del encargado.
Las instalaciones disponían de un gran confort y equipamiento de última
tecnología.
Los Benetton
habían hecho punta en la región, acumulando unas 900 mil hectáreas. También Ted
Turner y Jane Fonda, Silvester Stallone y su socio Charles Lewis fueron
compañeros de ruta en la masiva compra de tierras patagónicas a precio de ganga
por parte de importantes grupos empresarios y figuras del jet set.
Uno de los más
activos en la promoción de la compra de tierras, a ambos lados de la frontera
andina, fue Douglas Tompkins, quien contaba con casi trescientas mil hectáreas
adquiridas en el sur de Chile; a través de la fundación Patagonia Land Trust,
que tutelaba. Había difundido la necesidad de preservar esos espacios naturales
porque los sudamericanos no garantizaban su supervivencia. Detrás de esa
argumentación estaba la desgravación de cargas fiscales en los Estados Unidos
al adquirir tierras bajo una cobertura ecologista.
El fenómeno de
la desnacionalización de tierras se disparó en la última década del siglo y
tuvo su apogeo entre 1997 y 1999, cuando fueron compradas por magnates
extranjeros unas ocho millones de hectáreas en zonas limítrofes argentinas
ricas en recursos y bellezas naturales.
La estancia El Murmullo
contaba en los hechos con una especie de soberanía extraterritorial que le
brindaba total autonomía. Tenía una pista de aterrizaje propia y sistemas de
comunicaciones satelitales que hacían innecesario el paso por los centros
poblados más próximos.
Por otro lado,
el intento de tomar contacto con las
poblaciones más cercanas era una misión casi imposible; había que transitar más
de cien kilómetros de una carretera de pedregullo extremadamente riesgosa, con inexistente
mantenimiento y que la mayor parte del
año se encuentra cubierto de planchones de hielo y profundos pozos y huellones
dejados por los esporádicos vehículos que se aventuran a peregrinar por esos
caminos.
La columna
vertebral del proyecto paterno pasaba por la construcción de varios centros
turísticos y pistas de esquí, que serían
promovidos por exclusivas agencias turísticas internacionales, logrando
de esta manera evadir también las cargas impositivas locales. Ninguna autoridad
podría verificar ni controlar sus operaciones porque la facturación se
domiciliaría en el paraíso fiscal caribeño de las islas Caimán.
Prácticamente,
el único acceso quedaba reducido a la vía aérea. La estancia contaba con avión,
helicóptero y una docena de vehículos todo terreno para cubrir las necesidades
más imperiosas.
El rédito
previsto era enormemente atractivo. La comercialización estaba pautada en unos
tres mil dólares por semana de alojamiento básico por persona. Si el turista
pretendía privacidad ese costo se multiplicaba.
Entre el hotel y
las cabañas podrían albergar hasta ochenta personas. El atractivo de los
deportes invernales, la pesca deportiva, lo exótico del lugar y el contacto con
una naturaleza impoluta sustentaban una promoción por demás atractiva y garantizaban
una buena afluencia de turistas todo el año.
V
Esa mañana,
cuando JWD III subió al lear jet en un aeropuerto suburbano de Buenos Aires,
las difusas imágenes que tenía del lugar de destino alimentaban un sinfín de
interrogantes que pugnaban entre sus pensamientos.
No lo convencía
el argumento de establecer con claridad los límites de la estancia y la
preservación de la seguridad por el aislamiento del lugar, para entender las
razones del costoso tendido de cercas de alambre y la contratación de un
contingente de ex militares para la custodia de la propiedad.
Las palabras de
su padre en la despedida le despertaron cierto escozor, cuando, con su ímpetu y
seguridad habitual, le dijo “no te
detengas ante ningún obstáculo para cumplir tus objetivos“, mientras las pesadas
manos se posaban en sus hombros y los cansados ojos grises se anclaban sobre
los suyos.
Una escala
técnica en un precario y aislado aeropuerto lo distrajo momentáneamente de sus
inquietudes. El paisaje desolado y el agobiante calor de la tarde pampeana hicieron
casi desesperante el recorrido hasta un mediocre restaurante, donde compartió
un almuerzo con los ocasionales compañeros de viaje.
Ese distendido
momento posibilitó un mayor conocimiento de los que compartían el vuelo, que
prácticamente se presentaron unos minutos antes de ascender al avión. Frank
Sprizt, era el responsable económico del
proyecto, ex niño prodigio y brillante egresado de Harvard, que estaba haciendo
una prodigiosa carrera en el grupo empresario Doyle. Contaba 28 años y tenía la
pujanza típica del hombre nacido en tierra californiana. Solía acompañar el
despliegue de sus conocimientos con una adolescente pedantería y no había tema
donde no quisiera demostrar su solvencia. Cuando ello ocurría, su apariencia de
precoz intelectual, su peinado despeinado y sus particulares gafas tipo John
Lennon, aportaban una cuota de aparente indefensión a su histrionismo.
Paul Adams, el
cerebro del proyecto, tenía la locuacidad típica de los profesionales en
turismo, acostumbrado a contar las bondades de los destinos, alojamientos y
excursiones. Parecía solazarse con escuchar el sonido de su voz. Había
traspasado la cuarta década de vida, su infancia y adolescencia en Boston
aportaban a su personalidad un tono flemático, un esmero especial a su vestuario
y una cuidada dicción a su discurso.
Martín Lambert,
apenas pasaba los treinta años. El piloto, nacido en Tierra del Fuego,
permanecía en silencio y prestaba una gran atención durante la mayor parte de
las conversaciones. Pero parecía que el perfil griego de su rostro abandonaba
su marmóreo aspecto, se despertaba e
irradiaba pasión cuando se abordaban temas específicos de su profesión, como
rutas aéreas o la particular geografía patagónica.
Aportó nutrida
información sobre la zona. Explicó que “la meseta patagónica es una extensa
región fría, semidesértica y asolada por intensos vientos y el avance de los
médanos. En cambio, la zona próxima a la cordillera andina está cubierta de bosques milenarios, con una
gran cantidad de lagos y caudalosos ríos. Es donde se concentra la mayor
cantidad de población y riqueza”.
- Con esas
características, debe ser complicado pilotear un avión por estos lugares. Se
interesó Paul.
- Ahora es
sencillo. Las rutas aéreas patagónicas fueron abiertas por Antoine de Saint Exùpery,
el autor de El Principito, que recorrió esta zona a comienzos de la década del
treinta. En esa época sí que era complicado, sin pistas, sin abastecimiento,
sin asistencia técnica ni mecánica, desconociendo e improvisando todo...
- ¿Se puede
operar todo el año?
- Con el
instrumental y la tecnología que se dispone en la actualidad, prácticamente no
hay razones para suspender un vuelo por cuestiones climáticas. Pero hay que
conocer la zona. Pasa lo mismo con los vehículos, quien nunca manejó en la nieve
o en el ripio, si no es cauteloso, seguro que va a sufrir algún accidente.
Siguieron viaje
ingresando decididamente en la meseta patagónica. John mostró su asombro por
tanta inmensidad y desolación. Había tramos donde no se podía detectar
presencia humana, era como un gigantesco océano con distintos tonos de ocre.
Frank quiso
exponer sus conocimientos y explicó las principales características de la
región: “es una zona que estuvo muchas veces en la mira de las potencias por
sus abundantes riquezas, enorme extensión y escasa densidad de población. Acá
hay cuantiosas reservas de petróleo y
gas, muy buena pesca, diversidad de minerales, una de las mayores reservas de
agua potable y bellezas naturales increíbles”.
- Pero si existe
tanta riqueza, ¿cómo se explica la escasa población? Asombrado, consultó John.
- Hasta hace
cien años fue una región poblada exclusivamente por indígenas. El progreso y la
explotación de las riquezas los fueron arrinconando cada vez más hacia las
zonas montañosas. Es muy parecido a lo ocurrido en nuestro Far West... Con la
diferencia que acá no hubo un asentamiento masivo de campesinos. Los
estancieros, en su gran mayoría británicos, se instalaron en una tierra que
consideraron de nadie, llegaron antes que el Estado e impusieron sus leyes.
Luego de una experimentación en las islas Malvinas con resultado positivo,
trajeron millones de ovejas para abastecer con su lana a la industria textil
inglesa. La sobrecarga de animales rompió el equilibrio ecológico
desertificando aún más la meseta. Ahora, con la crisis de la estancia
tradicional, hay tanto furor por las tierras de la región que un catedrático
local llegó a sostener irónicamente que las propiedades compradas por los
extranjeros son tan inmensas y la
Patagonia está tan alejada de Buenos Aires, que si un
gobierno extranjero decidiera construir allí una base militar, la descubrirían
veinte años después.
- ¿No hubo
reacciones de los argentinos?
- Oficiales, muy
pocas. No se olvide que acá los funcionarios actúan según sus propios negocios
y las nuevas inversiones son una muy buena oportunidad para hacerlos. El
silencio oficial promovió más aún la
oleada de compras. Hubo denuncias y alguna que otra manifestación, pero nada
importante.
- ¿Y en qué
consistieron esas denuncias?
- Reflejaban un
temor a la desnacionalización del territorio...
- Aunque parezca
exagerado -intervino Martín-, muchos recordaron cómo en el siglo XIX, Estados
Unidos despojó a México de la mitad de su territorio, aprovechando el caos
interno y el proceso comenzó también con la compra de tierras en Texas.
Luego, los grandes propietarios la
declararon república independiente y después
se sumó como otro estado norteamericano.
- Pero, fueron
opiniones minoritarias que no tuvieron mucha repercusión, ni siquiera en la prensa,
sólo en algunos ambientes de la izquierda trasnochada. Volvió a intervenir
Frank.
- ¿Y los
indígenas, cómo actúan y cuál es su vínculo con los blancos?
- Recién en los
últimos años, los mapuches comenzaron a hacerse notar con reclamos
reivindicativos y protestas, reflotando sus viejas creencias y festejos. Hasta
hace unas décadas su grado de sometimiento era total, después de haber sufrido
sucesivas “Campañas del Desierto”, que fue el eufemismo utilizado para
desplazar a los indígenas manu militari. Explicó Martín.
La conversación
había llegado al punto donde se estaban concentrando las inquietudes de John.
En ese momento le vino a la mente algo que casualmente recordó al partir del
aeropuerto Kennedy, lo paradójico de haber nacido en una isla que un holandés
compró por baratijas a los indios y tener la sensación de que ahora él estaba a
punto de repetir esa singular historia. Intuía que alguna relación dialéctica
existía entre El Murmullo y los mapuches.
- ¿En la
estancia hay nativos? Preguntó a Frank.
- Todos los
peones son mapuches y viven en la estancia, en una especie de comunidad
autosuficiente. Tienen sus animales y algunos cultivos.
- ¿Cómo se
relacionan con la estancia? ¿Son pacíficos? Inquirió John con una evidente
carga de ansiedad.
- Me veo en la
obligación de anticiparle que el cerro donde proyectamos construir el centro
invernal es donde ellos tienen su aldea y lo consideran un lugar sagrado. Es un
conflicto que tenemos que analizar con detenimiento y estudiar cómo resolver.
JWD III quedó ensimismado
ante esa revelación. ¿Por qué su padre no le había hablado del tema? Así estuvo
largo tiempo pensativo mientras observaba el monótono paisaje.
La nave giró en
su recorrido, permitiéndole divisar el majestuoso atardecer patagónico. El
cielo se había convertido en un colage de tonos y matices, desde el fucsia al
amarillo. No recordaba haber visto jamás un colorido semejante.
A pesar de que
era casi medianoche, el atardecer
estaba en su plenitud. La cordillera
recortaba su silueta oscura sobre el horizonte. Detrás de ese encadenamiento de
montañas y picos nevados, comenzaba a ocultarse el sol.
La geografía
había cambiado radicalmente. En pleno verano, los campos se veían florecidos de
retamas amarillas y rojos y azules lupinos. Concentrado como estaba en la
observación, un lejano resplandor que se asomaba entre la espesura de un bosque
en la ladera de un cerro llamó su atención. Fijó la mirada y a medida que se
acercaba la nave pudo detectar un gran fuego en un claro de la arboleda.
Antes de ensayar
una pregunta, Paul adivinó sus pensamientos y se aprestó a dar explicaciones:
“es la aldea mapuche... en determinadas épocas del año llegan familias de
distintos lugares para cumplir con sus rituales.”
A esta altura,
los interrogantes de John se habían potenciado
- ¿Qué saben de
la relación que tuvieron con el anterior propietario?
- Convivieron
sin contratiempos con ellos. La familia Petterson se dedicó durante casi un
siglo a la producción lanera. Eran anglicanos practicantes y tuvieron una
relación paternalista con los mapuches. Ellos eran sus peones y se les permitía
que el cerro fuera su reducto.
John se quedó
con la mirada clavada en las llamas y las columnas de humo que dibujaban
extraños e inquietantes trazos sobre el horizonte.
VI
Cuando Lambert
anunció el comienzo de las maniobras de aterrizaje e indicó el lugar del
descenso, se sintió embargado por un estado de gran ansiedad por los dilemas
que le plantearía el espacio terrenal al que estaba a punto de ingresar.
Un cuarto de
siglo después iba a pisar nuevamente ese extraño lugar del mundo. Regresaron a
su mente las imágenes del terror sufrido cuando los militares se sintieron
dueños de la vida y de la muerte, cuando se salvó providencialmente gracias a
la clarividencia de Curt, su viejo compañero de
militancia, que una semana antes del golpe advirtió que el clima
irrespirable que se vivía en Santiago preanunciaban un sangriento asalto al
poder. Que las inconsecuencias del gobierno habían dejado desarmado cualquier
intento de resistencia y que estaba planteado preparar la huida de Chile como
fuera. Entonces emprendieron una desesperada carrera hacia la cordillera para
atravesar la frontera antes de que se consumara el golpe de estado. Sintió
escalofríos por esos recuerdos y por la paradoja del retorno.
Volvía a la
tierra de donde había escapado de las zarpas de una fiera a punto de desatarse.
Entonces se produciría uno de los primeros mazazos contra un mundo a punto de
derrumbarse, al que había aportado todas sus ilusiones y utopías. Hoy regresaba
en busca de encontrar la motivación que le estaba faltando a su vida y de
recuperar parte de las ilusiones perdidas.
Al descender de
la nave se vio rodeado de campos ondulantes y adornados de una vegetación
intensamente verde con algunas policromías. La caricia de una fresca brisa y el
salvaje aroma de una naturaleza salvaguardada todavía de la acción humana, fue
la gratificante manera en que esa tierra desconocida le brindaba la bienvenida.
Un vehículo todo
terreno los estaba esperando, cargaron el equipaje y partieron hacia el casco
de la estancia. Unos quince minutos después, estaban frente a una inmensa
cabaña de troncos clavada al pie de un pequeño cerro, rodeada de un bosquecillo
de cedros azules. Los senderos que conducían hacia los distintos accesos
estaban enmarcados por florecidos rosales y lavandas, y un cuidado césped
inglés daba muestras de una dedicación admirable al paisaje de los alrededores
de las edificaciones. Eran dos plantas pentagonales, con grandes ventanas y
aleros. El atardecer daba a sus paredes una tonalidad cobriza que contrastaba
con el verde inglés del techo a tres aguas.
Al ingresar a la
enorme cabaña, el staff de la empresa los estaba esperando en el vestíbulo.
Lucila Brown, la blonda secretaria,
oficiaría de cicerone.
“Welcome, mister
Doyle”, exclamó, saliendo al encuentro de los recién llegados. Tendría unos
veinticinco años, delgada, de mediana
estatura y con una habilidad especial
para que el dibujo de su sonrisa pareciera siempre natural y espontáneo. Era la
tercera generación de una familia inglesa instalada en la zona, parte de los
primeros contingentes interesados en esas desoladas tierras patagónicas.
Presentó a
Ernesto Cantisani, un robusto arquitecto
que estaba a cargo del diseño y de las obras proyectadas; Daniel Furman, el grueso
administrador de la estancia; Martiniano Soler, el abogado, y Gustavo Ibarra,
quien tenía a su cargo los sistemas informáticos y de comunicaciones.
Lucila fue
también la encargada de mostrar las
suntuosas comodidades de la mansión y de presentar al personal de la casa.
Cinco de los siete que componían la plantilla eran descendientes de indígenas y
los dos restantes, el matrimonio formado por la cocinera y el encargado,
chilenos.
Como estaba
cansado del prolongado viaje, decidió abreviar lo más que pudo la sobremesa.
Cuando se tendió en su cama, sintió una gran felicidad por el paraíso que creyó
haber descubierto. El silencio de la noche le pareció mágico. Al recorrer con la mirada el
dormitorio, pudo apreciar detalles de confort y de buen gusto que no se había
imaginado en esos confines del mundo.
Por primera vez
en su vida se sentía seguro de sí mismo. Autónomo, distante de las arengas de
su padre, y al mismo tiempo convencido
de que podía brindarle satisfacciones por la misión que le había encomendado.
Le resultaba
algo fantástico poder conciliar tantas cosas que siempre estuvieron separadas
por abismos de desencuentros. En medio de estas cavilaciones se quedó dormido.
Cuando despertó,
esas sensaciones gozosas persistían. Al correr las pesadas cortinas de
terciopelo púrpura, pudo descubrir una mañana límpida y luminosa que exaltó aún
más su estado de ánimo.
Se sintió
extasiado por la belleza del lugar. Se estremeció al ver a lo lejos las
montañas nevadas arropadas de frondosos bosques, el lago convertido en un
espejo y, al girar su mirada hacia el oriente,
sintió el sortilegio de la inconmensurable meseta. Pudo apreciar la
profundidad de un horizonte sin límites, similar a la inmensidad de un océano o
de un desierto.
Al llegar a la
planta baja se encontró con Patricio Cárcamo, el encargado de la estancia.
Tendría unos cuarenta y cinco años, fornido y de estatura mediana, tez blanca,
pelo negro y ojos rasgados. Vivía con su familia en una de las cabañas próximas
al casco.
El hombre
invertía tanta dedicación en la
conversación, que le resultó extremadamente
simpático y creyó que sería clave para el conocimiento del lugar y de su
gente.
-Don Doyle, quiero hacerle algunas recomendaciones sobre
el lugar. si se interna en el campo tiene que tener cuidado. Es muy común
encontrarse con pumas, aunque en esta época se retiran a los montes acompañando
a los guanacos, que son su alimento. En el invierno, a veces se los ve
caminando por las cercanías.
- Sé que también
hay muchos guanacos…
- Es como un
camello pequeño y sin joroba, que siempre anda en manadas. Y donde hay
guanacos, hay pumas. Estos gatos en general evitan al hombre, pero si se cruza
con uno, sobre todo si es una hembra, se le puede venir encima. Si le demuestra
miedo está perdido, tiene que extender los brazos, aparentar ser mucho más
grande y gritar fuerte. Si hace eso, seguro que el puma se va. Hay que
conservar la sangre fría en ese momento.
- ¿Y los
cóndores? ¿Pueden atacar? Preguntó con una curiosidad infantil.
- Mire, a pesar
de que son tan grandes, esta variedad de buitres no son agresivos. Siempre
están en las alturas, sus nidos están en la montaña y se alimentan de carroña.
Luego de
agradecer por la información que le había suministrado, John le indagó sobre un
tema que lo estaba obsesionando.
- Ahora,
cuénteme de los mapuches...
- Son pacíficos,
muy trabajadores, tenemos catorce peones y cinco mujeres en la casa que son
mapuches, junto a sus familias viven en una pequeña aldea en el cerro Küme
Huenu. Están un poco revoltosos porque se enteraron de los proyectos del centro
invernal. Dicen que son sus tierras sagradas y no van a permitir que el hombre
blanco se meta en ellas.
- ¿Cuándo me
aproximaba con el avión observé un gran fuego en la montaña?
- Si, es que ahora,
están celebrando el Nguillatun, una ceremonia que todos los años, para los
primeros días de febrero, convoca a las familias de la zona. Es para augurar
buen tiempo y prosperidad.
- ¿Son muchos?
- Este año debe
haber como doscientos, parece que cuando visualizan dificultades más se juntan.
En los días anteriores a la ceremonia van llegando comunidades desde muy lejos,
transportando en carros colchones, mantas, alimentos, mesas y sillas. Durante
cuatro días se quedan en el lugar de los rituales, donde hacen demostraciones
de abundancia, invocaciones y sacrificios.
- ¿Sacrificios? Embargado
por el asombro y la ansiedad, John había quedado encandilado por los
descubrimientos que estaba realizando.
- Sí, sacrifican
muchos corderos y a la mejor yegua como tributo al dios Futachao. El último día
ruegan para que haya abundantes lluvias y hacen la ceremonia del sangrado de
los corderos. En medio de los gritos, las ancianas siguen con sus rezos,
mientras la sangre se mezcla con jugo de piñones de araucaria y se arroja sobre
los corderos sagrados. El último almuerzo lo comparten todos, a diferencia de los otros días en que
cada familia come frente a su ramada, una especie de choza hecha con ramas.
- ¿Se puede
presenciar la ceremonia? ¿Son amistosos?
- No se lo
aconsejo. Llevan dos días de festejos y deben estar con mucho alcohol encima,
así que si ven extraños se les puede despertar la furia. Más ahora que saben de
las obras y que piensan que van en su contra.
