A
Juan Carlos Bache
(Asesinado por los
matones de la burocracia sindical el 21-08-1973)
Juan Pablo Lobos
(Secuestrado y
asesinado por la Triple A el 12-02-1976)
Pablo Villanueva, 03-11-1977
Segundo Figueroa, 29-12-1976
Felicidad Abadía
Crespo, 02-11-1977
Dominga Abadía
Crespo, 02-11-1977
Elba María Puente, 03-11-1977
Francisco
Palavecino, 03-11-1977
Ismael Notaliberto,
02-11-1977
Sofía Cardozo, 03-11-1977
Jorge Ozeldín,
27-10-1977
Juan Carlos
Panizza, 27-10-1977
José Agustín Ponce,
28-10-1977
Faustino Gregorio Romero,
27-10-1977
Salvador Miguel
Scarpato, 14-11-1976
Francisco Juan
Blatón, 29-05-1976
(Puesto a
disposición del PEN el 19 de abril de 1976, liberado el 13 de junio de 1977. Luego
fue secuestrado y salvajemente torturado. Falleció el 18/09/2002)
Fue una
de las fotos que más me impactó en la vida. Blanco y negro. La imagen de las
obreras ceramistas a comienzos de los 70, allá en los hornos.
Los
obreros y las obreras ceramistas eran duramente explotados. Y en este libro se
exponen las razones de la rebeldía. Hubo quienes pagaron con su vida; olvidarlos
era el peor de nuestros pecados. Por ello la frase sobre la que reflexiona un
ex dirigente es una nueva campana de atención: “el legado de ceramistas es el
de una lucha donde se compaginaron dos cosas muy lindas: la honestidad de los
que quieren ponerse a la cabeza de instituciones gremiales, muchachos honestos,
con un gran idealismo encima, con una gran pasión y gente harta de todo, que
dijo vamos a hacer una apuesta por estos muchachos”.
Cuando
Bernardo Veksler refiere su ingreso a la fábrica (la de antes) y su ingreso a
los fantasmas de la fábrica (la de ahora) uno siente el transcurrir de aquellas
fotos. Enseguida viene la pregunta: ¿cómo fue que decidieron pelear aún ante
las amenazas del gendarme asesino?
Permanecer en la fábrica hasta el mismo momento de la barbarie de
quienes se llevaron a nuestras compañeras y compañeros indica un compromiso.
La burocracia
sindical como aliada o columna vertebral del lopezreguismo es algo
sabido. La burocracia sindical como ayudante de campo de la dictadura, es otra
historia que merece la pasión de jóvenes historiadores, periodistas e
investigadores.
Soy
abogado de muchos de los familiares de los ceramistas asesinados y
desaparecidos durante la última dictadura cívico-militar-eclesiástica. Con
ellos bregamos por el juicio y castigo a los culpables del genocidio cometido,
aquel que tuvo sus rostros en los rostros de los empresarios ceramistas, los
jefes de personal, gerentes, interventores del gremio, en los sindicalistas
vendidos y, esencialmente, en los militares, policías y patotas que
cobardemente secuestraron a muchachas y muchachos militantes. A la fecha de la escritura
de este prólogo la morosa Justicia no ha citado a uno solo de los responsables
a declaración indagatoria.
Pero aquí están algunas de esas historias que, al igual que la
fotografía en blanco y negro, deben forma parte de un tomo (o miles de tomos)
de una historia argentina que debe empezar con la palabra Dignidad.
Pablo Llonto
Este libro cuenta la historia de un grupo de
trabajadores de la fábrica de cerámicos Lozadur, en Villa Adelina, en la zona
Norte de la Provincia de Buenos Aires, en los años 70. Aunque incluye
referencias a procesos previos y posteriores, su foco central está puesto en
años claves de la historia argentina, aquellos que van desde 1973, una etapa de
auge de la militancia y organización, hasta los primeros años de la dictadura,
que marcaron el pico represivo y disciplinador contra los trabajadores. Como su
título lo indica, recupera el proceso de lucha, organización y militancia, los
ideales e utopías que sostenían esa militancia, y la fuerte política represiva
que recibieron en respuesta a él. Lo hace, además, explicitando y reivindicando
su participación en este proceso, trabajando en varios registros simultáneos
que incluyen una contextualización política general de algunas etapas clave,
aspectos de la historia y trayectoria empresaria, características del proceso
de trabajo en la fábrica, hitos de la militancia política y sindical a partir
de testimonios y fuentes de prensa, y el registro de las propias experiencias,
vivencias y recuerdos.