VII
John quedó muy
preocupado por la dimensión del conflicto que tenía frente a sí y que,
extasiado por las bellezas del lugar y sus descubrimientos, había minimizado.
Luego de despedirse de Patricio, fue a cabalgar en compañía de Frank, Paul,
Daniel y Gustavo para hacer un reconocimiento del lugar.
Llegaron hasta
la orilla del lago. Entre los abundantes pastizales divisaron una manada de
guanacos y algunos ejemplares jóvenes,
muy curiosos, que pastaban en soledad. Compartían el territorio con cientos de
ovejas y una docena de huemules.
En la cabalgata
por un terreno cubierto de pastizales y algunos arbustos, cada tanto aparecían como
manchas en el paisaje de flores amarillas, rojas y azules. En el trayecto se
habían cruzado con bandadas de ñandúes y varias liebres patagónicas que
raudamente desaparecían al paso de los caballos. Desde las alturas, los
acompañaba el sereno vuelo de una pareja de cóndores.
Recorrieron una
gran depresión rodeada por montañas, de las que sobresalía el cerro Küme Huenu,
con su imponente pico nevado. El inmenso valle era una pintura de infinitos
matices de verde y lo surcaban varios arroyos y chorrillos, además del extenso
lago.
La observación
del paisaje le había permitido a John recobrar la calma. Casi se había olvidado
del complicado panorama descrito por Patricio.
Pero,
sorpresivamente, comenzó a escucharse una extraña música coral acompañada por
instrumentos de percusión que venía del otro lado del arroyo que estaban
bordeando.
- ¿Qué es eso?
Se inquietó John.
- Ya se
despertaron los mapuches y recomenzaron las ceremonias, están golpeando el kultrum,
es el cuarto día de festejos. Respondió Gustavo, que a partir de su vocación de
pescador deportivo, era un gran conocedor de las costumbres de la región.
Sin
proponérselo, los cinco se detuvieron para ver a lo lejos una gran cantidad de
jinetes que giraban alrededor de un inmenso fogón instalado al pie del cerro.
Se les despertó la curiosidad y decidieron acercarse con sigilo.
Atravesaron unos
pajonales y dejaron atrás algunos árboles aislados, hasta llegar a la orilla
del arroyo, donde se detuvieron a unos trescientos metros del lugar de la
ceremonia.
Pasaron
alrededor de veinte minutos observando, semiprotegidos por unas matas negras
que cubrían parcialmente el terreno que los separaba del fogón. Los comentarios
de Gustavo ilustraban su flamante inmersión en esa tierra.
Pudieron divisar
a algunos hombres que danzaban alrededor del fuego agitando sus ponchos. En el
centro de la ceremonia, a partir de las aportaciones de sus compañeros, pudo
detectar a un grupo de ancianos
sentados.
Gustavo explicó que
se trataba del choique purrun, la danza que simboliza la caza del ñandú y que
es uno de los momentos culminantes del festejo. En medio de los gritos, que son
un llamado al espíritu de la gente de la tierra, los jóvenes bailan ataviados
con tocados de plumas y ponchos que mueven a modo de alas.
En el lugar, que
es considerado sagrado, a lo largo de dos días y dos noches, los mapuches
comparten los consejos y conocimientos de sus mayores como una forma de
trasmitir su tradición oral.
La simbología
utilizada en el ritual tiene una esencia cooperativa, la hembra del choique
pone los huevos, el macho los incuba y la comunidad los cuida. Ese es el
sentido del baile y de la organización mapuche. Ellos tienen en los ciclos
naturales de la tierra al componente esencial de su cosmovisión.
Al rato, dejó de
sonar el kultrun. El breve silencio fue abruptamente interrumpido por un
alarido, seguido de un coro masivo de gritos destemplados, y todos los
participantes del ritual comenzaron a apuntar sus miradas hacia donde estaba el
quinteto de jinetes. La procesión dejó de cumplir con su trayecto circular y se
encaminó decididamente hacia la costa del arroyo.
Gustavo les
recomendó que se queden tranquilos, aunque, a medida que se acercaba el
amenazante desfile, todos sintieron escalofríos. Nadie atinó ni siquiera a
insinuar la retirada. Se quedaron paralizados, confundidos, aspirando a que el mal momento fuera fugaz y
la ceremonia volviera a circunvalar el fogón.
John se
estremeció por el brusco acercamiento a la realidad que estaba a punto de
protagonizar. A pesar de los temores que lo invadían, creyó que resultaría
indecoroso huir dentro de su propio territorio y en el primer día de
acercamiento con su staff.
Los mapuches
llegaron hasta la orilla opuesta y se detuvieron, quedando sólo separados por
el cauce del arroyo donde estaban los inmóviles jinetes. Los que sostenían las
lanzas y estandartes comenzaron a golpearlos contra el suelo. Apenas unos
treinta metros separaban a los cinco observadores del centenar y medio de
hombres y mujeres mapuches que se distribuían a lo largo de unos cincuenta
metros de la costa.
La única
vestimenta que tenían los hombres era un paño a manera de tapa rabos y las
mujeres se cubrían con una manta con grandes contrastes de colores. Sus rostros
estaban pintados de rojo, sus cabezas adornadas con plumas y collares.
Ostentaban con un provocativo orgullo las banderas de la nación mapuche,
compuestas por franjas de color celeste, rojo, verde y negro, y en el centro un
círculo amarillo.
Sus rostros
crispados trasmitían un odio visceral, resultaba muy difícil mantener la calma
y soportar esos ojos que lanzaban dardos cargados de furia. Durante varios
minutos el contingente mapuche sólo se expresó a través de las miradas,
imponiendo un insonoro dominio de la situación.
Sorpresivamente,
el pasmoso silencio fue cortado por un estremecedor grito del cacique, seguido
de un alarido masivo. Algunos saltaban y agitaban los puños, lanzas y banderas.
Parecían drásticas advertencias, andanadas de maldiciones lanzadas sobre los
aterrados hombres blancos.
Cuando los
indígenas percibieron el efecto logrado, satisfechos de la manifestación de
fuerza realizada, mientras entonaban sones triunfales, dieron la media vuelta y
retornaron a su centro ritual.
Los semblantes
de los cinco jinetes fue todo un signo de debilidad ante la demostración de
fuerza mapuche. Seguían paralizados, irresolutos, hundidos en el pánico por la
inesperada manifestación paleolítica que se les había cruzado en su camino.
La impactante
experiencia vivida excluyó todo tipo de comentarios durante el regreso al casco
de la estancia.
Todos
coincidieron al llegar en que se hacía imprescindible concretar una reunión
para tratar los pasos a seguir, luego del desfavorable primer escarceo.
Decidieron dejar libre el resto del domingo y realizarla al día siguiente.
VIII
El proyecto
turístico preveía un aprovechamiento integral de las ventajas naturales del
lugar. Los estudios de elevación y de las pendientes del cerro Küme Huenu
arrojaban como conclusión una ecuación casi perfecta para la habilitación de
una decena de pistas de esquí, al disponer de una buena capa de nieve durante,
al menos, seis meses al año.
Sobre la ladera
oriental fluían aguas termales. Su temperatura, alcalinidad y contenido de
azufre eran totalmente favorables para el aprovechamiento humano. Para tal fin,
se proyectaba instalar un confortable hotel, con piscinas individuales,
grupales y colectivas.
Contaban con el
atractivo adicional de la pesca de la trucha, una especie salmónida de agua
dulce muy combativa, que hace las delicias de los pescadores deportivos;
quienes acostumbran a obtener sus piezas sin la utilización de carnada y
devolverlas al río, luego de fotografiarse con la presa conquistada.
Para alojar a
los futuros turistas se había diseñado una red de confortables cabañas y
hosterías. Como actividades complementarias
proyectaban la navegación del lago, excursiones, paseos pedestres y
alpinismo.
Para llevar a
cabo las obras del complejo turístico se necesitaría abrir varios caminos y
talar, estimativamente, un diez por ciento de la superficie del bosque que
cubría al cerro. Estos trabajos insumirían una gran cantidad de maquinaria y
mano de obra. Resultaba evidente que
dicho proyecto era incompatible con la persistencia de la comunidad aborigen
habitando el cerro.
La reunión,
convocada para efectuar una caracterización de la situación, entró de lleno en
el tratamiento del crítico tema.
Martiniano Soler,
un espigado cordobés que rondaba el medio siglo de vida, con su arrogancia y
locuacidad habitual dio un informe sobre todos los fallos judiciales favorables
que harían factible el desalojo de los nativos.
- Ahora sólo
resta tomar la decisión de pedir la fuerza pública para desplazarlos. Tenemos
un buen sustento para dar ese paso. Afirmó al finalizar su alocución.
- ¿Hubo
conversaciones con los mapuches? - preguntó John- ¿es posible alguna
negociación, ofrecerles un canje de tierras o una compensación económica que
evite el escándalo y la represión?
- En realidad
las conversaciones no fueron muy fluidas. Ellos no ofrecen ningún flanco, son
irreductibles. Tenemos un predio asignado para ubicarlos y con la construcción
de sus cabañas a punto de finalizar, pero, lo ideal sería abrir negociaciones
sobre la base de hechos consumados, sin darles tiempo para preparar
resistencias y organizar redes de solidaridad. Contamos con un hecho importante
a nuestro favor, el control del perímetro de la estancia es total. Cuando lo
decidamos, nadie más podrá ingresar sin autorización expresa. Instruiremos a
los custodios y se aislará el conflicto. Señaló con elocuencia el abogado.
- Por otro lado,
estamos en la etapa preliminar de las obras para comenzar con la construcción
en la primavera próxima. En el invierno no se puede hacer nada. Si no
concretamos ahora los trabajos de desmonte, apertura de caminos y nivelación de
suelos, perderemos un año. Advirtió Cantisani.
La conclusión a
que se llegó fue que en una semana o diez días
se debería empezar con las tareas. Para ello había que contar con toda
la maquinaria, el personal y las fuerzas policiales desplegadas para darle
contundencia a la decisión y aprovechar el efecto sorpresa.
- Una vez
finalizado el Nguillatun - añadió Soler-, sería aconsejable que todos los
visitantes se retiren sin dar ningún motivo para la sospecha o el preanuncio
del conflicto. Cumplida esta fase, no debería permitirse que ningún extraño más
pudiera atravesar el cerco limítrofe de la estancia.
A pesar de la
unanimidad alcanzada, John sentía un intenso malestar anímico. El escollo
inesperado que había surgido alteraba el clima de paz que había imaginado.
Insistió durante toda la reunión en la necesidad de evitar la represión y, en
función de esa prédica, se dispuso invitar al cacique Guaiquil Curiñanco a un
encuentro, el viernes siguiente, para conversar y explorar la posibilidad de
alcanzar un acuerdo.
IX
A medida que
pasaban los días, las angustias de John iban en aumento. La presencia de Lucila
era la única compensación a tanto desasosiego. Cada vez le resultaba menos
indiferente; su gracia, simpatía y sensualidad concentraban su atención. Las
conversaciones se prolongaban más allá del horario de la jornada y desbordaban
ampliamente los temas laborales.
A veces parecía
fría y distante, compenetrada en sus tareas de asistir al resto del staff; en
otras ocasiones, sorprendía con sutilezas humorísticas, con delicados
comentarios o una ternura especialmente
deslumbrante, tenía un encanto y un poder de seducción que hasta entonces no
parecía deliberado. El paso de la rigurosidad de su función a la calidez de una
charla coloquial resultaba ser tan agradable para John que la joven logró
subyugarlo en poco tiempo.
Esa noche habían
estado preparando la reunión con los mapuches, los pormenores del encuentro en
el que depositaba muchas expectativas. Los contertulios fueron despidiéndose
uno a uno, hasta que quedó a solas con
ella, repasando historias, anécdotas e infortunios. La cena fue una excusa para
continuar con ese juego de aproximaciones.
En la sobremesa
abordaron el tema de los indígenas del lugar, algo que lo preocupaba
crecientemente a John.
Lucila había
nacido en la zona y tenía un gran conocimiento del microcosmos de los nativos.
Describió su desconfianza ancestral, por haber sido tantas veces engañados,
despreciados y estafados.
- A pesar de que
son pacíficos y muy trabajadores
-explicaba Lucila-, tienen un resentimiento muy grande con los hombres blancos.
No creen en promesas, ni siquiera en convenios escritos. Después de tantas
experiencias lamentables, es muy difícil lograr algún punto de acuerdo, algún
grado de entendimiento.
Las creencias
mapuches pasaron a ocupar el centro de la curiosidad de John. Lucila explicó
que, en general, muchas de ellas tienden a justificar acontecimientos que se
originan en vínculos y costumbres sociales, “como es el caso de la leyenda
de El Trauco. Dicen que habita los montes y que suele pasar
largas horas contemplando los alrededores, sentado en los troncos de los
árboles caídos. Sus ropas están hechas de hojas y ramas de arbustos, por eso
muchas veces se presume que estamos a su lado y no lo vemos, pero se percibe su
aliento como una suave brisa. Lo describen como un hombrecito muy feo, una
especie de hobbit, sin embargo tiene un encanto especial que lo hace
irresistible para las mujeres solas, a las que con frecuencia deja
embarazadas“.
- Supongo que es
una buena excusa para los amoríos clandestinos. Añadió John en tono risueño.
- Sí. En la
región la mayoría de los hombres emigran en busca de trabajo y predominan las
mujeres. Entonces, la infidelidad o el sexo furtivo son muy frecuentes. Es
común el embarazo de mujeres solas y El Trauco es la explicación fantástica que
lo justifica.
- ¿La leyenda se
limita a lo sexual?
- No. Dicen que
dos mujeres comparten su vida, su esposa La Condená y su hija La Fiura, se la pasan haciendo
el mal a los pobladores de la región. A veces, se complotan contra los enemigos
de los mapuches, pero los daños que ocasionan son contratiempos menores, nunca
la muerte.
- Estas
historias me apasionan. Supongo que debe haber muchas más.
-Sí, esta región
está plagada de relatos fantásticos. Otra muy conocida es la de Hueke Hueku,
conocida popularmente como la leyenda de los cueros vivos. Dicen que es un
animal que habita en las profundidades
de los lagos. En ocasiones se queda mucho tiempo flotando, aparenta ser
un cuero o algún animal muerto, pero está al acecho. Posee afiladas garras que
utiliza para arrastrar a sus víctimas al fondo del lago, para no dejar que
vuelvan a ser vistas. Cuentan que hay temporadas en que algo lo moviliza y se
pone en acción, luego desaparece. Casi siempre hace su aparición al atardecer,
pero las madres a ninguna hora del día dejan a sus niños jugar cerca del agua.
- ¿Y qué crees
que explica esta leyenda?
- Las salidas de
juerga y las borracheras que se agarran los mapuches. Muchas veces,
obnubilados, terminan ahogados en un lago o perdidos en un bosque y quedan como
desaparecidos por un buen tiempo o tal vez para siempre. En estos bosques, si
no se está bien lúcido, es muy fácil extraviarse y perder el sentido de la
orientación.
La conversación
siguió muy animada hasta que Lucila se percató de la hora, las agujas del reloj marcaban que se
habían superado las tres de la madrugada.
La joven vivía
en El Relincho, una pequeña estancia reducida por sucesivas herencias que parcelaron la otrora extensa
propiedad familiar. El casco estaba a unos diez kilómetros cruzando el camino
vecinal. John se dispuso a acompañarla.
La noche no
terminaba de consumarse. Así era el verano austral, un lento atardecer que se
liga con la madrugada sin transitar por la oscuridad.
Luego del breve
recorrido y una animada conversación sobre la experiencia adolescente en la
soledad patagónica, se despidieron. Ella le dio un beso en la mejilla. John
sintió la suavidad de su piel y el calor especial del insinuante contacto, y lo
conservó impregnado en su rostro durante gran parte del camino de regreso.
Al pasar por el
lago, donde había un muelle y un par de botes, decidió detenerse a
contemplarlo. El silencio y el particular colorido del cielo reflejado en las
aguas lograban extasiarlo con su diversidad. Tanta belleza justificaba
postergar el sueño por un rato.
Bajó del
vehículo y comenzó a caminar hacia la orilla. Sus pasos producían el único
ruido de la noche al hacer crujir el manto de vegetación acumulada. Se detuvo
en la breve playa, respiró con profundidad el aire fresco y perfumado,
contempló el cielo ocre y azul, y la masa oscura imposible de diferenciar que
componían la conjunción de bosques y montañas.
Las aguas
estaban casi inmóviles, sólo se escuchaba una especie de murmullo provocado por
el leve oleaje. El salto de un pez fue la única alteración de esa embriagante
calma, luego nuevamente el silencio.
La felicidad que
le generaba ese contacto con la naturaleza virginal le hizo perder la noción
del tiempo, hasta que se estremeció al detectar un punto oscuro sobre la
superficie del lago. Pensó que sería un tronco flotando o simplemente una
sombra, pero la calma perdida aceleró su decisión de irse a dormir.
Mientras giraba
para retornar, una repentina brisa acarició su mejilla derecha y le produjo una
extraña zozobra. Corrió hacia el
vehículo, al cerrar la puerta se sintió más seguro y encendió el motor. El miedo infantil que lo invadía lo impulsó a
retornar a la cabaña a gran velocidad.
Esa noche sufrió
de pesadillas que lo despertaron sobresaltado varias veces, hasta que, cerca
del amanecer, el cansancio lo doblegó y recobró el sueño.
X
Por la mañana lo
dominaba cierta tensión, el deficiente descanso nocturno había dejado sus
secuelas físicas, que se manifestaban sobre todo con contracturas en su cuello
y espalda.
A pesar del
espléndido día, no estaba de buen humor. Desayunó en soledad, hasta que llegó
Patricio anunciándole que la comitiva mapuche acudiría al encuentro a primeras
horas de la tarde.
Esperó
ansiosamente el momento, tejiendo todo tipo de conjeturas e hipótesis sobre el
curso que tendría esa primigenia reunión.
Llegaron
puntualmente a la cita, a pesar de que ninguno poseía reloj. Con una singular
parsimonia, el lonco Guaiquil Curiñanco, el inal lonco Antul Nahuelquir y el
capitanejo Catrileo Millalonco ingresaron a la sala de reuniones. Su vestimenta
no denotaba ninguna jerarquía, eran las ropas de trabajo de cualquier peón, con
chalecos de lana de oveja cruda y sombreros de alas angostas que denotaban
tanto los rigores del clima como su prolongado uso.
Luego de un frío
saludo, los recién llegados fueron conducidos hacia la sala de reuniones donde
se sentaron alrededor de la mesa frente a John, Frank, Paul y Soler.
El abogado
asumió la conducción de la reunión. Presentó a los norteamericanos, les explicó
el proyecto y los fallos judiciales que no dejaban opciones favorables a los
indígenas.
- A pesar de
todo lo que tenemos a nuestro favor para comenzar las obras, sabiendo del
significado que tiene para ustedes el lugar, el señor John Doyle propuso esta
reunión y decidió esperar para intentar alcanzar una solución negociada. La
propuesta que les hacemos es cederles un territorio en compensación, donde les
estamos construyendo las casas. Les facilitaremos todos los medios de
transporte que pidan y les daremos títulos de propiedad por esas nuevas tierras,
para que nadie se las pueda reclamar en el futuro.
Curiñanco
tendría unos cuarenta años, era corpulento y de mediana estatura. En su rostro
se destacaban unos pequeños ojos pardos, sus sobresalientes pómulos y un escuálido bigote. Su pelo
entrecano y ensortijado, tenía aún las huellas del polvo del camino y del
sombrero que conservaba entre sus manos.
Escuchó
imperturbable y con atención al abogado, parecía como que no terminaba de
entender lo que expresaba. Dejó pasar unos minutos hasta comenzar a pronunciar
las primeras palabras, generando en los hombres blancos un cierto nerviosismo
por la demora en pronunciar su respuesta y el incómodo silencio.
- Hay muchas
cosas que no comprendo de ustedes. Dicen entender lo que significa el Küme
Huenu para nosotros, que es nuestro lugar sagrado, donde hacemos todas nuestras
ceremonias, donde están enterrados nuestros padres y abuelos. Dicen que nos
quieren respetar y están dispuestos a destrozar el lugar. Dicen que van a
construirnos nuevas casas y desconocen que sentimos orgullo por nuestros
ranchos porque los hicimos con nuestras propias manos. Vuelven a despreciar
nuestras costumbres. Dicen que van a darnos títulos de propiedad por las nuevas
tierras. Los mapuches no creemos en el hombre blanco, ni en sus papeles, leyes
y jueces. Todo lo acomodan a su favor. Engañaron y despojaron de sus tierras a
nuestros antepasados, cada vez que algún negocio se les hizo lucrativo. No les
importan nuestros derechos, nuestras creencias, la tierra, los bosques, nada...
Si podrían emborracharnos como a nuestros abuelos, volver a embaucarnos y
hacernos firmar papeles contra nuestros intereses, así lo harían. Si no pueden
de esa forma, vienen con los jueces y sus palabras difíciles para decirnos que
hemos perdido. Siempre perdemos. Si no es suficiente con sus abogados, jueces y
políticos, traen a la policía o al ejército. Nos amenazan, nos empujan, nos
golpean, nos matan, nos cargan en camiones y nos largan donde quieren, a veces
ni siquiera nos dejan un lugar donde vivir. ¿Les parece que podemos confiar en
el hombre blanco? Nos viven demostrando que no nos respetan, que no nos
entienden ni hacen esfuerzos por entendernos. Sólo valen sus intereses y
proyectos, y el dinero de que disponen para comprar todas las voluntades que hagan
falta. Compran las tierras, los animales, los lagos, los ríos, las montañas,
hasta a los mapuches quieren comprar... La naturaleza no se puede comprar. Es
una gracia de los dioses y un regalo heredado de nuestros ancestros para que
podamos vivir y disfrutar de ella. ¿Pueden comprenderlo ustedes?
Las palabras del
cacique fueron pronunciadas con una pasmosa lentitud, a media voz y con cierta
cadencia musical, sin enfatizar ni elevar nunca el tono, no obstante, trasmitía
energía. Su discurso fue tan contundente que desubicó totalmente a los
defensores del proyecto, que intentaron, sin suerte, hilvanar algún argumento
convincente.
John tomó la
conducción de la reunión mientras los halcones se retiraban presurosos del
primer plano del escenario. Trato de explicarles que en su espíritu estaba no
dejar de conversar y negociar, que intentaría hacerles la propuesta lo más
favorable posible para que ambas partes puedan convivir en paz y que los
nativos puedan alcanzar un mejor nivel de vida, que sus hijos puedan tener
acceso a la educación y sus familias a la salud, y una mejora de las
remuneraciones. Los dirigentes mapuches escuchaban con un singular respeto y
atención. El tono coloquial del discurso y su esfuerzo por demostrar
comprensión por las posturas de los nativos finalmente logró apaciguar los
ánimos.
El encuentro
terminó con la promesa indígena de trasmitir la propuesta a la comunidad, que
sería la encargada de adoptar la decisión final.
XI
John quedó
sumergido en un gran desconsuelo. La intervención de Curiñanco fue tan
contundente que produjo en él una sensación contradictoria. Compartía
plenamente sus dichos, recordó tantos episodios en que casi pronunció las
mismas palabras y se sintió con los deseos de adherir públicamente a ellas.
Durante gran parte
de la reunión se mantuvo en silencio, hasta que al final pudo encontrar cierto
desahogo. Pero no estaba conforme, percibía que había ingresado en un estado de
aguda esquizofrenia. Sentía que estaba en el lugar equivocado, que era parte
del bando que defendía las posturas que siempre cuestionó y que se estaba enfrentado con los que
sostenían sus mismos pensamientos.
El aliciente que
encontró fue la promesa indígena de pensar la propuesta y lo divertido que le
resultó ver a su cuerpo de asesores defender lo indefendible, pergeñar
argumentos insostenibles ante cualquier leve análisis. Fueron a la reunión
subestimando a los mapuches y creían que la propuesta que hicieron, matizada de
advertencias y amenazas, allanaría todas las resistencias. Estaban convencidos
que era una oferta imposible de ser rechazada. Sus hábitos mercantilistas y
despojados de principios, salvo los establecidos por la ley de la oferta y la
demanda, chocaron contra una concepción que les rompió todos sus esquemas
intelectuales.
Trató de
abreviar el trance de las despedidas y se encerró en su habitación, sumergido
en una profunda crisis cargada de dilemas y contradicciones. La luminosidad del
día que se filtraba por las ventanas lo agobiaba. Corrió las cortinas y se
quedó sumido en sus cavilaciones hasta que la somnolencia vino a liberarlo de
las angustias.
Por la mañana
persistía aún su tristeza, pero trató de recomponerse a pesar de las huellas
físicas que le había dejado la crisis.
El llamado
paterno reclamándole el informe de la semana lo sacó de su letargo. Se dispuso
a relatar lo ocurrido con lujo de detalles, para brindarle una visión
totalizadora de la problemática que había estallado ante él.
- Debes
plantearles un plazo –le exhortó su padre-, que no quede la determinación del tiempo
en manos de los indios. Tendrías que darles tres o cuatro días para que tengan
una respuesta, bajo la advertencia de que luego se iniciarán los trabajos.
- Pero los veo
en una postura muy firme, no van a cambiar de idea fácilmente. Creo que se va
irremisiblemente a un conflicto que puede terminar en drama.
- Hay que
esperar, pero no mostrar debilidad. Hay que producir hechos que dejen
constancia de que es un proceso inexorable, que nuestra voluntad no se detendrá
ante nada y, de esa manera, acorralarlos. La variante de la represión debe ser
la última carta a jugar, pero no hay que desecharla. Muchas veces, luego de una
posición dura, incluso de un enfrentamiento, se abren negociaciones que
parecían imposibles unos minutos antes.
- Yo no
soportaría un enfrentamiento...
- Hijo, no debes
dejarte doblegar por la sensibilidad, esa gente esta inmersa en el pasado. Con
la propuesta presentada les estamos haciendo un bien, van a vivir mejor, con
mejores viviendas y comodidades, posiblemente encuentren una seguridad jurídica
que nunca antes tuvieron. Sus creencias chocan contra el mundo y si no se
adecuan serán barridos por la historia. A veces se ayuda a la gente pese a su
voluntad y aunque ellos no lo sepan ni lo quieran.
No tenía ánimo
para discutir esas posturas ni dejar demasiada
evidencia de sus vacilaciones. Se despidió de su padre, sintiendo que se
vitalizaba el peso de su influencia y que volvía a crecer el deseo de
satisfacerlo.
Ese contacto
telefónico había alejado la ansiada posibilidad de alcanzar un punto de
conciliación entre sus mandatos y convicciones.
XII
Al atardecer, se
concretó la cita concertada con el staff para hacer un balance de la primera
reunión con los mapuches. A las seis estaban todos sentados alrededor de la mesa
rectangular de la biblioteca.
La presencia de
Lucila cambió por completo su estado de ánimo. Estaba radiante con el pelo
recogido descubriendo su rostro de delicado contorno. Con un vestido negro entallado cuyo escote
destacaba su cuello erguido, sus blancos brazos y sus pechos asomándose
tenuemente. Al verla entró en un estado de excitación que le hizo olvidar el
mal momento que estaba pasando.
Su sensualidad
se manifestaba con una particular sutileza en detalles y actitudes ante los
cuales no podía permanecer indiferente.
Al descubrir que
la desenvoltura de Lucila le resultaba cada vez más insinuante, comenzó a
reflotar una vieja idea: cuando la proximidad comienza a sentirse en la piel,
se libera una especie de autorización implícita para un acercamiento sexual sin
garantías de consumación.
La reunión
siguió su curso. En el debate se fijó que el día martes siguiente sería el
plazo para recibir una respuesta con el resultado de la asamblea aborigen del
domingo. Aunque no había muchas expectativas, pensaron que había que dejar una
puerta abierta al posible surgimiento de opiniones más contemporizadoras en el
seno de la comunidad.
Simultáneamente
comenzarían las gestiones para contar anticipadamente con las maquinarias y la
mano de obra que evidencie la voluntad
de iniciar los trabajos inexorablemente después de vencido ese plazo.
Uno a uno se
fueron marchando los participantes de la reunión, hasta que quedaron solos
Lucila y John. Mientras una empleada de la cocina, antes de darles las buenas
noches, reponía el té y las porciones de torta galesa, el coloquio continuaba
animadamente.
Los sonidos de
sus voces contrastaban con el contexto de profundo silencio de la cabaña y sus
alrededores. Los temas de conversación brotaban a raudales y se compenetraban
en ellos con una candidez adolescente. Así se sumergieron en la exploración de sus pasados.
La joven habló
de los continuos viajes a que se veía obligada a realizar para acudir a una
exclusiva escuela de la ciudad de Bariloche y luego los estudios universitarios
en Buenos Aires, donde culminó la licenciatura de relaciones públicas. Relató
algunas instancias de sus romances pueblerinos y los que le resultaron
dislocados en la gran urbe.
- No me
habituaba a la vida de la ciudad, mis amigos no me comprendían y mis parejas
duraban muy poco. La Patagonia te somete a un gran aislamiento, pero, al mismo
tiempo, ejerce un magnetismo especial, siempre se extraña su geografía y el
paisaje. Es como una afirmación de la Leyenda del Calafate, esa que dice que
quien come sus frutos siempre vuelve al lugar; una verdadera profecía
autocumplida, porque todos la conocen, la difunden y después cumplen
puntualmente con ella. Cuando tuve el
ofrecimiento para el cargo de secretaria ejecutiva en la estancia, no dudé ni
un segundo.
John relató sus
antagónicas experiencias de estudiante universitario, cuando las continuas
manifestaciones callejeras y debates en los claustros llevaron a su carrera de
antropología al borde del fracaso.
- Eran los
tiempos de la guerra de Vietnam, cualquier joven podía entrar en la
convocatoria para ser enrolado en las fuerzas armadas y de un día para otro
encontrarse en el delta del Mekong. Había un estado de rebeldía generalizado y
un notable giro a la izquierda entre los jóvenes. Creo que fue la mejor etapa
de mi vida, cuando descubrí que era posible soñar con otro mundo, con otra
sociedad y otros vínculos entre los seres humanos. Si no me hubiera convertido
en militante, hubiera terminado como muchos de mis amigos, absorbidos por la
influencia familiar, por la mediocridad del medio y hubiera sido un yuppie más.
- ¿Cómo te
hiciste militante, viniendo de la familia que vienes?
- Creo que los
cuestionamientos que hacía a mi familia fueron catapultando mi espíritu
rebelde. Llegué a la conclusión de que era un engaño creer que necesitamos
acumular objetos materiales, éxito profesional o relevancia social. Que existe
un mecanismo perverso que, cuando los
conseguimos, la satisfacción dura muy poco y tenemos que encontrar otros
elementos de consumo que vuelvan a despertar nuestro interés. Quería salir de
ese círculo vicioso y vivir con el precepto de que si estamos satisfechos con
lo que somos, sin querer o necesitar cosas de otros es un gran paso hacia
alcanzar la paz interior.
Por otro lado,
no me satisfacía terminar una carrera y convertirme en un engranaje más del
capitalismo. Así me vinculé con las agrupaciones universitarias de izquierda y
luego ingresé al Socialist Worker Party. Allí pude descubrir una consideración
del individuo diametralmente distinta a la acostumbrada, una valoración de la
mujer, de las opiniones, etc. A partir de esa convivencia era posible imaginar
a seres humanos distintos y una sociedad superior. Que todo lo conocido hasta
ahora era nada más que parte de la prehistoria humana, con su barbarie,
ignorancia y brutalidad.
- Después de
semejante experiencia, ¿Cómo aceptaste que te incluyan en las empresas de tu
padre?
- Fue muy duro
pasar por ese trance. Los años convulsivos quedaron atrás, luego de las
concesiones al movimiento negro y del triunfo de Vietnam, las fuerzas
militantes decrecieron. La desazón que me produjo la sucesión de golpes de
estado en Latinoamérica y las nuevas amistades me fueron alejando de la
política. Entré en una pendiente de decadencia, vivía en la extraña atmósfera
que crea la lujuria, el alcohol y las drogas. Creo que es uno de los mecanismos
que la sociedad norteamericana nos impuso para neutralizar a los descarriados.
Así, nuestros ideales quedaron sumergidos en las bondades de la vida
comunitaria, la aparente resistencia individualista y el goce del presente. No
era otra cosa que vivir en un estado de enajenación adictiva.
Ella escuchó con
gran interés cuando el relato incursionó por la etapa del amor libre y sus
reiterados fracasos sentimentales. La gratificó entonces ampliando los detalles
de la narración.
- Mis relaciones
se iban deteriorando con el paso del tiempo. En realidad yo sólo era feliz en
la etapa inicial de enamoramiento y fantasía, cuando todo transcurre sobre
algodones y esfuerzos por mostrar el mejor perfil. Me parecía que el tiempo se
encargaba de mostrar los ángulos ocultos y erosionaba lo que parecía
majestuoso. En todas mis relaciones repetí el mismo ciclo. Mi matrimonio no
desentonó, duró seis años; terminó en medio de peleas y acusaciones inauditas.
Así me fui introduciendo en un estado de desaliento y crisis, del que no salí
con facilidad.
La conversación
se encaminó hacia el anecdotario y Lucila abordó algunas historias pueblerinas.
- Hasta hace
unos veinte años, en el pueblo no había teléfonos, no llegaban los diarios y
apenas se escuchaba Radio Nacional. Había una gran presencia de militares.
Recuerdo el caso de un joven oficial que estaba muy enamorado y cada día
festivo hablaba horas con su prometida. Pero, en el pueblo había un solo
teléfono que, por un complicado sistema de conexiones, podía comunicar a larga
distancia. Un día este muchacho comenzó a hablar con su novia y los hijos del
dueño, que eran terribles, conectaron el teléfono con una red de altavoces que estaba diseminado por una docena de
calles. Entonces todos terminaron escuchando las intimidades del joven durante
casi una hora, como si fuera una radionovela. Cuando se enteró quiso romper
todo, pero ya no tenía arreglo.
A John se le
refrescaron los recuerdos y aportó una anécdota sobre sus peripecias en un
festival de rock en un campo de Alabama.
- Habíamos
acampado en el lugar desde varios días antes. En la primera noche alguien
escuchó pasos entre los árboles que rodeaban al campamento. Fue despertando a
uno por uno y todos compartimos la misma impresión pero ninguno se animaba a
salir a verificar la causa del ruido nocturno. Pasamos casi una hora
aterrorizados, esperando que se recobrara el silencio y la calma. Pero, las
pisadas se multiplicaban y hasta se percibían algunos tropiezos con los tientos
de la carpa, como si nos estuvieran rodeando. Barajamos todo tipo de hipótesis,
desde las más fantásticas hasta las delictivas. En un momento tomamos coraje y
decidimos salir. Uno tomó la linterna, otro un bate de beisbol y yo un hacha.
Al unísono abrimos la carpa y saltamos al exterior para encontrarnos con un
espectáculo desopilante. ¡Estábamos rodeados de vacas! Mientras pisoteábamos el
estiércol, ellas continuaban rumiando y con sus estúpidas miradas nos observaban
sin conmoverse. ¡Habíamos acampado en el mismo lugar que esos animales
acostumbraban a pasar la noche!
Mientras bebían
sus vasos con whisky, la contagiosa sonrisa de Lucila le pareció encantadora,
no podía dejar de mirarla y sentía que sus ojos verdes eran como un manantial
de dicha. Resultaba muy placentero zambullirse en ellos y extasiarse al
descubrir la profundidad inusual de su mirada.
Así estuvieron
hasta avanzada la madrugada, hasta quedar sólo iluminados por los leños que
ardían en el hogar y arrullados por las canciones de Loreena McKennitt. La
distancia entre sus labios se acortaba, hasta reducir a la línea recta a un
solo punto.
Siempre pensó
que sus relaciones tenían una instancia definitoria en el contacto de la piel,
había comprobado que algunas le causaban rechazo o al menos no le producían las
sensaciones que había conocido con unas pocas mujeres. No se trataba de
cosméticos o aromas, casi todas las parejas que tuvo eran de una muy buena
posición económica, por lo que no les faltaban recursos para comprar los
mejores productos. Era una cuestión de instinto, casi animal, como una especie
de comunicación establecida entre tejidos epiteliales y centros nerviosos que
imponían espontáneos criterios de selección y comunión.
Esa percepción
fue instantánea, la calidez y tersura de la piel de Lucila le produjo un
estremecimiento que no recordaba haber vivido antes. Alguna sensación
embrionaria estaba archivada en un punto
recóndito de su memoria y al salir a la superficie, fue felizmente redescubierta. Se sintió
exultante, alejado de los conflictos que lo rodeaban, de los vaivenes del mundo
y los propios.
Los besos se
repetían con creciente frecuencia,
varias veces se estrecharon con la fuerza de un momento largamente
deseado, con la ilusión de querer preservar ese instante más allá del tiempo y
la distancia.
La luz matinal
fue invadiendo el reducto y, a pesar de ser domingo, ciertos movimientos
empezaron a imponer su lenta rutina de sonidos. No se querían despegar y
decidieron ir a pasar el día en la alta montaña, en un lugar llamado Terraza
del Cóndor. Ella se marchó a su casa para cambiarse y él se dirigió al vestidor
con la misma intención.
En la tarea de
elegir la ropa adecuada, recuperó una sensación propia de la adolescencia, se
dio cuenta que en su criterio de selección volvía a pesar la voluntad de
agradar, un hábito que había perdido en los últimos años.
XIII
Cuando Lucila
regresó, trajo consigo una canasta con alimentos y bebidas. Cargaron los
abrigos, la escopeta y las herramientas imprescindibles para superar cualquier
emergencia y emprendieron la marcha. El recorrido era de unos ochenta
kilómetros de pronunciados ascensos y descensos, con algunos trayectos de
riesgosas cornisas.
John fue
descubriendo que en medio de la inmensidad y el aislamiento en que vivían, las
distancias alcanzaban una dimensión diferente. Nada parecía alejado, era
posible hacer un viaje de semejante distancia, por un abandonado camino de
pedregullo y lleno de obstáculos, simplemente para pasar una tarde.
Las dificultades
de la ruta no permitían superar la velocidad de cincuenta kilómetros por hora.
Esa lentitud facilitaba la conversación. Lucila fue respondiendo a las dudas y
curiosidades, aportando a John valiosos conocimientos del lugar.
El recorrido circunvalaba
el cerro Küme Huenu. Durante más de media hora su imagen altiva se convirtió en
un compañero obligado de ruta, a la izquierda del camino, y se introdujo
inevitablemente en el diálogo.
Luego de una
curva, las aguas termales anunciaron su presencia, primero con unos chorrillos,
algunas cascadas y luego una laguna que apenas se distinguía entre los árboles.
El espeso bosque se prolongaba unos dos mil metros al finalizar la ladera del
cerro, confundiendo el punto de inflexión de la línea que dibujaba su contorno.
Las especies
vegetales encuentran su hábitat más próspero entre vapores y el microclima
generado en ese lugar, se yerguen vigorosas y alcanzan elevadas alturas, tallos
muy gruesos y extremadamente rectos.
El follaje por
momentos se oculta tras una densa niebla. Cuando la visibilidad comienza a
esfumarse, se dispara la imaginación y la fantasía. Lucila recordó una leyenda
parida en esa particular geografía.
- Dicen que las
termas tienen un dueño, El Orunco, quien, según las creencias mapuches, vive
allí. Para sumergirse en sus aguas hay que pedir permiso. Se arroja un hilo de
la vestimenta, si el hilo se hunde, seremos bien recibidos, si flota quiere
decir que El Orunco no se encuentra de buen humor y puede ser riesgoso
internarse en sus aguas.
- Sí fueran
ciertas todas esas leyendas que me has contado, esta zona estaría plagada de
brujas y duendes...
-La gente del
lugar toma muy en serio estas creencias, muchos dicen haber visto a estos
personajes fantásticos, creen que corretean por los bosques y que con sólo
imaginar su presencia se está ante una señal de mal agüero.
El camino entró
en una pendiente de ascenso pronunciado y al llegar a la cima, Lucila le pidió
que detuviera el vehículo para continuar
caminando un trecho.
En ese lugar
existía un mirador desde el que se podía apreciar una vista panorámica
impresionantemente bella. Se observaba una depresión enorme donde estaba
alojado el lago y un extenso valle, surcado por un caudaloso arroyo y varios
chorrillos, la pradera estaba cubierta de una vegetación florecida,
predominantemente amarilla, y en los lindes con las elevaciones se encontraban espesos bosques. Las cabañas
instaladas a la vera del arroyo, parecían insignificantemente pequeñas.
Un largo
sendero, que se bifurcaba del camino, permitía un descenso abrupto a cuarenta y
cinco grados. El ángulo de visión era extremadamente amplio, se contemplaba en
toda su magnitud la imponente cordillera de los Andes, sus cumbres nevadas, los
blancos manchones de dos glaciares y, hacia el Este, la inmensa desolación de
la meseta patagónica.
El escenario
motivó la proximidad de los observadores, se abrazaron para contemplarlo y así
se quedaron como suspendidos en el tiempo.
Luego de un
silencioso disfrute, se atrevieron las palabras y retomaron la conversación.
Concluyeron que el quiebre que daba cabida al lago, debería ser la huella
dejada por un formidable movimiento sísmico que dio ese particular diseño al
lugar.
Lucila contó
que, como en la mayoría de los lagos patagónicos, “se desconoce su profundidad,
con seguridad supera los doscientos metros, hay quien dice que tiene conexiones
subterráneas con el mar y que existen animales muy extraños en el fondo.
Algunos viejos pobladores dicen que en una ocasión, los obreros que estaban
abriendo caminos arrojaron varios cartuchos de dinamita a sus aguas y
aparecieron muertos en la superficie unos peces horribles, de unos ochenta
centímetros, con su cuerpo cubierto de pelos y con patas como lagartos. En esta
zona se cuentan infinidades de historias de aventuras de pioneros, de hazañas y
accidentes, de animales fantásticos, apariciones y travesías. A muchas de
ellas, la trasmisión boca a boca le fue incorporando elementos sobrenaturales”.