Por su temática y enfoque confluye con las
líneas de interpretación que señalan la imperiosa necesidad de cruzar y
complementar los análisis del período centrados en dimensiones políticas, que
han enfatizado el papel de las organizaciones políticas y político-militares y
de las fuerzas armadas, con otras investigaciones que ponen su foco en las
transformaciones económicas y sociales y en la historia de los trabajadores.
Desde estas visiones es necesario contribuir a visibilizar la complejidad de
esta historia reinstalando la dimensión de la relación entre capital y trabajo
no sólo a nivel nacional, sino también regional e internacional, en una etapa
de profundos cambios del capitalismo global. La historia de estos trabajadores
ceramistas contada aquí es, desde esta perspectiva, parte de un proceso
histórico más amplio. Por un lado, son parte integrante de una larga historia
de organización y militancia que se lleva adelante en una etapa de enorme
movilización política y social. Los avances de la organización en la fábrica se
producen en un contexto de radicalización de sectores importantes de la clase
trabajadora no sólo a nivel nacional sino también en América Latina y el mundo,
que tuvo en nuestro país hitos muy significativos como el Cordobazo y el
Viborazo, y que llevó a la articulación y consolidación de un arco de
movimientos y agrupaciones combativas.
Por otro lado, los ceramistas también
sufrieron un fuerte proceso de represión y disciplinamiento social, en un
contexto de fuerte cambio estructural. Como en muchos otros casos de trayectorias
obreras, el golpe de estado del 24 de marzo de 1976 constituyó un punto de
inflexión en la historia de los ceramistas, incluso teniendo en cuenta el
impacto de la dinámica represiva de la etapa inmediatamente anterior, que
debilitó y atacó los intentos de organización y militancia de base y que sin
dudas debe incorporarse a la discusión sobre la cronología de la represión
obrera. Son visibles en el texto las marcas que dejaron en las historias y
trayectorias de los ceramistas las transformaciones profundas que se operaron
en la dictadura. No sólo en lo que se refiere a la política represiva que los
afectó directa y brutalmente, sino también a las políticas laborales que
buscaron erosionar décadas de conquistas y logros obreros, y a las políticas
económicas que alteraron en forma muy significativa las relaciones entre
patronales y trabajadores, transformando las condiciones de vida y de trabajo
de estos últimos. Esta historia debe leerse entonces como enmarcada en un
proceso que marcó el final de la industrialización sustitutiva, que había sido
durante décadas el núcleo central del desarrollo económico, y que dio paso a
partir de mediados de los años 70, a una etapa de desindustrialización y
reestructuración industrial, crecimiento exponencial del endeudamiento externo
y auge de la valorización financiera. Desde esta perspectiva entonces, no se
narran aquí únicamente trayectorias individuales, sino sucesos estrechamente
vinculados y entretejidos con procesos de gran importancia no sólo para nuestra
historia sino también para nuestro presente.
El relevante material incluido en el libro
tiene un enorme potencial de diálogo con otros estudios de caso y análisis
generales en una serie de cuestiones vinculadas con la historia política y
sindical del período. Incluye análisis y percepciones sobre la experiencia de
proletarización, y sus trayectorias como trabajadores y militantes, y provee
además una visión de la forma que tomaron en este caso los conflictos
intra-sindicales, la confrontación entre bases y liderazgos poco
representativos que buscaron disciplinar y controlar a los trabajadores que
intentaban organizarse en forma autónoma y democrática. Incluye un análisis de
aspectos vinculados con las condiciones de trabajo, salubridad y condiciones de
vida de los trabajadores, que puede resultar interesante para contribuir con un
estudio más amplio de las condiciones de trabajo en la industria durante la
segunda etapa de la industrialización por sustitución de importaciones (ISI).
Hace referencia además a la dinámica territorial en la región en la que estaba
inserta la fábrica, la zona norte, que tuvo una larga e intensa historia de
militancia y organización obrera en la época, a la cronología y forma de la
represión en la zona, así como a otro tema central: las distintas formas
de complicidad patronal en la represión
a los trabajadores, y los impactos de la misma en las relaciones laborales y
las formas de organización a partir de la dictadura. Aunque muchas veces en forma
implícita, el libro construye un contrapunto entre dinámicas nacionales y
relaciones específicas del caso, lo que llama a trabajar en una articulación
mayor con otros casos y dinámicas para volver a reconfigurar una historia más
compleja.