Regresaron al
vehículo para retomar el viaje. Comenzaron a transitar por un típico camino de
cornisa, estrecho, descuidado y con desprendimientos. Una pared de rocas
amontonadas indicaba el final del camino. Desde allí había que recorrer un
sendero que incursionaba por un bosquecillo, luego se transitaba unos
quinientos metros de una ladera en ascenso que desemboca en una terraza erigida
en medio de la vegetación. Desde allí se podía observar la alta montaña y a una
decena de cóndores sobrevolando en círculos.
Era otra de las
maravillas que ofrecía el lugar. Los rayos del sol caían a pleno y la
protección del bosquecillo y las montañas producían una temperatura por demás
agradable.
Desde un claro
del bosque pudieron apreciar a lo lejos a una hembra de puma con dos cachorros
que correteaban y bebían de una pequeña cascada.
Antes y después
del almuerzo continuaron animadamente recorriendo momentos de sus vidas,
historias del lugar y de los primeros contactos entre los nativos y foráneos,
de la desproporción que había entre hombres y mujeres, de los matrimonios entre
europeos e indias y de la mixtura de su descendencia.
Cuando la tarde
se desvanecía, decidieron emprender el camino del regreso. Encendieron sus
cigarrillos con el particular y emblemático mechero de la familia, recubierto
de marfil y con las iniciales JWD III talladas.
Disfrutaron de esos momentos previos a la partida y se dispusieron a
abordar el descenso.
La felicidad les
brotaba por los poros. Lucila quiso ofrendar a John una confesión.
- Pocas
veces pude compartir el placer de
contemplar estas bellezas, siento una rara plenitud por haber podido hacerlo
hacer contigo. Mi familia y mis amigos parecen haber perdido la capacidad de
conmoverse al observar este paisaje, que continúa sorprendiéndome.
Se mantuvieron
abrazados largo rato y se besaron apasionadamente. Ella recordó unos versos de
Benedetti: “Cuando uno se enamora las cuadrillas/ del tiempo hacen escala en el
olvido/ la desdicha se llena de milagros/ el miedo se acostumbra a la osadía/ y
la muerte no sale de su cueva.”
Conmovida por
sus propias palabras, tuvo la necesidad de darse a conocer con toda la pasión
acumulada por la falta de interlocutores a la altura de sus deseos. Él se
deleitaba con la proximidad de su piel, con sus palabras y con sus silencios. Sentía
un inédito estado de dicha que le desbordaba la piel.
El retorno
estuvo condimentado de anécdotas risueñas matizadas de risas, abrazos y besos.
Luego de cenar
en la cabaña, la pasión incitó a los cuerpos y una vez en el dormitorio, la
plenitud de la piel gozó de esa receptividad que habían advertido
anticipadamente en sus labios y mejillas. No dejaban de observarse, de
penetrarse en la profundidad de la luz encendida de sus miradas. La emoción se
iba alimentando con lágrimas que derivaban en nuevos besos y caricias. Manos
temblorosas que exploraban y se decidían a emprender nuevos recorridos, sus
cuerpos dejaban de ser ajenos, librando el camino a nuevas afinidades y
estremecimientos.
Sintieron todos
los deseos, disfrutaron de sus olores y sabores, y se sumergieron en
desenfrenados jadeos. Como intérpretes de una sinfonía que les pareció
maravillosa, transitaron por sus diversos movimientos y compases.
Al recobrar la
calma, fumaron despaciosamente, en silencio, abrazados, concentrados en la
inercia del contacto de sus cuerpos y en el gozo de las melodías
compartidas.
Se durmieron
entrelazando brazos y piernas, como expresión de un profundo deseo de afirmar
pertenencias y alejar temores de viejos fantasmas.
XIV
La mañana se
presentó cargada de borrasca, se hacía necesario recurrir a un buen abrigo para
permanecer a la intemperie.
La irrupción de
Ernesto con su grupo de asistentes desbordados de planos y cálculos de
materiales a utilizar en el primer tramo de la obra, enfundados en sus cascos,
alteró la mañana.
Su voluminosa
figura se desenvolvía con presteza en el ordenamiento de los elementos a
transportar y en dar las directivas precisas a los componentes del grupo.
Se instalaron al
pie del Küme Huenu, en un pequeño claro protegido del viento. Los técnicos desplegaron
los planos en un tablero afirmado sobre un trípode y comenzaron con las tareas
de campo preliminares para el trazado de los trayectos a recorrer para la
consumación de la obra.
Para alcanzar la
cumbre había que eliminar una masa boscosa de una superficie de unos tres
kilómetros de largo por unos veinte metros de ancho, sin contar el terreno que
se haría necesario desmontar y adecuar para erigir los edificios.
Se llegó a la
conclusión de que la ladera oeste era la que ofrecía mayores ventajas para el
camino, por la suave pendiente que permitiría el traslado de los turistas en
automóviles.
Los edificios se
construirían sobre una explanada natural que, luego de los trabajos de
nivelación, podría alcanzar una superficie de unos mil quinientos metros
cuadrados. Desde allí a la cima, donde se instalaría la estación de esquí,
había que hacer un tendido de cables e implantación de columnas para el
funcionamiento de un teleférico que permita el traslado de los turistas hacia
las pistas de sky.
Se habían
realizado estudios de solidez del terreno y recreado imágenes de la ladera a
partir de fotografías aéreas que permitían ahora tener mayores fundamentos para
adoptar decisiones.
Ya estaban
acondicionadas las casas rodantes que darían alojamiento a una treintena de
jornaleros. El próximo fin de semana
comenzarían a llegar, para dotarlos de un tiempo necesario para descansar y
habituarse al lugar. A la semana siguiente se iniciarían las obras.
Superadas las
contingencias planteadas por el aislamiento geográfico de El Murmullo, el
principal obstáculo seguía siendo la existencia de la aldea mapuche en plena
ladera oeste del Küme Huenu.
Cuando estaban a
punto de partir hacia el casco, llamó la atención del grupo la llegada de un
jinete.
Era Patricio,
quien se acercó a John para avisarle que
el jefe mapuche lo convocaba a una reunión, al atardecer, en la aldea, donde le
daría a conocer la decisión de la
comunidad ante la propuesta de la estancia. Ansioso por obtener algún indicio,
requirió del mensajero mayores precisiones.
- Mire don
Doyle, lo encontré a Curiñanco en el puesto Melipillán arreglando un alambrado.
Dijo que ayer habían tratado el tema en la comunidad y me pidió que le avise
que lo va a esperar por la tardecita.
- ¿Y cómo lo
vio? ¿Qué le parece que puede decirnos?
- Curiñanco es
de poco hablar, habla lo justo y si uno le pregunta algo que no quiere
contestar, directamente hace como que no escucha y sigue haciendo su trabajo.
La escasa
información y el lugar del encuentro aportaron dudas e incertidumbre a John.
Volvió a la cabaña para consultar a sus asesores y tratar de encontrar algún
indicio de la posible respuesta.
Frank sostuvo
que el lugar de la convocatoria era un intento evidente de mostrar fortaleza
por parte de los nativos. En general, todas las opiniones coincidieron en que
era un buen augurio la reunión, pero, hasta el momento del encuentro no se
podrían dilucidar los interrogantes.
XV
Llegó la hora de
acudir a la convocatoria del cacique. La delegación, integrada por John, Frank, Paul y Soler,
partió en un vehículo rumbo a la aldea mapuche.
Luego de arribar
al cerro, había que internarse en el monte y recorrer un sendero zigzagueante
de unos quinientos metros.
El bosque está
compuesto por dos especies típicas de la vegetación andino patagónica: lengas y
coihues. Alcanzaban unos treinta metros de altitud y el diámetro del tronco
unos ochenta centímetros. Son árboles de un crecimiento muy lento, para llegar
a la madurez necesitan aproximadamente unos cincuenta años.
Al penetrar en
la espesura se tiene la sensación de estar en una especie de burbuja verde
donde los únicos sonidos que se perciben son los generados en ese mismo
espacio. El canto de los pájaros, el movimiento de las hojas, algún crujido de
una rama y, cada tanto, el murmullo de los chorrillos de agua o de una pequeña
cascada son los sutiles sonidos del silencio que impera en ese profundo
contexto verde y marrón.
El suelo es un
acolchonado manto de ramas y hojas que aportan sus delicados quejidos ante los
pasos humanos. La humedad del ambiente brinda una oportunidad excepcional para
prosperar a toda una gama de musgos y líquenes que invaden rocas, desniveles y
troncos conformando curiosas figuras.
A medida que se
va alejando el mundo exterior se pierden las referencias, se multiplican los
laberintos y el único indicio de lo
foráneo son los escasos rayos solares que se filtran por los poros de la masa
vegetal.
Se ingresa
entonces en el dominio de lo fantástico. La mente se
subyuga ante tantos incentivos naturales.
La melodía del
agua abriéndose camino entre las piedras, el crujido de un tronco, el
movimiento de alguna rama u otros indescifrables sonidos hacen del lugar un
escenario propicio para la génesis de todo tipo de historias.
El ángulo de
visión confronta con diversos planos y el movimiento propio puede aparentar ser
un movimiento ajeno. Las montañas de musgos, los nudos de las lengas, los
árboles caídos y alguna osamenta animal brindan un ambiente propicio, un
escenario ideal para el desarrollo de relatos que intenten explicaciones ante
tantos misterios.
Luego de dejar
atrás una mole de piedra se llega a un claro de unos cuarenta por setenta
metros, donde se distribuyen en un semicírculo diez pequeñas casillas hechas de
troncos y chapas de cartón prensado alquitranadas. Por detrás, un corral
contiene a unas veinte ovejas y dos vacas, tres perros amistosos y unas decenas
de gallinas, corretean libremente por el lugar.
Al traspasar una
cerca de ramas y troncos, unas cuarenta personas, entre ancianos, mujeres,
hombres y niños, estaban esperando el arribo de los hombres blancos. Todos en
derredor de un fogón, un agujero en el piso de medio metro de profundidad
ubicado a una distancia equidistante de las casas, donde se mantiene el fuego
que sirve de cocina y centro de reunión.
Delante de
todos, estaban el cacique, el segundo jefe y el capitanejo, quienes invitaron a
los recién llegados a sentarse en unos troncos.
Catrileo
Millalonco tomó del fuego un cacharro ennegrecido de hollín y echó agua caliente
en una calabaza que contenía una hierba.
“Tome un mate”,
le dijo el capitanejo a John. Al chupar por una bombilla metálica, saboreó una
infusión muy amarga y desagradable. Ingerirla sólo podía justificarse por la
tolerancia diplomática que predominaba en ese momento.
Curiñanco tomó
la palabra: “La comunidad se ha reunido y tomado una decisión. Hemos
considerado distintos caminos, la posibilidad de contar con un terreno propio,
la mejora de nuestras condiciones de vida, pero lo que más ha pesado es la
defensa de este lugar; nosotros no podríamos seguir viviendo si nos fuéramos de
aquí, donde nuestros antepasados vivieron y murieron, donde realizamos nuestras
ceremonias y concurren nuestros hermanos de otras comunidades, ¿qué les diremos
a ellos cuando nos visiten?”
Las escasas
esperanzas que tenía John de arribar a una solución negociada se derrumbaron y
afloraron todas sus contradicciones. Se desesperaba de pensar que la única
opción que quedaba era la violencia. Trató de guardar la compostura y, mientras
su tensión iba en crecimiento, siguió escuchando al cacique.
- Como lonco de
esta comunidad tengo que decirles que no queremos enfrentamientos pero tampoco
queremos que nos despojen de nuestras creencias, de nuestra identidad...
Sabemos también del poder del hombre blanco, que cuenta con abogados, jueces,
políticos y policías, que siempre están del lado del dinero y ustedes tienen
mucho dinero. Entonces, después de escuchar a mis paisanos, de consultar a
nuestra machi, decidimos esperar un mensaje de los dioses. Ellos nos indicarán
el camino a seguir...
- Pero nosotros
no tenemos tiempo para esperar, si no comenzamos con las obras ahora el
invierno paralizará todo y se arruinarán nuestros planes. Ya estamos terminando
la construcción de las cabañas para toda la comunidad, van a tener muchas más comodidades
y tranquilidad, y los títulos de propiedad debidamente legalizados. Explicó
Paul, denotando cierta exaltación.
- La urgencia no
es nuestra, espero que comprendan que ustedes pueden perder una temporada, pero
nosotros podemos perder toda nuestra historia. Pónganlo en la balanza y verán
que siempre los que perdemos mucho más somos nosotros.
-¿Cuánto tiempo
cree que habrá que esperar para que sus dioses les den una respuesta? Preguntó
John.
- A los dioses no
se les puede poner plazo, ellos son los que disponen. Saben de nuestras
angustias y confiamos que pronto nos darán una respuesta. Ellos buscan la
felicidad de los mapuches.
- Nosotros
también nos reuniremos y analizaremos todos los pasos que vamos a dar.
Recuerden que ya tenemos un fallo judicial a nuestro favor y que si quisiéramos
podríamos llamar a la policía para que los desalojen. No querríamos llegar a
ese punto, pensábamos que podíamos alcanzar un acuerdo amistoso. Pero, después
de la respuesta que nos dieron tendremos que analizar de nuevo la situación.
Así que veremos qué vamos a hacer… Advirtió Frank, demostrando una vez más su
afinidad con las posturas más inflexibles.
Se despidieron
en un marco de frialdad y desasosiego. Emprendieron el camino de regreso
evaluando las distintas posibilidades que se abrían. Frank insistió en la
opción represiva, Paul creía que había que desplegar un juego de presiones
hasta acorralarlos y John reclamó moderación.
Se hacía
necesaria una nueva reunión para hacer una evaluación seria y pormenorizada.
Quedaron de acuerdo en realizarla a la tarde del día siguiente.
XVI
John se encontró
cara a cara con sus contradicciones y su mente comenzó a sacar a la superficie
argumentaciones de otros tiempos.
Recordó sus
viejos razonamientos, cuando predicaba que los grandes hombres se distinguen
porque puestos ante la opción de elegir entre sus principios e intereses, no
dudan en dejar todo en pos de cumplir
con los dictados de su conciencia. Esa actitud los lleva a trascender a la hora
de consumar sus objetivos o a fracasar en el intento, ya sea como referentes o mártires.
La sociedad
impone normas y conductas, y también concede gratificaciones a los que las
acatan. La gran mayoría de los hombres y mujeres instintivamente se somete a
esas sumas y restas que crea el albur de la felicidad adocenada, que, a su vez,
sostiene a los beneficiarios de la ecuación distribuidora de recursos y poder.
Pero, existe una
infinita gama de seres anónimos ubicados en esa zona gris de disputa entre lo
dictado por la conciencia y los mandatos
sociales. Hombres y mujeres que dolorosamente se sumergen en el desesperado
intento de conciliar esos extremos.
La pelea por la
subsistencia, la influencia de la familia o la religión, la defensa de las
posiciones sociales conquistadas, la debida obediencia jerárquica, entre otros
temas, hace que muchos individuos se desgarren interiormente en tortuosos
conflictos sin poder alcanzar un punto de equilibrio.
Posiblemente,
esas personas logran los momentos de mayor felicidad cuando se encierran en sí
mismos y elucubran sobre utópicos caminos de convergencias, cuando en el
terreno de los razonamientos logran eludir las contradicciones que se erigen a
su paso. Luego, la realidad se encargará de introducirlos en las contingencias
dramáticas que las fantasías no contemplaron.
John se quedó
solo con sus dilemas, los fantasmas atraídos por su dialéctica afloraron con
todas las fuerzas y derivaron en un retorno a las insondables profundidades de
su depresión.
Como respuesta a
ese estado, optó por evadirse intentando dormir, la salida habitual que escogía
ante esos casos críticos.
La travesía de
esa noche resultó un complicado recorrido para John. Las pesadillas eran
sucedidas por momentos de insomnio. El estado de desesperación en que se
encontraba absorbía el oxígeno disponible de su cuarto, sus ahogos lo llevaron
a ponerse de pie. Abrió la ventana y respiró a bocanadas el fresco aire
nocturno que fue un consuelo para las
restricciones que afectaban a su capacidad pulmonar. Pero, al cabo de unos
minutos, comenzó a sentir un fuerte dolor en la zona del esternón provocado por
el notable cambio térmico y volvió a la aislada soledad de su cuarto.
El agotamiento
hizo que recobrara el sueño por un breve lapso. Poco después, volvió a
despertar, tenía la ropa mojada por el estado febril que lo dominaba, estaba
aturdido y temblaba de frío. Salió del dormitorio y se acurrucó, en medio de la
oscuridad del living, al lado de las brasas del hogar, tendido sobre un cuero de
puma y cubierto por una manta de lana cruda.
Como tantas
otras veces, en las vísperas de un acontecimiento tan indeseable como
inexorable, sus tribulaciones lo llevaron a especular sobre la posibilidad de
cambiar algún elemento de su historia pasada.
El torbellino de
tribulaciones lo llevó a plantearse hipotéticos interrogantes: Si hubiera
cortado amarras definitivamente con su padre o prolongado su cómodo papel de
empresario de espectáculos, si se hubiera quedado en Manhattan asimilando los
hábitos de sus amistades o si hubiera aceptado la propuesta de sus antiguos
compañeros del Flower Power de emprender el camino hacia Katmandú, hubiera
evitado esta suma de sufrimientos que le ofrecía el presente.
Recordó la
película “Corre, Lola corre”, con los distintos caminos que se ofrecían ante
cada opción asumida y la posibilidad de modificar decisiones con
retroactividad. Pero, en la realidad se está obligado a elegir y cuando se
perciben las consecuencias es demasiado tarde para instrumentar las rectificaciones.
Se imaginó en una trama fílmica que le permitía seleccionar alternativas,
acopiar lo que le daba placer y alejar todo lo que le espantaba.
Pensó en
abandonar todo, desaparecer del lugar, pero rápidamente lo descartó porque no
sería comprendido y entraría en el terreno del absurdo. Pensó en Lucila, ¿cómo
afrontaría explicarle esa determinación? Sin embargo, el argumento que más lo
convenció para desechar esa opción fue que el conflicto quedaría en manos de
los más intransigentes e intolerantes.
Se veía a sí
mismo como un eterno antihéroe. Bastaba con imaginar un camino satisfactorio
para que salga todo al revés de como se lo proponía. Cuando más próximo estaba
de ser plenamente feliz, ocurría algo inesperado que desmoronaba el castillo de
naipes que había construido.
Todos los
análisis lo llevaban a la misma conclusión, no había evasión posible. ¿Tendría
que incurrir nuevamente en el doble discurso? ¿En tolerar acciones inaceptables
para sus convicciones?
En medio de
semejante desconcierto, recordó lo que le había dicho una vez Curt, su
compañero de militancia del SWP, cuando le advirtió que para ser felices, lo
mejor que pueden hacer los hijos de la burguesía es subordinar sus pensamientos
y acciones adecuados al entorno social que le tocaba en suerte.
Quien intente
pensar en forma independiente y cuestionar, más tarde o más temprano, tendrá
ante él una bifurcación del camino, donde deberá optar necesariamente: o rompe
todos los lazos con su familia y privilegios, y tiene una existencia coherente
con lo que piensa; o se sumerge en una sucesión de claudicaciones que lo
llevarán a aceptar cada vez más los actos reñidos con sus ideales. Es una ley
de hierro que les impone la sociedad a los hijos de los poderosos.
Una vez más Curt
tenía razón, no había forma de conciliar sus fantasías con la realidad que se
erigía ante él. Nuevamente quedaba a merced de las circunstancias y se sentía
impotente para modificarlas.
XVII
La reunión
comenzó con toda puntualidad. John lucía demacrado y con profundas ojeras que
no pasaron desapercibidas para los demás. No obstante, abrió la sesión, hizo
una reseña de los hechos, expresó su voluntad de eludir toda acción violenta y
comenzó la ronda de consultas y opiniones. La mayoría de los que intervendrían
iban a contrarrestar veladamente lo sostenido en la apertura de la reunión.
Soler insistió
en su postura tratando de recurrir a una elipsis para evitar confrontar con lo
dicho por John. Ratificó que desde el punto de vista legal todo estaba cubierto
y no había que esperar sorpresas de ningún tipo.
-Además
-agregó-, tenemos un apoyo invalorable a favor de nuestros intereses. Federico
Keller, el juez penal que tiene a su cargo la causa, es un conocido mío con el
que mantengo un trato cordial y cercano. Es amante de la prosperidad de la
región y considera que los indígenas no pueden ser un obstáculo para que se
concreten las inversiones.
La familia del
magistrado es de la ciudad de Bariloche, de origen alemán, su abuelo fue parte
del contingente de ex funcionarios nazis que sigilosamente se afincaron en el lugar en la década del
cincuenta. Tiene algunas concepciones que podrían ser calificadas de racistas y
siente un cierto desprecio por los nativos. Todas las veces que tuvo que dictar
una sentencia donde estaban involucrados los mapuches, invariablemente falló en
su contra. Además, existe una doctrina en la provincia de Chubut, que obliga
a dirimir en el fuero penal los
conflictos por la tenencia de la tierra, que debían ser resueltos en sede
civil. Así se garantiza la restitución de tierras a los propietarios
demandantes y, si hace falta, permite ordenar desalojos preventivos antes de
que la cuestión de fondo, por el derecho de propiedad afectado, quede dirimida.
Por su parte,
Paul informó de las gestiones en el ámbito político y de los buenos contactos
que había desarrollado en distintas esferas gubernamentales.
- Estuve reunido
esta semana con dos legisladores oficialistas y el ministro de Gobierno de la
provincia. El trato cada vez es más cordial y demuestran tener un interés
especial por nuestro proyecto, lo consideran como emblemático para insinuar un
camino de reconversión económica, luego de la crisis de la producción lanera y
del proceso erosivo del campo provocado por la sobrecarga animal. Les informé del
inconveniente que tenemos. Nos prometieron todo el apoyo para dejar el terreno
libre de obstáculos para el inicio de las obras. Con los funcionarios de este
país siempre hay que tener el oído abierto a las insinuaciones que surgen en
las conversaciones, si uno es perspicaz en esos encuentros se pueden obtener
los recorridos imprescindibles que hay que seguir para que los proyectos no
fracasen...
- Yo no quiero
saber nada de compra de voluntades de funcionarios, ni siquiera pienso entrar
en ofrecimientos subliminales para allanar el camino del proyecto, porque todas
esas variantes son formas sutiles de corrupción. Afirmó John.
- No se trata de
sobornos, simplemente de contraprestaciones. En la reunión con los
legisladores, uno de ellos dejó deslizar que es el principal accionista de una
sociedad que suministra materiales de construcción. Sabe que las obras
demandarán varios millones de dólares, por lo tanto, le insinué que podríamos
concretar gran parte de las compras en su empresa. Es posible que los precios
vengan algo recargados pero es un legislador muy influyente y, de esta manera,
el proyecto tendrá un apoyo incondicional. El otro legislador puede canalizar
nuestras necesidades de personal a través de su agencia de empleo, ese servicio
no nos produciría ningún costo adicional, y el ministro nos podría arrendar la
maquinaria necesaria para las obras y el suministro de las torres para el
tendido de los cables del teleférico. Formalmente, ellos no tienen nada que ver
con esas empresas, pero la manejan a través de testaferros. Así, quedan
cubiertos de sospechas y filtraciones.
- Pero,
igualmente, aunque sea en forma encubierta, vamos a alimentar la inmoralidad...
- John, si no
aceptamos este tipo de contraprestaciones, es imposible hacer el proyecto. En
este país todas las gestiones oficiales implican coimas, comisiones y prebendas
para los funcionarios de distintos niveles de la administración, de lo
contrario, todo se paraliza. No hay proyecto que se pueda concretar sin el aval
de las distintas áreas del gobierno. Si no les deja beneficios personales,
puedes tener la seguridad de que el proyecto no se hace. Acá no se mide una
iniciativa por el progreso o el desarrollo que puede aportar a la comunidad.
Cuando algo no le deja rédito al poder político, los funcionarios se convierten
en una maquinaria muy aceitada para chantajear e impedir hasta a la más
solidaria de las iniciativas.
John percibió
como los argumentos desplegados lo iban acorralando, pensó en su deseo de
congraciarse con su padre y nuevamente terminó cediendo ante la realidad de los
hechos políticamente correctos. Sintió que en cada paso que daba el
emprendimiento, él se hundía más y más en la podredumbre de la sociedad. Sintió
náuseas, hizo un extremo esfuerzo para permanecer en la reunión, manteniéndose
en silencio hasta su culminación.
Luego de los
detalles aportados por cada uno de los participantes, la conclusión final fue
que no había nada que temer, los mapuches iban a recibir una serie de presiones
que inexorablemente los iba a llevar a un cambio de actitud. Por lo pronto,
decidieron comunicarles que el plazo para resolver el diferendo se cumpliría el
próximo sábado. Luego tomarían medidas para superar todos los obstáculos que
puedan paralizar las obras.
En una muestra
de distanciamiento con los nativos, el encargado de hacerles llegar el
ultimátum fue Patricio, a quien instruyeron sobre los comentarios que debía
hacerles para que los mapuches supieran
a que atenerse si persistían en su resistencia.
El regreso del
enviado fue esperado con ansias por John, con la secreta y deshilachada
fantasía de que aún era posible alcanzar una solución negociada.
Su depresión
tendría motivos para profundizarse aún más al escuchar la respuesta dada por
Curiñanco al enviado: “Me dijo que no van a tomar en cuenta el plazo que les
dieron, que ellos no obedecen órdenes de los blancos y que sólo cuando reciban
el mensaje de los dioses tomarán una decisión. Que si quieren traer la policía,
que la traigan. No se van a ir por cobardía o por temor a la represión. Hasta
que los dioses no les digan su voluntad, se van a quedar allí”.
Se reinició la
reunión y los “halcones” ganaron posiciones. Soler quedó encargado de coordinar
con el juez la orden de desalojo de los mapuches. Paul y Frank se pondrían en
contacto con el ministro y los legisladores amigos para que dispongan de los
necesarios contingentes policiales. En tanto, Ernesto, Gustavo y Daniel se
encargarían de todos los detalles para garantizar que el personal, las
maquinarias, herramientas y materiales puedan estar el próximo lunes al pie del
cerro para el inicio de los trabajos.
John nuevamente
se sintió desbordado por la dinámica de sus colaboradores, que con empeño
lógico sólo entendían de cumplir con las funciones para las que fueron
contratados, que debían ser eficientes para conservar sus tan prometedores
puestos laborales y para concretar el proyecto que alimentaría sus respectivos
currículos personales. Guardó sus angustias en un mar de silencios y aspiró a
que algo mágico ocurriera, que lo sacara de tan embarazosa situación.
XVIII
Salvo John,
todos confiaban que con esa andanada de acciones los mapuches percibirían la
firmeza, comprenderían que la decisión era irrevocable, sentirían la presión y
cambiarían de postura. No obstante, la mayoría del staff no manifestaba ninguna
duda en recurrir a la fuerza aprovechando la enorme disparidad de recursos y
apoyos existentes.
Durante esa
especie de tregua, los peones mapuches acudieron con presteza a cumplir con sus
funciones y su desempeño fue tan eficiente como de costumbre. Parecía que ellos
también querían dejar sentado que no temían a las fuerzas que se estaban
desplegando a su alrededor. Amparados en designios divinos, esperaban seguros
el decisivo momento de la confrontación.
El sábado
amaneció nublado, aunque la temperatura no era muy baja. El constante ulular
del viento desgastaba los estados de ánimo y la
arenilla que arrastraba producía un profundo malestar al chocar contra
los rostros o introducirse en los ojos.
La tensión
estaba presente en el ambiente, todos los preparativos se ponían en marcha
sincronizadamente y los aprestos bélicos eran inminentes.
La casi
totalidad de los obreros ya estaban alojados. Las grúas, topadoras y palas
mecánicas se encontraban alineadas sobre la banquina del camino frente al
cerro. También los camiones que descargaban materiales circulaban con una
frecuencia regular, como si fuesen vagones de un extenso convoy.
A las 12, llegó
el juez. Un hombre de unos cuarenta años que no podía dejar de evidenciar sus
ancestros sajones. Alto y fornido, con su frondoso bigote y el rubio cabello
impecablemente peinado con fijador. De inmediato, le ordenó a su secretario que
se dirija hacia la aldea mapuche para concretar la intimación “de que en el
plazo de dos horas debían desalojar el predio”.
Unos minutos más
tarde, arribó el comisario de la ciudad de Esquel, al frente de un contingente
de policías en dos autobuses. Enseguida se puso a las órdenes del juez y le
comunicó que las directivas que le había dado la superioridad eran terminantes
“para proceder al desalojo de los indígenas de cualquier manera”.
Cuando regresó
el secretario del juez, su semblante había cambiado notablemente. El joven
estaba pálido y su mirada denotaba un gran nerviosismo. De inmediato fue
rodeado por gran parte de los presentes para conocer detalles de la respuesta
indígena.
Con gran
agitación, empezó a hablar: “me recibieron con frialdad, escucharon la
intimación y no la quisieron firmar. Dijeron que desconocían la orden judicial
y que se iban a quedar en sus tierras. Han llegado mapuches de otras
comunidades para resistir junto a ellos, debe haber más de cien hombres en la
aldea”.
Frank reaccionó
sorprendido: “esto es inaudito, no puede ser, la custodia tenía claras
instrucciones de no dejar pasar a nadie...”
En ese momento,
llegaba a toda prisa el encargado del personal de seguridad de la estancia.
Agitado y nervioso, fue directamente hasta el lugar donde se encontraba el
grupo e informó que dos de sus hombres habían desaparecido de sus puestos de guardia
durante la noche, sin dejar huellas.
- Los estuvimos
buscando por todos lados sin novedad, se hicieron cargo de sus puestos a las
tres de la madrugada y cuando fueron los relevos, a las siete, no había nadie.
En sus cabañas no hay rastros de que hubieran
regresado. Tenían instrucciones precisas, son dos hombres muy responsables y
expertos, y no se van a ausentar del lugar sin un motivo muy justificado.
Además, si hubieran visto algo extraño podrían haber llamado a la base con su
móvil, pero no hubo ningún intento de comunicación registrado. No hay huellas
de lucha ni de heridas, no se encontraron pisadas ni ningún elemento caído.
Todo es muy extraño.
El comisario
ordenó a sus hombres que rastrillen la zona y de inmediato partieron los dos
vehículos con el jefe de la custodia
hacia el lugar de la misteriosa desaparición.
XIX
Los integrantes
del staff se reunieron informalmente en el living. Todos estaban más que
sorprendidos por la impensada evolución de los acontecimientos.
El viento de
febrero soplaba con fuerza creciente
haciendo inhóspito el lugar, su silbido a lo lejos aumentaba el
nerviosismo en que se sumía la mayoría y crispaba los nervios de los menos
habituados a las particularidades patagónicas.
Sin que se
dieran cuenta, llegó la hora de vencimiento del ultimátum y el juez se encontró
con que no contaba con el personal policial imprescindible para concretar la
medida anunciada. Entonces, decidió marchar hacia la aldea junto a su
secretario, el comisario y dos agentes de su custodia. A la delegación oficial
se sumaron John, Frank, Paul, Ernesto, Gustavo y Patricio.
El grupo
avanzaba a paso vivo por el sendero que llevaba al asentamiento indígena. Al
atravesar el bosque, escucharon el estridente canto del chucao que quebró el silencio
de esa burbuja vegetal. Parecía un indicio de mal agüero. Fue el único detalle
llamativo que se apreció en el ambiente, sólo se escuchaba el sonido regular de
los pasos de los once hombres cuando oprimían el manto de ramas y hojas que
alfombraba el bosque.
Al llegar, no se
encontraron con los previstos signos de aprestos bélicos ni defensivos.
Substraídos de esos dilemas, alrededor del fogón estaban todos, hombres,
mujeres y niños, cantando suavemente una invocación colectiva. Indiferentes a
la presencia de los hombres blancos, continuaron concentrados en su ritual. Ni
siquiera a los niños mapuches se les despertó la curiosidad por la extraña
incursión.
A manera de
consuelo, John se deleitó al comprobar que la altanería y bravuconadas del juez
se trasmutaba en un poco elegante silencio. Consciente de la desfavorable
relación de fuerzas del momento, prefirió no incurrir en provocaciones y
esperar pacientemente la finalización de la ceremonia. Se quedaron a un
costado, sentados en unos troncos, cuidándose de no interferir en el rezo
colectivo.
Debieron
soportar cuarenta minutos de intranquila espera, hasta que en un determinado
momento se escuchó una manifestación de gritos guturales que daban por
terminado el ritual. Despreocupadamente, apareció el cacique, acompañado del
capitanejo y su segundo, para parlamentar.
El juez
pretendió recuperar el terreno perdido,
cambió de talante y asumió nuevamente el protagonismo al que era tan
afecto.
- Señor Guaiquil
Curiñanco, usted ya está enterado de la decisión y está incurriendo en
desacato, así que espero que rápidamente se subordine a la autoridad judicial.
Caso contrario tendré que recurrir a la fuerza pública, su desobediencia no me
deja otra opción.
- Nuestros
dioses se están comunicando con nosotros, están dándonos señales para
indicarnos el camino a seguir. Tendremos que esperar hasta saber qué debemos
hacer...
- ¿Usted sabe
algo de los dos custodios que desaparecieron? Interrogó el comisario.
- No, no sé
nada.
- ¿Cómo que no
sabe nada? ¿Cómo hicieron para entrar a la estancia tanta gente de otras aldeas
sin que los vieran los custodios?
- Ellos pasaron
las alambradas y nadie se los impidió.
- Si no aparecen
estos dos hombres, ustedes son los primeros sospechosos y tendré que
detenerlos.
- Hay muchos hombres
extraños en las cercanías de este lugar sagrado, están desafiando a Hueke Hueku
y él es implacable y muy vengativo.
- No me venga
con esas supersticiones y más vale que encontremos a los dos custodios, porque
si eso no ocurre la van a pasar muy mal. Cuando mis hombres terminen de
buscarlos, vendremos por ustedes.
La única
respuesta mapuche fue un resignado silencio.
Esa advertencia
sonó con la contundencia de un mazazo para John. Tuvo la impresión de haberse
introducido en la narración de una moderna versión de Fuenteovejuna.
El clima de
tirantez quedó atrás cuando el grupo decidió iniciar el camino de regreso. El
juez y el comisario alardeaban en sus comentarios de cómo habían acorralado a
los mapuches, “ahora sí van a sentir el rigor y se les va a acabar la
rebeldía”, proclamaron.
XX
John acompañaba
al grupo en silencio, sumergido en sus pensamientos. Nuevamente le vino a la
memoria una afirmación de Curt. Había una frase que trataba de recordar desde
hacía varios días. Ahora, sorpresivamente, se le presentó abriéndose camino
entre la maraña de sucesos de dos décadas de recuerdos. Se trataba de una
argumentación habitual del mundillo contestatario de la época, advirtiendo ante
una inminente represión: “si alguna desgracia tiene lugar no será por culpa de
quien está defendiendo su derecho, sino de quien está violando el de su
prójimo”.
Sus culpas y
contradicciones le producían la sensación de que las imágenes de sus
pensamientos rebotaban contra un frontón. Evidenciando los contrastes que lo asolaban,
entre sus razonamientos reaparecían escenas de esa convulsiva etapa de su vida
que aparentaban estar olvidadas.
El asombroso
archivo de la memoria humana daba muestras de que todos los sucesos, hasta los
más insignificantes instantes de la vida, buscaban su alojamiento en algún
lugar entre los recovecos de la mente. Permanecían allí agazapados, gran parte
de ellos eternamente. Otros salen a escena en el momento menos esperado, cuando
alguna circunstancia afín los convoca, cuando se busca desesperadamente algún
vínculo con el presente o la experiencia de lo acontecido.
Una parte de su
ser se escapaba a su control, como si su cuerpo hubiera entrado en un trance de
convulsión donde cada célula debía alinearse necesariamente con alguno de los
bandos en disputa. Su fortaleza y convicciones del pasado se erigían ante las
debilidades del presente y le tendían una celada dejándolo inerme. Tenía una
sensación de cuerpo anarquizado, descontrolado, como si ya ningún órgano
respondiera a sus mandos naturales y que, ante cada acción que pretendía
emprender, los distintos componentes de su organismo entraban en un paralizante
estado deliberativo.
El sendero del
bosque le resultó interminable, sintió que
nunca se podría salir de esa inmensidad vegetal y que los acosaban manifestando
su rebelión contra quienes la intrusaban.
Cuando el grupo
comenzó a dejar atrás la espesura, renació su estado febril y volvió a sentir
ahogos. Las voces y escenas del pasado se le sucedían aceleradamente unas a
otras. Discursos de barricada, discusiones, consignas y gritos de multitudes
alternaban con la actual sensación de indignidad. Aunque intuía el tenor de las
expresiones, no identificaba palabras, eran sonidos altisonantes que lo
sumergían en una vorágine de voces tan familiares como indescifrables, le
pareció ingresar en un torbellino que llevaba a su cerebro al estallido.
Todo lo que le
rodeaba entró en movimiento, comenzó a temblar, no pudo dar un paso más y se
desplomó sobre el manto de hojas secas que tapizaba la periferia del bosque, ante
la alarma generalizada del grupo.
Lo llevaron
rápidamente hacía un vehículo, lo transportaron hasta la cabaña y luego a su
dormitorio, dejándolo bajo los atentos cuidados de Lucila, quien se estremeció
al verlo pálido y desencajado. Su inédito estado de vulnerabilidad e
indefensión la enterneció al permitirle descubrir una arista de John tan
infantil como inimaginable.
XXI
Cuando abrió los
ojos era de noche, pensó que había sido un simple desmayo, pero la resaca que
todavía asolaba su cuerpo le hizo recordar los instantes previos a la crisis.
Intentó levantarse, pero su cuerpo continuó sin responderle. Poco después se
volvió a dormir.
No supo cuanto
tiempo había pasado, hasta que el ruido originado en un inusual movimiento de
vehículos lo despertó. Los interrogantes por los sucesos que podían haber
acaecido le dispararon nuevas y crecientes angustias.
Al mirar por los
ventanales vio una caravana de patrulleros y camionetas policiales que se
dirigían hacia el Küme Huenu. Se vistió lo más rápido que pudo y salió
disparado de su dormitorio, venciendo el malestar del cuerpo y de la mente,
superando debilidades y flaquezas.
Al llegar al
vestíbulo se cruzó con Lucila, quien salió a su encuentro para abrazarlo con
ternura y preocupada quería saber cómo estaba su declinante estado anímico.
-Estoy bien, no
te preocupes. ¿A qué se debe tanto movimiento?
-Todo se está
complicando mucho. Anoche desapareció otro hombre de la custodia, esta mañana
se hizo la denuncia y ahora llegaron los policías con una orden del juez para
detener a Curiñanco.
-Voy a tratar de
evitar maltratos que complicarían mucho más la situación.
-No vayas. No
estás en condiciones...
-No te
preocupes, no puedo abstenerme de estar e interceder para evitar una tragedia.
Cuando llegó al
pie del cerro, descendió del vehículo y se topó con los uniformados que estaban
dispuestos a avanzar desplegando un operativo de pinzas para cercar la
aldea.
John se sumó a
la comitiva que integraban el comisario, el secretario del juez y otros tres
oficiales.
Cuando divisaron
el claro, vieron que los mapuches estaban en la misma posición que los habían
encontrado el día anterior, sentados alrededor del fogón, entonando una
canción, a manera de rezo.
Respondiendo a
otra relación de fuerzas, esta vez la comitiva no esperó que finalizara la
ceremonia, irrumpieron en las proximidades del círculo y reclamaron la
presencia del cacique.
Como si hubiera
adivinado la causa de semejante despliegue, el lonco se levantó y fue al
encuentro de los policías. Al unísono una decena de hombres se levantó para
acompañarlo. Temiendo lo peor, el comisario dio la orden de desplegar a todos
los efectivos para intimidarlos.
-Venimos con la
orden de llevar detenido a Guaiquil Curiñanco, para ser interrogado en el
juzgado por la desaparición de tres empleados de la estancia.
- Nosotros no
tenemos nada que ver, somos gente pacífica. Así que no hay ningún
inconveniente, voy a ir con ustedes para que me pregunten lo que quieran.
Respondió el jefe indio con su parsimonia habitual.
De mala manera,
dos policías lo tomaron de los brazos y le colocaron las esposas. Esto provocó
la reacción de un grupo de jóvenes mapuches que se enardecieron. Comenzaron a
insultar y a empujar a los uniformados.
La reacción
policial no se hizo esperar y descargaron golpes con sus largos bastones. Lo
hacían con tal entusiasmo que parecía que hubieran estado esperando con ansias
ese momento.
A John le
resultó paradójico que la gran mayoría de los efectivos policiales denotaban
ascendencia mapuche; no obstante, sin ninguna compasión se dedicaban con esmero
a aporrear a sus hermanos de sangre.
El tumulto fue
haciendo retroceder a los observadores. John fue invitado a retirarse hasta
donde finalizaba el claro.
Sentía en su
propio cuerpo los golpes descargados sobre los indefensos mapuches y la
indignación comenzó a desbordarse por todos los poros de su piel. Su mente volvió a amenazarlo con entrar en un
nuevo estado de shock, pero en su sangre hervía el deseo de entrar en acción. Se
sintió más que nunca ubicado en el bando equivocado, no pudo contenerse y gritó
con toda la desesperación que lo embargaba: “¡Basta! No quiero violencia en mi
propiedad, detengan la represión.”
El comisario lo
miró sorprendido y dio la orden de retirarse, llevándose al detenido.
De inmediato,
John fue a ver si había heridos entre los indígenas que habían recibido los
bastonazos a pie firme. Pero, el capitanejo se cruzó en su camino y le espetó:
-“¡Váyase con los suyos, a nuestros hermanos el consuelo se lo damos nosotros!“
-Sepa que esto
me desborda, yo no quise nunca que la violencia...
-La violencia no
son sólo los golpes de los bastones y que se lleven esposado a nuestro lonco,
la violencia mayor es querer echarnos de nuestra tierra.
XXII
John no supo que
más decir ante tanta elocuencia y se retiró con la sensación de haber consumado
una nueva fase de traición a sus convicciones.
Llegar a ese
estado que tantas veces detestó, como cuando algunos de sus ex compañeros
abandonaron los ideales en función de las tentaciones ofertadas por la
sociedad. Lo indignaba ver a los que se sumaban, sin ningún empacho, al
ejército de sumisos que aceptaban recibir las migajas del sistema y que estaban
dispuestos a ignorar a los que reclamaban por sus derechos guardando un
prudente y cómplice silencio. La primera defección, por lo general, leve,
inauguraba un largo camino de traiciones.
Sus pensamientos
se centraron en las intransigencias pasadas. Cuando le resultaba inaceptable
abandonar la militancia activa, cuando cualquier debilidad era calificada como
un signo de individualismo pequeño burgués que evidenciaba un desinterés por el
destino colectivo o una cobarde deserción de los rigores, exigencias y riesgos
de la lucha.
El agobio y la
depresión se reinstalaron con toda su fuerza. Se sintió vacío, como si su
historia se hubiera esfumado dejando sólo el residuo de una masa de carne y
huesos, desprovista de conciencia.
Al llegar a la
cabaña, postergó sus cavilaciones ante la necesidad de afrontar el clima de
temores que embargaba al staff.
Estaban reunidos
en la biblioteca, con la tensión reflejada en todos los rostros. Los tres
hombres desaparecidos dejaban de ser una desafortunada coincidencia. No
encontraban explicaciones posibles salvo la de adjudicar la culpabilidad a los
mapuches.
Frank, en su
papel de intelectual acostumbrado a contar con respuestas para todos los
interrogantes, exponía sus razonamientos: “objetivamente, los únicos
interesados en producir las desapariciones de los tres custodios son los
mapuches. Pero nos encontramos con un escenario del crimen que desborda las
capacidades de los posibles autores. ¿Cómo puede ser que no hayan dejado
rastros, ninguna huella, manchas de sangre ni vestigios de una pelea? A mí no
me convence que esta gente, totalmente inexperta en materia de desorientar a
los investigadores, pueda hacer algo tan perfecto que parezca que las
víctimas se han esfumado en el aire”.
- Tampoco
resulta creíble que estos tres custodios -intervino Paul-, con la experiencia
que tienen, con la habilidad para el manejo de las armas y las destrezas para
la defensa personal sean sorprendidos como niños. Tienen los reflejos
agudizados para pegar primero y preguntar después. No puedo entender que hayan
sido atacados en la soledad de la madrugada sin haber atinado a defenderse...
En la mente de
la mayoría de los miembros del staff había interrogantes similares sin que se
atrevieran a manifestarlos.
Lucila advirtió
el clima de incertidumbre generalizado y se animó a aportar su visión como
lugareña.
- ¿Entonces habrá que creer en las
explicaciones que dio Curiñanco?
-Yo, por
principios no puedo creer en semejantes fantasías -dijo Frank-, esas
supersticiones son tan infantiles que no soportan ningún razonamiento serio.
Desde las épocas más primitivas, el hombre siempre tuvo una necesidad
angustiosa por hallar explicaciones a todo lo que le rodeaba. Cuando no
encontraba alguna respuesta científica, inventaba la que le venía a cuento,
recurría a una fábula que le resolviera el dilema. La ciencia pudo comprobar
falsedades y supercherías; hasta las leyendas que dieron origen a las
religiones fueron desenmascaradas. Como dijo Jorge Luis Borges, la teología fue
quedando reducida a ser una parte de la literatura fantástica. Yo creo que no
es conveniente buscar explicaciones rápidas, que respondan más a esas
necesidades ancestrales de los hombres que a reflexiones aplomadas. Hay que
tener paciencia, esperar, y con el transcurso de los días alguna pista va a
aparecer y se nos van a aclarar las dudas.
-A mí me intriga
la firmeza de las convicciones de los mapuches -habló Gustavo-, no tienen
ninguna duda. Los que nacimos en tierras de indios tenemos un gran respeto por
sus creencias. Yo nací y me crié en el Chaco, allá hay mucha influencia de las
culturas de las tribus de tobas y matacos. Ha habido muchas historias que no
encontraron explicaciones lógicas, sólo se encuadraban dentro de las creencias
de los indígenas. Algunas veces se descubría una trama que explicaba un hecho y
se desmantelaba esa historia, pero en gran medida quedaban instaladas esas
creencias como ciertas.
-Pero, tiene que
haber gente que reflexione -reaccionó Frank, elevando su tono de voz- y no se
deje atrapar por semejantes supersticiones.
-En toda la zona
andina -explicó con renovado entusiasmo Lucila- hay una gran presencia cultural
indígena. Muchos tienen sangre mapuche en sus venas y tienen una gran
predisposición para encontrar explicaciones dentro de su cosmovisión.
- Esas creencias
son tan fuertes que hasta los obreros están muy intranquilos -comentó Daniel-
porque tanto movimiento les despertó temor, están enterados de todo. Los
mapuches están difundiendo la versión de que los dioses están enfurecidos con
la amenaza de destrucción del cerro sagrado y van a descargar su venganza sobre
todos los forasteros. Esto está provocando un clima de pánico.
-El tema del
conflicto ya ha trascendido. -informó Paul- Los diarios publicaron noticias
sobre los tres desaparecidos…
- Esto es una
gran complicación para la prosecución del proyecto. Aseguró Frank, con cierto
grado de abatimiento.
- Si, además hay
un estado de movilización –continuó Paul- de las comunidades mapuches de la
región. Gente de diferentes lugares y extracciones viene a solidarizarse.
Desde Esquel, Zapala, El Hoyo, Lago Puelo,
llegaron delegaciones hasta los límites de la estancia. Están concentrándose
para apoyar el reclamo. Si esto sigue así, es probable que tenga repercusión
regional y nacional, aunque hasta ahora los medios de comunicación lo han
tomado con discreción, apuntan más a los posibles crímenes de los mapuches y
dejan en un segundo plano el tema de la tierra y el desalojo. Pero, en la
medida que esto se prolongue, el dedo acusador va a centrarse en nosotros y los
indígenas serán las víctimas reivindicadas.
John se mantuvo
en silencio durante toda la reunión, sabía que en caso de intervenir en la
conversación saldrían a la luz todas sus contradicciones, su estado
deliberativo interno y prefirió guardar su crisis bajo siete llaves.
Al tomar
conocimiento de la magnitud que estaba alcanzando el conflicto, le resultó insoportable seguir participando
de la reunión. Se despidió y, como una fiera que se concentra en sus puntos
sangrantes, se recluyó en su dormitorio.
XXIII
En la soledad de
la habitación, John se dispuso a analizar su complicada situación. Pero la
reunión estaba fresca y algunas de las intervenciones ocuparon transitoriamente
el centro de sus pensamientos.
Las diversas
explicaciones ensayadas durante el debate sobre las desapariciones de los
custodios no habían logrado hallar fórmulas convincentes. La búsqueda de
hipótesis serias resultaba infructuosa y los más propensos a los razonamientos
fantásticos fueron ganando posiciones
ante el espacio cedido por los que intentaban la conquista de argumentos
lógicos y racionales.
A pesar de que
el grupo podía considerarse de un nivel cultural elevado, se evidenciaba la
propensión de la mayoría a ser influenciada fácilmente por mitos, leyendas y
argumentos escasamente científicos. Le producía cierta desazón ver reaparecer
esa vieja tendencia de los seres humanos a la búsqueda desesperada de
explicaciones y a reeditar las reacciones típicas de los hombres
primitivos.
De esas
divagaciones pasó a analizar el desaliento que le producía su actual situación.
Estaba en el centro de una tormenta que lo conducía inexorablemente al
desastre. Se sentía preso de las circunstancias que lo rodeaban y sin fuerzas
ni herramientas como para intentar prevenirlas y actuar en consecuencia.
Su mirada retrospectiva se detuvo en la situación de
plenitud y de felicidad que había descubierto en las primeras vivencias
patagónicas.
En los últimos
días, la dinámica de los acontecimientos no le había permitido ni siquiera
contemplar el majestuoso paisaje que tanto gozo le produjo al inaugurar su
residencia en la región. Le parecía una experiencia lejana ese contacto matinal
con la visión paradisíaca que le exaltaba los sentidos. Todo lo mágicamente
bello que le había parecido ese lejano paraje del mundo, se le estaba escurriendo
como agua entre los dedos por los dramas humanos que había contribuido a
generar.
También el amor
descubierto había quedado al costado del camino. Paulatinamente, todos sus
vínculos se fueron restringiendo estrictamente a las demandas del conflicto del
Küme Huenu. Se había alejado de hasta quien más le había hecho sentir que
estaba vivo, de quien le abrió las puertas de sensaciones que estaban
descartadas hasta entonces en su existencia.
Se había
introducido en un laberinto de sufrimientos que ni por asomo imaginó cuando llegó a esta tierra. Se
indignó ante lo paradójico y absurdo de su presente. Cuando más se aproximaba a
la plenitud, la realidad inesperadamente lo depositaba en el interior de una
caverna dominada por la oscuridad y la incertidumbre, y minuto a minuto se
estaba hundiendo más y más en sus tenebrosas profundidades.
Pensó que ni
siquiera contaba con la creencia en un ser superior, un dios a quien recurrir.
A quien hacerle llegar sus lamentos, imbuirse de la ilusión de ser escuchado y
esperanzarse con un gesto divino que lo saque de sus padecimientos. No tenía ni
un gramo de fe, era un ateo convencido y militante. Ni atravesando el más profundo
dolor tenía alguna duda sobre la inutilidad de confiar en lo etéreo de las
convicciones del común de los humanos.
Al seguir
buceando sobre la matriz de sus conflictos reapareció el contraste entre
ideales e intereses que permanecía subyacente y era el verdadero disparador de
ese patético punto de inflexión en que se encontraba.
Un mínimo suspiro
de alivio acompañó la formulación de la
idea, allí estaba el nudo gordiano que se erigía en su camino y le impedía
cualquier atisbo de realización.
Muchas veces,
los pensamientos cargados de dolor no están exentos de ironías. Se vio a sí
mismo como un militar humanista, un gobernante idealista o un Papa ateo;
alguien que encerraba en sí mismo una contradicción insalvable e insoluble.
Cómo resolver
semejante encrucijada, si ni siquiera contaba con algún interlocutor confiable.
No hablaba con nadie de sus dilemas para evitar que trascendiera una imagen
desteñida del pujante empresario que debía aparentar ser. Se replegaba sobre sí
mismo y ya no se sentía capaz de sobrellevar semejante peso sobre sus espaldas.
Estaba solo,
aislado y atrapado en una emboscada en la que cayó inocentemente, sin haber tomado en cuenta los
indicios que le estaba suministrando la realidad.
XXIV
Trató de
serenarse en medio de ese mar de
lamentos en que se había convertido su vida. Llegó a la convicción de que en ese
estado convulsivo era imposible encontrar alguna solución.
Le produjo un
cierto alivio recordar el viejo precepto militante, de que tener conciencia de
la causa, significa tener la mitad del problema resuelto y se dispuso a emplear
todas sus energías en la búsqueda de una salida.
Entonces,
comenzó a especular con las distintas variantes que podía llegar a tomar en
cuenta y, luego de escribir en una hoja cada una de las opciones, se dispuso a
analizar los puntos positivos y negativos de cada una de ellas.
Escapar,
suicidarse, rebelarse ante su padre o traicionar sus pensamientos, fueron las
cuatro alternativas a las que redujo su extremo esfuerzo mental.
Para entonces ya
había descartado algunas opciones como la de abrir nuevas instancias
negociadoras, aumentar el ofrecimiento para que los mapuches accedieran al
traslado y otras variantes más descabelladas.
La opción de
escapar ya había sido analizada en reiteradas ocasiones y eran recurrentes las
conclusiones a las que llegaba. No resolvía el problema del cruce de intereses
con los mapuches. Si no era él, otro
iría a protagonizar el conflicto con posturas mucho más extremas. Por
esa misma razón había desechado la venta de la estancia o la abstención en la
consecución del proyecto.
El suicidio
tenía algunas aristas parecidas, pero el peso de sus razonamientos pasaba por
su admitida cobardía para adoptar una decisión semejante. Muchas veces frente a
situaciones críticas, especuló con terminar con su vida, pero resultaba nada
más que un ejercicio intelectual.
A pesar de ser
de una personalidad con claras tendencias depresivas, siempre había como una
luz encendida, una fuerza vital que lo presionaba para seguir viviendo, aún en
los momentos con menores esperanzas de encontrar una salida. La obstinación de
los Doyle por continuar presentando batalla ante todo tipo de dificultades se
había infiltrado en su personalidad y le impedía dar ese drástico paso.
Decidió entonces
cambiar el frente de combate. En lugar de
enfrascarse en batallas no queridas, desiguales e indignas con los
indígenas, le resultaría mucho más vigorizante emprender el enfrentamiento
largamente postergado con su progenitor; de una vez por todas debía asumir sus
ideales y llevarlos a la práctica sin cortapisas, sin medir las consecuencias
que tendrían en esa relación.
No había otra
esperanza para él que terminar con esa ambigüedad entre convicciones y praxis,
entre el peso de su conciencia y el de sus lazos sanguíneos.
“¡Claro, eso es
lo que tengo que hacer!”, gritó en la soledad de su habitación, mientras
golpeaba con su puño derecho en su otra mano, como un entrenador tratando de
alentar a su equipo.
Enfrascado en el
despliegue de su logística bélica en la temible y postergada batalla, se
dispuso a diseñar una declaración de motivos para presentar a su padre.
Estructuró su discurso argumentativo comenzando por enumerar las coincidencias
que seguramente tendría, para ir desgranando luego las contundentes
divergencias que los enfrentaban.
En ese momento
recordó cuando recién salía de la adolescencia y sus compañeros le habían
descubierto sus cualidades a la hora de redactar manifiestos y la pasión que
lograba contagiar en sus escritos.
Volvió a sentir
esa tensión que lo embargaba al concentrarse en la tarea asignada, ese estado
de excitación que intentaba traducir en palabras impactantes para poder llegar
al corazón de los lectores.
Se sentó frente
al ordenador y comenzó a desplegar sus argumentos: “Padre, coincido contigo en
que la decisión de encomendarme esta tarea estuvo bien pensada y rodeada de las
mejores intenciones. Dentro de tus expectativas, supiste interpretar mis deseos
y aspiraciones, apreciaste que la
Patagonia tendría para mí un encanto especial, que, una vez
descubierta la magia del lugar, no iba a querer alejarme de este verdadero
paraíso terrenal. La misión que me encomendaste me llenó de entusiasmo, le
insufló a mi vida la sana alegría de aspirar a conciliar mis ideales y mi viejo
deseo adormecido de que te sientas satisfecho con mis realizaciones“.
Continuó con la
confesión de su enamoramiento y que creía que nunca estuvo más firme en el
deseo de que esa relación se consolide. También, señaló que la existencia de
una comunidad indígena le había despertado nuevamente la necesidad de emprender
“acciones solidarias que les permitieran mejorar sus condiciones de vida,
respetándolos en sus derechos y creencias”.
Con este párrafo
ya se estaba deslizando hacia el terreno de las divergencias e insinuando el
perfil de sus conclusiones.
“Padre
–continuó-, no puedo entonces protagonizar un enfrentamiento con los mapuches
que inevitablemente llevará a la represión y, tal vez, al derramamiento de
sangre. Nunca me lo perdonaría si lo hiciera. Creo que tampoco tú desearías que
llegue a traicionar hasta ese punto mis convicciones de toda la vida.
Por estas
razones, estoy convencido que llegó la hora de hacer un replanteo del proyecto para
que pueda contemplar principalmente a los seres humanos que serían despojados
de sus derechos, aunque vaya en desmedro de los beneficios previstos. Es necesario
reiniciar la búsqueda del lugar para asentar el centro invernal. Puede que no reúna
las condiciones del cerro Küme Huenu, que no sea todo lo rentable que has
evaluado, pero, al menos, no tendremos víctimas sobre nuestras conciencias,
que, de producirse, seguramente, será un costo mucho más pesado de sobrellevar
para nuestro futuro.
Si no fuera así,
si no llegáramos a un entendimiento, lamento decirlo, no puedo continuar al
frente de este proyecto.
A la espera de
que sepas comprender mi estado de ánimo, mis argumentos y proposiciones, me
despido con un afectuoso saludo”.
Revisó y
corrigió el texto en cinco ocasiones, hasta que en su sexta lectura se
convenció que ya estaba bien y que su formulación lo dejaba satisfecho.
Cuando despachó
el correo electrónico, pensó irónicamente que se había exorcizado, que se había
despojado de todos los demonios que lo estuvieron martirizando últimamente.
Tuvo deseos de
ir al encuentro de Lucila, pero era demasiado tarde para ir en su búsqueda. La
llamó por teléfono y sostuvo una larga conversación, que le permitió compartir
las novedades y trasmitir la liberación que sentía en su interior con la
decisión que había adoptado. Al alba se despidieron con la esperanza de que en
el nuevo día se produciría un renovado y vivificante reencuentro.
Esa noche se
sintió feliz y se durmió con el dibujo de una sonrisa casi infantil en su
rostro. La placidez de su sueño y la creencia de que la paz imaginada estaba en trances de ser alcanzada,
no dejaron espacio para pesadillas ni sobresaltos.
XXV
Las fuerzas
desencadenadas por la pugna de intereses entre los seres humanos rara vez se
detienen para tomar en consideración las apetencias individuales, por el
contrario, suelen manifestarse obstinadamente, aplastando en su voluptuoso
andar a aquellos ilusos que pretendan obstaculizar su marcha.
Como cuando
algún incauto frota la lámpara y logra despertar al duende, ya no hay espacio
para el arrepentimiento, no se puede volver atrás. Las rectificaciones de
último momento suelen llegar demasiado tarde para evitar que las pasiones
liberadas se corporicen en las fuerzas desencadenas que se pusieron en marcha.
Esa mañana,
desgraciadamente el sueño de John se prolongó en demasía, acicateado por ese
ficticio estado de paz y satisfacción que presumía haber conquistado en la
víspera.
Treinta minutos
antes del mediodía, su calma se vio alterada por extraños ajetreos y sonidos
que lo despertaron y le provocaron angustiosos sobresaltos. Se levantó de la
cama en medio de los peores presentimientos.
Ruido de motores
y disparos de armas de fuego le advirtieron que no sería un día cualquiera. Se
vistió como pudo, se montó en su camioneta y salió a toda velocidad hacia el
cerro.
En el camino
encontró a Patricio, quien se subió al vehículo y trató de brindarle un informe
de la situación: “Hace una hora que llegaron los policías y el juez para
desalojar a los mapuches. Los sorprendieron pero igual se resistieron. Estaban
sentados alrededor del fogón y allí se quedaron. Los policías subieron con topadoras
y tiraron abajo sus casillas, golpearon con sus machetes a varios mapuches.
Cuando los hombres vieron que maltrataban hasta a las mujeres y los niños,
indignados, empezaron a arrojarles piedras a los policías. Parece que tenían
unas hondas y, entre otros, le acertaron al juez en la frente, lo lastimaron y
ahí empezó lo peor. El juez se puso como loco y ordenó que empiecen a los
tiros, parece que hay varios heridos y hasta algún muerto...”
Cuando John arribó al pie del cerro lo
sorprendió la llegada de las ambulancias, fue la constatación de la tragedia.
Dos cuerpos cubiertos por mantas y otros cinco heridos documentaron un tiempo
del que ya no era posible retornar.
Vio a una masa
de hombres, mujeres y niños que eran subidos a empellones a los camiones para
ser transportados a sus nuevas viviendas. En sus miradas se veía reflejada esa
desgarrante imagen de la derrota.
Las mujeres con
la mirada llorosa y perdida, abrazaban a sus niños intentando protegerlos de la
brutalidad descargada sobre sus cuerpos, curtidos de injusticias a pesar de sus
pocos años. Pero también se aferraban a ellos, como una tabla de salvación, era
lo poco que les quedaba para seguir comprometidas con la vida.
Los ojos de los
niños tenían esas extrañas expresiones que tantas veces ilustran las crónicas
de matanzas, hambrunas o exilios forzosos. Sus miradas no parecen distinguir
entre ogros y hadas protectoras, miran a todos buscando a alguien que los
arrope. Son miradas que duelen, lanzan dardos cargados de preguntas, sin
comprender por qué les arrebatan las poquitas cosas que componían su mundo.
El brillo de sus
ojos, asomados entre los brazos de sus madres, penetra y no puede ser olvidado
en su inmenso y silencioso dolor, es como una inocente, sutil y persistente
venganza que queda impregnada en quien los quiera ver.
Pero a John le
resultó mucho más estremecedora la imagen de los hombres que presentaron una
desigual pelea y fueron derrotados. Ellos pudieron hacer estallar su ira,
manifestaron la digna rebeldía de negarse a obedecer, pusieron el cuerpo a
pesar de la relación de fuerzas tan desfavorable, resistieron a la injusticia y
fracasaron.
Pensó que no
existe un dolor mayor en el mundo que el del hombre doblegado, el que irradia
su impotencia y no la puede expresar más que en silencio, mordiéndose los
labios y apretando los puños. El que exhibe el desgarramiento de haber
intentado infructuosamente defender a su familia, su comunidad o su pueblo y no
le queda siquiera la posibilidad de pronunciarse para manifestar su bronca. Son
hombres destrozados, de cabezas gachas y miradas ocultas, conducidos como
bultos, sin fuerzas y resignados ante el desprecio y el maltrato.
Los niños tienen
la posibilidad de conmover y lograr algún consuelo, pero la imagen de ese
hombre desesperanzado, tan brutal como cotidiana, produce un insensible y
rutinario acostumbramiento, que sólo una mirada perceptiva y sensible puede
llegar a detectar.
Para John, un observador impregnado de ideales,
que aspiraba al cambio social, que sabía de combatir injusticias y de obviar
los riesgos al momento de dar un paso solidario al frente, no existía visión más dramáticamente
conmovedora ni tan cargada de negación ante el futuro humano que la de un
hombre vencido.
XXVI
En pocos
minutos, John pasó de la exaltación de su fugaz felicidad a recibir los
sucesivos mazazos que le propinó la realidad que, a su pesar, había contribuido
a forjar.
No pudo
reaccionar, estuvo paralizado ante la sorpresa que le produjo tanta violencia
desmadrada. Sintió la necesidad de recobrar su dignidad y ponerse en el camino
de los bastonazos y las balas, quiso gritar bien fuerte su repudio y volver a
ser parte de la resistencia a la injusticia, interponer su cuerpo ante la
represión, poder retornar a esos momentos cargados de adrenalina y pasión,
cuando la sangre fluía a borbotones encendida de vigor cuando lo intolerable
permitía soñar con acercar el horizonte de las utopías.
Fue tan enorme
la sorpresa, tanta desproporción entre la dinámica que habían alcanzado los
hechos y sus expectativas de la víspera que el agobio le impidió reaccionar. No
atinó ni siquiera a gritar, a interceder ante los policías, simplemente se
desmoronó.
Conmocionado, se
alejó del lugar, caminó sin saber ni pensar hacia donde. Media hora después,
obnubilado, se sentó sobre un árbol caído, con su mirada perdida en un
horizonte que estaba muy lejos de vislumbrar.
La intensidad
del último acto del drama había evaporado la escenografía, entró en una
dimensión atemporal y abstracta, donde el dolor superó el límite de lo sensible
dejando al cuerpo exhausto, los reflejos congelados y la inteligencia en fase
de hibernación.
En ese estado
catatónico se quedó al margen del tiempo y del espacio.
XXVII
Cuando quiso
levantarse constató que su cuerpo no le respondía. En esa lucha contra la
impotencia pudo corroborar que carecía de sensibilidad y sus extremidades
estaban inertes. Su organismo había sufrido un furibundo repliegue estratégico
y su funcionalidad quedaba reducida a la gestación de algunos pensamientos y
limitadas percepciones. Escuchaba curiosos sonidos de la naturaleza próxima y
algunos murmullos indescifrables producidos por seres que transitaban por un
sendero cercano. Su deseo infructuoso de pedir auxilio y llamar la atención era
ignorado.
No podía gritar
ni pronunciar siquiera palabra o sonido alguno, los músculos de su cuerpo
estaban en huelga y no respondían a sus órdenes, la única opción que le dejaba
su desquiciado organismo era la de limitarse a observar en el estrecho ángulo
de mira que le brindaba su cabeza inmóvil.
En ese estado
perdió totalmente el sentido del tiempo.
El
desvanecimiento de los haces de luz solar que se colaban entre el follaje ni el
rocío de la noche joven tampoco le produjeron sensación alguna.
Su mente comenzó
a producir imágenes que lo conmovían, una escena se continuaba de otra a un
ritmo frenético. Tomó conciencia que estaba transitando por un terreno
inexplorado que no le producía temores ni angustias, pero sí un enternecimiento
especial y una extraña felicidad.
Lentamente dejó
de percibir ruidos, todo se movía en un inusual silencio, hasta que las
imágenes del paisaje se sustituyeron por otras más familiares. Así, ingresó a
un torrente colorido y con sonidos maravillosamente placenteros.
Volvió a sentir
esa alegría que le producía recorrer tierras desconocidas, indagar y conocer a
gente y descubrir historias, aunque las que comenzaba a explorar presumía que
eran conocidas.
El día estaba
espléndido, se sentía arropado tiernamente por la calidez del sol y no existía
referencia alguna a las tribulaciones que lo agobiaron en los últimos días. Por
el contrario, no sentía ningún malestar físico y lo dominaba una sensación de
paz interior como rara vez había vivido.
Se reencontró
con Lucila y con ese estado casi olvidado de feliz estremecimiento que lo
emocionaba hasta las lágrimas.
Caminaban por un
sendero de un valle florecido con las tonalidades del arco iris. El deseo
irrefrenable de intercambiar caricias los llevaba hacia la suntuosa cabaña, y
la majestuosa noche austral fue el escenario de la amorosa convergencia que
desembocó en un sueño de brazos y piernas entrelazados.
Lo despertó la
voz aguardentosa de Bob Dylan entonando una melodía con versos cargados de
frases que clamaban por la libertad. Se vio en medio de una fiesta en una noche
interminable de verano. Se reencontró con sus amigos de la comunidad, con sus
novias y parejas de sexo ocasional que acudían a su encuentro para decirle que
lo habían echado de menos. Se abrazaban con entusiasmo, los besos y caricias
rompían las barreras de los géneros y la alegría se desató en el frenesí de un
baile colectivo.
Los cuerpos se
aferraban con fuerza como pretendiendo fusionarse en una masa de brazos y
torsos. Giraban como un trompo que aceleraba su velocidad hasta que el bosque
que los rodeaba se fue haciendo una mezcla informe de distintas tonalidades
sepias y blancuzcas.
De pronto, un
clamor multitudinario lo sorprendió frente al Capitolio, los enfervorizados
gritos de sus camaradas reclamaban el fin de una lejana barbarie, rodeado de
banderas rojas y de un estado de exaltación colectiva. Estaba su querido y
añorado compañero Curt subido al pedestal de una estatua arengando a la
concurrencia con su contundencia habitual, y estaban Peter, Nora, Frederic,
Mercedes, Marcela, Marcos y tantos otros que estaban exultantes por el éxito de
la manifestación que desembocaría en el regreso de las tropas que habían
asolado Vietnam.
Luego de la
desconcentración, se quedaron tendidos en el verde parque, fumando unos porros
con la ilusión de perpetuar ese estado de felicidad, hasta que el humo exhalado
hizo que la realidad se evaporara poco a poco.
Todo se
oscureció, sintió unas manos que apretaban las suyas y pudo divisar el rostro
adorado de su primera novia, cuando lo acompañaba en el descubrimiento del
mundo adulto, cuando recorrían los suburbios en busca de una penumbra cómplice
que le otorgara privacidad a sus manos, besos y desenfrenos.
De ese ambiente
de penumbras, pasó sorpresivamente al salón principal de su casa. Era una celebración
familiar del día de Acción de Gracias y reconoció entre la gente el bello
rostro de su madre, que tantas veces sin suerte se esforzaba por desempolvar
entre sus recuerdos de la infancia.
Ella estaba
recibiendo a sus amistades y acompañándolas hacia el living, vio a su padre
ágil y esbelto compartiendo una animada conversación. Sintió la mano de su
madre sobre su cabeza y recordó el inconfundible aroma de su piel, era ese
recuerdo perdido que tantas veces intentó angustiosamente rescatar con nitidez
del archivo de su memoria y que ahora se le presentaba ante sí para gozarlo con
plenitud.
Luego, se
reencontró con el particular calor del comedor, con el olor inconfundible del desayuno previo a
la partida hacia la escuela, con sus compañeros al subir al autobús y con los
juegos colectivos de los recreos, todo se le presentaba claramente ante sus
ojos y sentía que su felicidad superaba todos los límites conocidos.
Esa sensación de
espacio sin tiempo era enormemente agradable. Sorprendido por tantos momentos
gratos, perdió la sensación del viaje que estaba emprendiendo. Pero, nuevamente
la vorágine de colores y sonidos desembocó en un singular espacio donde no
existía la impresión de estar pisando suelo y algo parecía indicarle que el
final del camino estaba próximo.
Una sensación de
agradable adormecimiento comenzó a dominarle, se sintió exultante, liberado de
cargas, culpas y dolores; mientras entraba en un ambiente etéreo donde todo se
desvanecía lentamente.
XXVIII
En tanto, el
staff se encontraba reunido en la cabaña para hacer un necesario balance de los
hechos. Cuando la tarde comenzó a dar signos de agonía, la ausencia de John
empezó a ser motivo de indagación e
inquietud. El arribo de Lucila diluyó la única posibilidad de paradero no
descartada todavía.
Los últimos
incidentes no tuvieron la oportunidad de ser tratados, las especulaciones sobre
el ausente comenzaron a estar en el centro de la inquietud del grupo, sin que
ninguno pudiera acertar con una caracterización convincente.
Con la llegada
de Patricio se tuvo constancia de la presencia de John en el escenario de los
sucesos, sin que se pudiera detectar algún indicio de hacia donde pudo haberse
dirigido después.
En medio de la
alarma generalizada, rápidamente organizaron una búsqueda tan voluntariosa como
desesperada.
Los vehículos
todo terreno comenzaron a circundar el cerro, pero no encontraron ningún rastro
de John, sólo su camioneta estacionada, con las llaves puestas y la puerta del
lado del conductor mal cerrada, por lo que debió continuar su periplo
caminando.
Siguieron la
recorrida y una hora más tarde, se encontraron los dos vehículos a la altura de
las termas. Lucila, Daniel, Paul, Frank, Gustavo y Ernesto bajaron de las
camionetas y, en medio de la niebla que comenzaba a espesarse, improvisaron una
reunión.
- Debemos pedir
ayuda urgentemente, no podemos seguir buscándolo sólo nosotros –habló Lucila,
con lágrimas surcando su rostro y un estado de agitación inusual en ella-, se
puede haber internado en el bosque, allí es muy fácil perder las referencias y
extraviarse. Esta noche va a helar y no
podrá soportar quedarse a la intemperie.
-Sí, hay que
actuar rápido. Ya estoy llamando al comisario y al ministro para que organicen
un operativo de inmediato. Anunció Paul, mientras revisaba su agenda y
comenzaba a marcar los números telefónicos.
Luego, Paul y
Gustavo retornaron a la cabaña para centralizar las acciones y recibir a los
que llegaran para participar de la búsqueda. El resto continuó recorriendo las
proximidades del cerro, en un esfuerzo espontáneo y escasamente planificado.
Lucila, Frank y
Patricio, avanzaron por el camino paralelo a la costa del lago. En tanto,
Daniel y Ernesto bordearon el curso del arroyo y se dirigieron hacia donde
están emplazadas las cabañas para los pescadores.
El cielo se
encontraba despejado y, a pesar de la luminosidad de la noche austral, la luna
ya se había empezado a reflejar en el espejo de las calmas aguas del lago.
El recorrido se
hacía a paso de hombre y con las ventanillas bajas, con la esperanza de
escuchar algún llamado de auxilio. Pasaron un par de horas de búsqueda y
decidieron volver sobre sus pasos.
Patricio sostuvo
que “es imposible que haya llegado caminando hasta acá. Para mí, se extravió en
el bosque de las termas, es muy espeso y, cuando llega el atardecer, los
vapores forman una niebla impenetrable y le hacen perder el sentido de
orientación hasta al más baqueano”.
Frank, mientras
detenía la camioneta, agregó: “a mí
también me parece que es lo más probable. En el bosque del Küme Huenu es más
difícil perderse, porque la pendiente del cerro es una referencia permanente
para orientarse”.
Todos
coincidieron en regresar. La luna ya
desplegaba sus rayos plateados y permitía una visión más completa de la
superficie del lago. Lucila sentada en el asiento del acompañante no dejaba de
observar hacia las aguas.
- Mi miedo es
que haya sufrido algún desmayo –afirmó Lucila-, en los últimos días se lo
notaba muy tenso y después de la crisis nerviosa que tuvo la semana pasada...
Pensar que anoche hablamos y estaba tan esperanzado en resolver el conflicto
sin acudir a la violencia, pero luego de la represión debe haberse hundido en
una depresión total.
El salto de una
trucha rompiendo el cristal de la superficie del lago la sobresaltó,
mecánicamente giró su cabeza hacía atrás y se quedó a la expectativa esperando
otra aparición de la inquieta protagonista.
-¡Espera Frank!
Miren allá atrás...
-No logro
divisar nada anormal. ¿Qué fue lo que viste?
-Me pareció que
algo flotaba en el agua.
Rápidamente,
descendieron de la camioneta y caminaron hacia la orilla. Era una noche serena,
ningún ruido alteraba el imponente silencio. A medida que se acercaban, se
hacía más notorio el sonido del movimiento del agua acariciando la breve playa.
Se quedaron un
largo rato mirando con detenimiento. Patricio encendió una poderosa linterna
que llevaba, pero no logró divisar nada anormal.
Casi estaban por
retornar al vehículo, cuando Lucila se tomó del brazo derecho de Frank y gritó
estremecida: “¡Allá, miren allá!”
Patricio trató
de enfocar con la luz y pareció que se reflejó sobre algo brillante, pero fue
una sensación fugaz.
-¿Qué fue lo que
vio? -Alarmado, le preguntó Patricio.
-Una sombra,
algo oscuro que se movía o lo movían las aguas, como si fuera un tronco. Pero
fue un momento nada más...
Se quedaron un
largo rato observando la superficie del lago. Minutos después el haz de luz de
la linterna chocó con un cuerpo que apareció sorpresivamente, como si hubiera
saltado en ese instante sobre el breve oleaje.
Esto confirmó
las presunciones de Lucila y dejó sin reacción al grupo. Se quedaron
paralizados observando el intrigante suceso, hasta que Frank atinó a
comunicarse por el móvil con Gustavo, le informó de las novedades y le insistió
en la necesaria búsqueda de apoyo policial.
A la media hora,
comenzaron a visualizarse las luces de un vehículo que se aproximaba. Siguieron
con ansiedad el recorrido señalado por la intermitente luminosidad cortada por árboles y montículos, hasta que
se detuvo junto a ellos una camioneta policial.
Los uniformados
bajaron un bote de goma inflable y lo acercaron hasta la orilla del lago, con
él se disponían a surcar las aguas y cerciorarse sobre el misterioso cuerpo
flotante.
Partieron
raudamente hacia el objetivo con tres hombres a bordo, otros dos se quedaron
junto a los observadores de la orilla, mientras Patricio los seguía iluminando
con su linterna.
Necesitaron de
un cuarto de hora para llegar hasta el difuso lugar señalado y poder localizar
el objeto. Desde la costa se pudo apreciar como los policías hacían esfuerzos
para poder elevar el bulto y colocarlo dentro del bote.
La ansiedad se
fue agigantando y cuando los policías emprendieron el regreso, la sensación de
que se estaba por dar certeza al drama que los atormentó los últimos días se
instaló entre los presentes.
Las peores
presunciones se confirmaron, al llegar a la costa, pudieron comprobar que se
trataba del cuerpo de uno de los custodios desaparecidos.
Los hombres con
mucho esfuerzo lograron depositar sobre la playa el cuerpo del vigilante. El
cadáver estaba con su uniforme intacto,
con el arma y el correaje correspondiente. No se distinguían signos
visibles de violencia y el frío del ambiente había conservado en buenas
condiciones al cuerpo a pesar de las horas transcurridas. Fue colocado en una bolsa de plástico negro y
cargado en el vehículo, para transportarlo hasta las dependencias donde se
haría la autopsia para determinar la causa de la muerte.
Lucila, Frank y
Patricio regresaron a la camioneta. Luego de las tensiones sufridas necesitaban
desesperadamente encontrar un refugio que les brinde el cobijo de un ambiente
confortable para poder conjeturar sobre lo sucedido.
Pero, cuando se
disponían a partir hacia la cabaña, un
ruido en el agua les hizo girar sus cabezas y reintroducirse en el clima de
tensión que aparentaba haber quedado atrás.
Había sido un
sonido de mayores decibeles de los que podía producir el salto de una trucha,
pero no divisaron nada, aunque las aguas comenzaron a agitarse sin que nada lo
justificara.
Enseguida
reemprendieron el camino, estaban cansados y un intenso frío les recorrió el
cuerpo erizándoles la piel, pero no hicieron mención alguna a los temores que
sentían y al torbellino de ideas en que habían entrado sus pensamientos.
Recién cuando el
camino se alejó del lago, el sonido de sus voces pudo reaparecer y formular
algún comentario.
-Bueno, ahora
podremos comenzar a razonar seriamente sobre los responsables de las
desapariciones, esperemos que lleguen pronto los resultados de la autopsia.
Señaló Frank, con la intención de dejar atrás las conmociones que los
embargaban, a pesar de su voluntad logró el efecto contrario al que se
proponía.
-Sí, pero
también habría que insistir para que lleguen cuanto antes los refuerzos
policiales para ampliar la búsqueda. Agregó Paul.
-Hay que
recorrer los bosques. Estoy seguro que don Doyle por allí debe estar- dijo
Patricio.
Lucila continuó
callada el resto del viaje.
Cuando estaban
llegando a la cabaña, los helicópteros comenzaban a sobrevolar la estancia,
iluminando el suelo con potentes reflectores.
En ese momento,
Martín Lambert ponía al avión en marcha con la intención de no dejar espacio de
la estancia sin verificar.
Al rato llegaba
un destacamento policial, compuesto por unos veinte hombres y, unos minutos después, arribaba el ministro
en persona para dirigir el operativo de búsqueda.
Comenzó un
rastrillaje que tomó como punto de partida el lugar donde se había visto por
última vez a John. Desde allí avanzarían en distintas direcciones tratando de
no dejar ningún lugar sin revisar.
XXIX
Cuando
descendieron del vehículo, un llamado desde Manhattan hizo que Lucila entrara
rápidamente a la cabaña. Como suponía, se trataba del padre de John, que
desconociendo las dramáticas novedades, estaba convulsionado por el contenido
de la carta enviada por su hijo en la víspera.
- Hola Lucila.
-¿Cómo está
mister Doyle?
- Quisiera
hablar urgente con mi hijo...
- Mire, ahora no
está... No es para preocuparse..., pero lo estamos buscando... Aparentemente se
ha extraviado en el bosque. Pero, seguramente, lo encontraremos pronto...
-¿Cómo...? ¿Qué
ha pasado? Por favor, deme más detalles de lo que ha sucedido.
- Tuvimos un
conflicto muy serio con los mapuches. Intervino la policía, hubo una represión
importante y los desalojaron...
- ¿Dónde estaba
John en ese momento?
- Dicen que lo
vieron llegar cuando ya el incidente estaba terminado.
- ¿A qué hora
fue?
- Al mediodía.
Luego, al ver que se demoraba para participar de una reunión, comenzamos a
buscarlo...
- ¿Cómo estaba
la última vez que lo vieron?
- Estaba en su
camioneta al pie del cerro, pero mucho más no sabemos...
- Le pregunto
por su estado de ánimo... Seguramente, todo esto que me cuenta lo habrá
impresionado mucho, conozco como piensa...
Se produjo un
silencio en la conversación, que duró el tiempo que necesitó el anciano para
masajearse el lado izquierdo del tórax, calmar el repentino dolor que le
afectaba y poder recobrar la respiración.
Lucila también
aprovechó el silencio para intentar encontrar alguna explicación más
convincente, pero no tuvo la lucidez necesaria y los segundos que transcurrían
la presionaban en el sentido contrario.
- Sabemos que
estaba muy deprimido y la dinámica de los sucesos lo agobiaban…
- ¿Intentaron
comunicarse por el móvil?
- Sí, pero no
obtuvimos ninguna respuesta.
- Por favor
manténgame informado regularmente ante cualquier novedad. Llamaré con frecuencia.
- Estoy a su
disposición mister Doyle.
La conversación
dejó a Lucila consternada. Evitó hacer mención del cadáver del custodio
encontrado en el lago y trató de mantener la compostura, pero al cortar la
comunicación, al quedarse sola, el silencio y la penumbra en la que se
encontraba la casa la estremeció.
Se acercó a un
ventanal y quedó asombrada por la cantidad de luces en movimiento que como
luciérnagas aparecían y desaparecían entre los árboles. Los indescifrables
sonidos de voces que se escuchaban a lo lejos y los helicópteros sobrevolando
las inmediaciones del lago, imponían una inusual y tétrica imagen del lugar.
XXX
Cuando llegó
Gustavo se abrazó a él con todas sus fuerzas y rompió a llorar
desconsoladamente. Luego arribaron Frank y Paul, y al rato Martín, Ernesto y
Daniel. Ninguno tenía para aportar algún dato esperanzador. No había pistas ni
rastros y parecía que John se había esfumado.
Daniel comentó
que los obreros estaban preparando sus bártulos para abandonar el lugar por la
mañana siguiente, “están aterrorizados, y lo peor de todo, es que no puedo ni
siquiera darles alguna seguridad sobre el inicio de las obras...”
Frank, con su
frialdad habitual, evaluó que “ahora, además, se va a desatar una feroz campaña
en contra del proyecto y de repudio por la represión, que va a dejar muy poco
espacio para seguir adelante. Los medios de comunicación van a tratar el tema y
el poder político va a estar más limitado para apoyarnos”.
Lucila sintió
que esos comentarios le producían náuseas. No había otra cuestión que le
importara por fuera de saber el paradero de John y tener algún indicio de su
suerte. Qué valor podían tener ahora esas informaciones y pronósticos. Pensó
que a pesar de los dramas y pesadumbres que produce el hundimiento de un
proyecto, había como una constante necesidad en los seres humanos de recurrir a
trivialidades, negando las tragedias y el dolor hasta el momento de su
consumación.
No podía
soportar la conversación, se mantuvo ensimismada, de pie junto al ventanal. No
escuchó el sonido del teléfono, y sintió alivio al saber que Frank fue el
encargado de dar las escasas explicaciones disponibles en el parte informativo
reclamado por un desconsolado y balbuceante padre.
Avanzada la
madrugada, llegó Patricio con cara de desaliento. Todos pretendían que de sus
palabras surgiera alguna esperanza, alguna certeza, pero creció el desconsuelo:
“no se sabe nada, no encuentran nada..."
- Es la misma
historia que con los custodios -intervino Frank-. No se puede creer que la
única explicación sea la que dan los mapuches.
- Si, para ellos
es obra de Hueke Hueku, que está descontrolado y seguirá cobrando venganza en
nombre de sus sufrimientos... Respondió Patricio compungido.
Cuando comenzó a
despertar el nuevo día, los policías fueron reemplazados por un nuevo
contingente para continuar con nuevos bríos la búsqueda.
El comisario
mantenía informado al ministro que daba muestras de estar alterado por la
previsible pérdida del negocio que parecía tener asegurado. Antes de volver al
campo de operaciones, ingresó a la cabaña para dar un informe insustancial:
“vamos a seguir todo el día buscando, hasta ahora no hemos encontrado ni
huellas ni rastros... Pero no vamos a parar hasta completar toda la zona
alrededor del lago. Esa es la orden dada por el ministro.”
- ¿Ya se tiene
algún resultado de la autopsia del cadáver del custodio? Consultó Frank.
- Los primeros
resultados indican que la víctima no sufrió maltrato físico tiene todas las características de una muerte
por hipotermia. Es decir que, aunque falten profundizar los estudios, todo
parece anticipar que el hallazgo no nos aportará muchos elementos para el
esclarecimiento del caso. En una hora estará por aquí la división anfibios con
elementos como para poder hacer rastreos subacuáticos.
- Habrá que
creer en las explicaciones que dan los mapuches entonces -comentó Patricio-, la
machi explica que el dios Futachao ha hecho llegar su voluntad contraria a la
entrega del cerro Küme Huenu. Que como ha visto que los mapuches lucharon y no
pudieron conservar esos lugares sagrados, ha llegado a la tierra para
participar de su defensa y va a seguir actuando para cobrarse venganza con los
blancos y con los que colaboren con ellos. Dicen que con sus poderes adormece a
sus víctimas y luego las lanza al agua del lago o las deja a la intemperie para
que mueran, y auguran nuevos sufrimientos para los responsables del atropello a
los mapuches.
Esas palabras
fueron como un lejano murmullo para los oídos de Lucila. A pesar de la
compostura que mantenía, sentía que su cuerpo se había convertido en una
especie de caparazón vacío. El dolor era tan inconmensurable que parecía haber
destrozado sus órganos, músculos y sentidos.
En ese momento,
tuvo un rapto de lucidez y empezó a asumir que ese lugar, que siempre había
sido tan entrañablemente amado, de un plumazo había dejado de pertenecerle, se
había convertido en una tierra extraña. Un escenario donde las pasiones humanas
se habían enfrentado encarnizadamente y no dejaron nada en pie. Ese viejo y
querido paraíso se había esfumado definitivamente.
La única certeza
que tuvo fue la de haber ingresado en un terreno insondable. Todo se
desmoronaba a su alrededor, dejándola sin tierra firme donde pisar. En medio de
tanta incertidumbre, advirtió que aún no había asumido la desaparición de John
y volvió a eludir el pensamiento, como una forma de preservar su equilibrio.
Quedó inmóvil con su mirada atravesando los cristales, aferrándose a esa débil
esperanza que el imponente operativo de búsqueda mantenía con vida.
Pero, a los
pocos minutos, las lágrimas le brotaron como un torrente, empezó a temblar y un
frío intenso llegado desde los huesos raudamente fue invadiendo su cuerpo. Se
mantuvo en pie como pudo, hasta que Martín, que se había percatado de que
estaba a punto de desplomarse, la condujo hasta el sillón más próximo al fuego,
la ayudó a acostarse y la cubrió con una manta de lana.
XXXI
Al mediodía,
volvió el comisario con un hallazgo tan asombroso como inexplicable:
“encontramos este encendedor con las iniciales JWD III, en la orilla del lago, en la bahía que está
pasando las termas. No sabemos cómo pudo aparecer allí, es un lugar apartado,
hay elevaciones y pantanos en el camino... Además, no vimos ni una huella de su
paso por el lugar...Ya comenzó el rastrillaje del lago, creo que podrá
terminarse en el día de hoy o a primeras horas de mañana”.
Lucila quiso
tenerlo, lo cubrió con sus dos manos y lo cobijó junto a su pecho.
Por la tarde,
nuevamente el funcionario policial acudió a brindar informes sobre los escasos
resultados del rastrillaje y el compromiso de continuar la búsqueda con ahínco
hasta resolver el dilema.
El desconcierto
del grupo iba en aumento. Pero, a pesar de los agujeros negros producidos en
sus interpretaciones, todos sentían la necesidad de no marcharse del lugar, de
permanecer juntos para enfrentar cualquier contingencia y desplegados en los
sillones del gran salón pasaron la noche hasta que la luz que inauguraba la
mañana despertó su avidez por conocer las novedades.
Los llamados
telefónicos no pudieron dilucidar las incertidumbres y trataron de encontrar
consuelo en el desayuno.
A media mañana,
la llegada de varios vehículos y el ruido de los portazos de los policías que
descendieron agitaron al staff en medio del desasosiego de ese frío día.
Los uniformados
rápidamente se dirigieron a la cabaña para informar que habían encontrado los
cadáveres de John y los dos custodios.
A John lo
ubicaron en el rastrillaje que estaban realizando en el bosque de las termas.
"Estaba recostado sobre un tronco en posición fetal -afirmó el comisario-
y es evidente que no pudo soportar el frío nocturno".
En tanto, los
buzos pudieron detectar los cuerpos de los custodios en un punto alejado del
lago. “Después del tiempo transcurrido, va a ser muy difícil poder determinar
si fueron arrojados allí o en otro lugar y fueron arrastrados por las
corrientes”, agregó el funcionario policial.
Al cabo de una
hora, los cuerpos estaban tendidos sobre el hall de la cabaña, no mostraban
signos de violencia. Mientras los custodios estaban con sus extremidades
extendidas, John había quedado recostado, con sus manos a manera de almohada,
su rostro no manifestaba síntomas de terror o de asombro y parecía hasta
insinuar una leve sonrisa.
Lucila lloraba
arrodillada sobre el cuerpo de su amado, con los brazos extendidos y la cabeza
cubierta por su rubio cabello, sólo podía trasmitir su sufrimiento a través de
leves sonidos y jadeos de su cuerpo. No podía contener su desolación y así se
mantuvo durante unos minutos, hasta que Gustavo acudió a levantarla y a
ayudarla a sentarse en un sillón.
Cuando su rostro
se hizo visible, en su semblante se descubrió una caricatura dolorosa de la
joven aplomada que magnetizaba las miradas. Luego, pareció que sus lágrimas se
fueron agotando, se quedó inclinada sobre el apoyabrazos del sillón, con la
mirada perdida y desconectada de los que la rodeaban.
Un nuevo llamado
del padre de John, atendido por Frank, ante las primeras explicaciones de lo
acontecido, desembocó abruptamente en un prolongado silencio del lejano
interlocutor. El intento de Frank por obtener alguna respuesta fue infructuoso.
El comisario se
acercó a Frank, Paul y Gustavo para informarles sobre las gestiones a seguir.
El personal policial retiraría los cuerpos para remitirlos a la morgue judicial
y estimativamente al cabo de 24 horas se podrían tener las primeras
conclusiones de los médicos forenses. Una primera impresión del jefe policial
indicaba que “todo parece ser similar al hallazgo anterior, no hay indicios de
violencia, los cuerpos no tienen apariencia de heridas o golpes, tampoco hay
sustracciones o evidencias de robo. Los custodios tienen sus armas y efectos
personales, el señor Doyle conserva su valioso reloj, su anillo y dinero en el
bolsillo. Aparentemente, los decesos se produjeron también por hipotermia. Si
se confirma esta presunción será muy difícil que podamos avanzar en las
investigaciones y todas las sospechas quedarán en el terreno de las conjeturas.
Ahora debemos esperar la labor de los expertos…”
Al retirarse los
policías con su trágica carga, los presentes quedaron distribuidos por los sillones de la amplia
sala sin que nadie insinuara el más leve intento de romper el silencio.
Ensimismados, preferían quedarse con sus propios pensamientos y especulaciones.
La mayoría de las preocupaciones se centraban en las consecuencias individuales
que se derivarían del fin del proyecto y como podrían reencauzar su labor
profesional.
Lucila
continuaba en su estado de ausencia, afectada por un mundo que se le había
desplomado sobre sí.
XXXII
No hubo más
llamados desde Manhattan. El cansancio fue haciendo mella en los integrantes
del grupo y se fueron quedando dormidos en los sillones del living.
Con las luces
del nuevo día, comenzaron a marcharse los obreros. Los camiones y maquinarias
quedaron inmóviles al costado del camino.
Al promediar la
mañana, llegó el jefe policial para informar que todas las presunciones se
vieron confirmadas por las autopsias. Que era imposible encontrar alguna huella
que pueda convertirse en pista. “Parecería que todo fuera obra de un cerebro
superior que pensó en todos los detalles para que las investigaciones se
orientaran a un callejón sin salida. Lo único que queda son los
interrogatorios, pero con el hermetismo y la economía de palabras que ejercitan
los mapuches estimo que será muy difícil resolver este caso”.
Para Lucila, que
se había incorporado del sillón y estaba de pie, mirando sin mirar desde un
rincón del enorme salón, esas explicaciones carecían por completo de valor. El
dolor que sentía era tan grande que le resultaba indiferente conocer al responsable
de los crímenes, porque no le aportaría ningún consuelo ni sosiego.
Sólo Gustavo
quedó en pie y se acercó a Lucila, que seguía cruzada de brazos y con la mirada
perdida, para abrazarla e intentar trasmitirle un alivio a su congoja. Se
quedaron en silencio, acompañándose en esa visión extraña de un paisaje que
alguna vez aparentó ser la tierra prometida.
La imagen de
Lucila se había trasmutado, estaba pálida y demacrada, su vestimenta ya no
lucía el cuidado de otros días, su cabello estaba desordenado y su rostro
abandonado a las contingencias dramáticas que se abalanzaron sobre ella. Su
mirada contagiaba un dolor ante el que era imposible permanecer indiferente.
Comenzó a balbucear algo indescifrable. Los sonidos golpearon en las paredes de
una casa más silenciosa que nunca. Poco a poco, las palabras fueron tomando
forma.
- Vivimos una
curiosa guerra, que nos fue devorando sin tregua… Tan cargada de insensatez
como cualquier otra, pero donde todos fuimos derrotados... Tal vez, fue como un
espejo en el que los hombres algún día se podrán mirar...
GLOSARIO
Antul: nombre de
pila que significa sol.
Araucaria: es un
árbol de gran porte que crece en las
laderas de la cordillera de los Andes. Es originario de América del Sur y
Oceanía. Sus ramas son verticiladas y hojas coriáceas, es conocido en la Patagonia también con el
nombre de pehuén. Sus semillas, denominadas piñones, son ricas en proteínas e
hidratos de carbono y constituyen, aún en la actualidad, el alimento por
excelencia de los mapuches.
Existen, en la
región patagónica, bosques petrificados de 150 millones de años de antigüedad
de esta especie vegetal. Los antepasados de la araucaria superaron los cien
metros de altura y tenía un ciclo vital superior a los mil años.
Baqueano: es un
conocedor de accidentes y peligros de un determinado lugar y al que se acude en
auxilio para transitarlo.
Calafate:
arbusto espinoso de la zona andino patagónica. Sus frutos esféricos, pequeños,
de una oscura tonalidad violácea, dan cuerpo a una difundida leyenda que sostiene
que quien los come deberá regresar a la zona o nunca la podrá abandonar
definitivamente. También son utilizados
para la elaboración de mermeladas, licores y helados.
Campaña del
Desierto: bajo esa denominación se conoce en la historia argentina las campañas
llevadas a cabo por el Ejército contra los pueblos originarios de la Pampa. El propósito fue
despejar ese extenso territorio de los nativos para poder colonizarlo e
incorporarlo a la producción agropecuaria.
El general Julio
Argentino Roca, promotor de la campaña contra los indios pampeanos, así exponía
ante el Congreso Nacional su plan: “En
la superficie de quince mil leguas que se trata de conquistar, comprendida
entre los límites del río Negro, los Andes y la actual línea de fronteras, la
población indígena que la ocupa, puede estimarse en veinte mil almas, en cuyo
número alcanzan a contarse de 1800
a 2000 hombres de lanza...
Su número es
bien insignificante en relación al poder y a los medios de que dispone la Nación. Tenemos
seis mil soldados armados con los últimos inventos modernos de la guerra, para
oponerlos a dos mil indios que no tienen otra defensa que la dispersión, no
otras armas que la lanza primitiva”.
El general Roca
fue el “héroe” de la denominada “Conquista del Desierto”, un desierto poblado
por “veinte mil almas”.
El exterminio de
los indios pampeanos fue aprobado por la
oligarquía bonaerense. Como consecuencia de ese despojo sangriento, 1843
personas se repartieran 41.787.023 hectáreas de la mejor tierra
argentina, entre 1876 y 1903.
El presidente
Miguel Juárez Celman, en 1888, justificó con argumentos racistas la distribución de tierras efectuada: “Dicen
que dilapido la tierra pública, que la doy al dominio de capitales extranjeros:
sirvo al país en la medida de mis capacidades. Pellegrini mismo acaba de
escribirme que la venta de 24 mil leguas sería para instalar una nueva Irlanda
en la Argentina.
¿Pero no es mejor que estas tierras las explote el enérgico sajón y no que
sigan bajo la incuria del tehuelche?”.
Canelo: árbol de la familia de las
magnoliáceas, propio de los bosques andinos. Es ornamental y su corteza tiene
propiedades medicinales. Es una especie considerada sagrada por los indígenas
de la región.
Capitanejo: es
la tercer jerarquía de la dirigencia tribal de los mapuches.
Catrileo: nombre
de pila que significa río cortado.
Coihue: árbol de
gran porte y de hojas perennes, que crece en los bosques australes argentino
-chilenos.
Choiquepurrun:
es una danza típica de la ceremonia del Nguillatún. Comienza con el galope
alrededor del centro ritual, rehue. Los jinetes se acercan a los bailarines y
simularán una persecución, acompañados por el ritmo del cultrún.
Es la danza del
avestruz, los bailarines corren agitando su poncho a la manera de las alas del
animal.
Una vez rodeada
la ramada, los jóvenes, que llevan puesto un tocado de plumas de esa ave y el
cuerpo totalmente pintado, inician el baile contorneándose y golpeando el suelo
con sus pies.
Una trompeta
natural de caña ahuecada acompaña al cultrún con sus primitivos sonidos.
Chucao: ave muy
común en los lugares más húmedos de los bosques cordilleranos patagónicos.
Tiene la cola erecta, su cuello y pecho cubierto de plumas rojizas, el vientre
blanco con manchas negras y el dorso pardo. Tiene un grito muy estridente, la
característica de ese sonido dio origen a su nombre.
Guaiquil: nombre
de pila que significa flechero.
Guanaco:
mamífero de la familia de los camélidos,
original de Sudamérica. Habita los valles y laderas de las inmediaciones
de la cordillera andina. Estos animales
resultaron vitales para los indígenas patagónicos, proporcionándoles alimento,
vestimenta y vivienda.
Huemul: es un
ciervo original de la
Patagonia. Es muy robusto y de color pardo intenso. Es muy
buen nadador.
En invierno, al
igual que los guanacos, descienden de las altas praderas para buscar refugio en
los bosques y alimento en los valles.
Inal lonco:
significa a las orillas de ser cabeza. Es el segundo nivel de la dirigencia
mapuche luego del cacique.
Kultrun:
instrumento de percusión característico de los mapuches, hecho con madera y
cuero tensado.
Küme Huenu: es
otra denominación que puede adoptar el dios mapuche, quiere decir “lo bueno del
cielo”. Es parte de sus creencias que relatan su aparición entre los hombres.
Lenga: es una especie
arbórea típica de los bosques subantárticos y puede extenderse por las laderas
montañosas hasta más allá de los mil doscientos metros de altura. Su porte
supera los treinta metros, en un proceso evolutivo muy lento, alcanzando su
madurez luego de los cincuenta años. Sus hojas alcanzan un tono rojizo muy
pintoresco en otoño, para caer en invierno.
Lonco: cabeza de
la comunidad, jefe o cacique.
Machi: curandero
o chamal, es quien atesora conocimientos ancestrales que sirven para remediar
las dolencias y malestares anímicos de los integrantes de la comunidad. En la
actualidad casi siempre es una mujer.
Mapuche: es un
pueblo originario de América del Sur. Esa denominación significa gente de la
tierra, en su lengua mapu es tierra y che es gente.
Su territorio se
extiende a ambos lados de la cordillera de los Andes, en la zona central de
Chile y las provincias del norte patagónico
argentinas.
Cuando los
conquistadores hispanos llegaron al sur del continente, en el siglo XVI,
encontraron una población nativa de alrededor de un millón de personas, que se
autodenominaban mapuches.
Fueron
considerados evolucionados desde el punto de vista lingüístico, en su lengua
tenían denominación las estrellas, animales, insectos, peces y hasta las
piedras. Contaban con un importante conocimiento empírico de las especies
vegetales.
En otoño y en
verano realizan sus rogativas o fiestas religiosas (Nguillatun o Kamaruco) para
agradecer a la tierra.
Su principal
actividad de subsistencia era la caza, además la pesca y recolección de los
frutos del pehuén. Los piñones se
almacenan y con ellos se preparan comidas y bebidas. Pese a los cambios
producidos, estas formas de subsistencia se han mantenido hasta la actualidad,
incorporando la cría de animales y el cultivo de la tierra.
Melipillán:
significa cuatro espíritus.
Millalonco:
significa cabeza de oro.
Nguillatún: en
los primeros días de Febrero, la comunidad mapuche en pleno abandona sus
hogares para emigrar hacia donde se lleva a cabo este ritual. Se produce un
verdadero éxodo en el que colchones, mantas, camas, ropa, alimentos, al igual
que mesas y sillas, son transportados hasta el sitio donde tiene lugar el
ritual.
Durante cuatro
días los aborígenes de diferentes comarcas se reúnen para pedirle al dios
Futachao progreso y bienestar.
Una vez
demarcado el círculo ceremonial, se disponen las ramadas. Estas tolderías serán
el único cobijo que tendrán durante esos días de festejo. Frente a las ramadas
se prepara el fuego en el que se cocinan corderos y cabras.
Según las tradiciones,
en cada Nguillatún se debe sacrificar la mejor yegua de toda la comunidad para
que su sangre se junte con "mapu", la tierra, como rito de
fertilidad.
Al preparar la
ceremonia, los más jóvenes son los encargados de capturar a los animales que serán
sacrificados.
Se colocan
banderas y ramas como símbolos de fertilidad y prosperidad, que serán llevadas
por los niños sagrados, conocidos como "pidiche".
La festividad
religiosa comienza con el canto de las ancianas, al que llaman
"tael". La caravana de jinetes avanza desde una distancia de 400 metros , y son
precedidos siempre por los niños. La columna sigue lentamente hacia el círculo
ceremonial, al compás de los sonidos del cultrún.
De pronto, los
jinetes se lanzan a rienda suelta galopando en círculo. Dan cuatro vueltas
profiriendo gritos para alejar a los espíritus malignos.
Cada mañana el
llamado del kultrun anuncia la nueva jornada. Los niños sagrados se alistan en
sus caballos para intervenir en los rituales, precediendo a la columna de jinetes,
y los bailarines comienzan a ejecutar sus danzas.
Durante el
amanecer del último día del ritual, se enarbola una bandera negra como signo de
ruego por las abundantes lluvias.
Al final se
lleva a cabo la ceremonia del sangrado de los corderos, en la que intervienen
todos los integrantes de la comunidad.
En medio de los
gritos, las ancianas continúan elevando sus súplicas, mientras la sangre se
mezcla con jugo de piñones de araucaria, que luego se arroja sobre los corderos
sagrados y al viento. La actitud de los corderos al momento de su suelta
determinará el porvenir de la comunidad para el año que se inicia.
El ritual del
último almuerzo será compartido por todos en un mismo espacio, a diferencia de
los días anteriores en que cada familia comió frente a su ramada.
Sobre la cumbre
de un cerro cercano, los últimos ruegos acompañan las instancias culminantes
del Nguillatún.
Ñandú: es un ave
corredora típica de los llanos patagónicos y pampeanos, similar al avestruz
pero de menor envergadura. Una de las dos variedades, más pequeña, es conocida
con el nombre de choique, alcanza una
altura de un metro sesenta centímetros.
Puma: es un
felino característico de América que puede encontrarse en todas las zonas
montañosas. Es muy ágil y excelente cazador. Su piel es de color pardo.
En la zona
patagónica su alimento preferencial es el guanaco y suele acompañar los
circuitos migratorios de las manadas.