Quizás uno de las líneas más interesantes
para retomar del libro sea el material que incluye, en forma de testimonios,
reflexiones y análisis, sobre una tradición que asumió una forma
particularmente relevante y rica en la Argentina: la importancia y extensión de
la organización sindical de base, es decir de los delegados y las comisiones
internas en diversas actividades económicas y que adquirieron particular fuerza
y protagonismo en la industria. A lo largo del texto se incluyen referencias de
distinto tipo al papel de los delegados, a las tensiones y contradicciones que
los cruzan, a la difícil y contradictoria relación con sectores de la
dirigencia sindical y al papel importante de los representantes sindicales de
base en la organización de los trabajadores. Se destaca en particular la
importancia de las figuras de los delegados para los compañeros trabajadores,
su papel frente a la patronal y su potencialidad de articulación,
enfrentamiento y discusión del papel de los sindicatos.
Por último y no por eso menos importante,
creo que un logro significativo de este libro y de su autor es la transmisión
de una experiencia de organización, de militancia y de vida. El libro tiene
como objetivo y núcleo central la recuperación de las voces de los trabajadores
y militantes, incluyendo la propia, voces que en tantas otras ocasiones han
sido olvidadas o no han llegado a ser sistematizadas y a ponerse en diálogo.
Hay aquí un enorme esfuerzo en ese sentido, y una apuesta a recordar a los
distintos protagonistas de esta historia, dedicando una especial energía a la
historia de los compañeros muertos en este proceso, a cuya memoria se dedica el
trabajo. En suma, este libro y su apuesta por un abordaje de la experiencia
histórica de muchos de sus protagonistas hace una emocionante convocatoria no
sólo a escuchar y multiplicar estas voces, sino también a profundizar la
investigación histórica sobre estos procesos y a partir de estos elementos para
la construcción de un futuro en el que los trabajadores tengan el lugar que se
merecen.
Victoria Basualdo (CONICET-FLACSO). Buenos
Aires, septiembre de 2013.
El
testimonio de Bernardo Veksler, se comparta o no su análisis político, tiene la
riqueza de la fuente testimonial, del relato de la experiencia personal del
autor, que contribuye a la reconstrucción y análisis de la historia de la clase
obrera argentina en un momento particularmente importante de nuestra historia:
el momento en que se dirimió el enfrentamiento social que definió la naturaleza
y fisonomía de la sociedad argentina de las siguientes décadas y hasta la
actualidad. Más allá de la voluntad de los sujetos involucrados en esa lucha o,
mejor dicho, determinada esa voluntad por las condiciones sociales y políticas
construidas en los veinte años anteriores, la confrontación se desarrolló
utilizando todos los instrumentos disponibles, incluyendo las armas.
El momento histórico
La
situación política argentina en la década del setenta, en que se localiza el
relato de Veksler, se constituyó a partir del agotamiento de los cien años de
desarrollo del capitalismo argentino en extensión, lo que sumió a la sociedad
en una crisis sin solución en los marcos establecidos. Este agotamiento, cuyas
manifestaciones se hicieron observables desde mediados de la década de 1950,
dio lugar al desarrollo capitalista en profundidad, con la consiguiente
expropiación y repulsión de fracciones sociales de los espacios que ocupaban y
el avance del capital más concentrado sobre esos territorios. La resistencia a
este avance, combinada por momentos con los intentos por construir una sociedad
que superara la forma de organización social capitalista dio lugar a la
confrontación entre tres fuerzas sociales en diferentes grados de desarrollo, que se fueron formando en las dos décadas anteriores y que dirimieron
en ese momento cómo sería la sociedad argentina a partir de allí.
Esas
fuerzas sociales expresaban los intereses contrapuestos de las clases sociales
fundamentales en la Argentina del período, y luchaban por imponerlos al
conjunto de la sociedad, postulando tres formas distintas de organización
social. Las tres fuerzas contaban con cuadros sindicales, políticos,
intelectuales, religiosos y militares: como ocurre en los momentos históricos
en que se define la naturaleza de una sociedad, cuando está en juego el lugar que ocuparán, y
aun la existencia misma, de clases y fracciones sociales, las fuerzas sociales
confrontadas utilizan todos sus recursos y la situación se define mediante el
uso de la fuerza. La confrontación armada pasó a ocupar un
lugar central en las relaciones de fuerzas en Argentina, que transitaban su
momento militar[2].
La burguesía, personificación del
capital más concentrado, la oligarquía financiera, asociada y entrelazada con
el capital concentrado a nivel internacional, condujo a
una parte de la pequeña burguesía y de la burguesía agraria, y su programa expresó y propugnó
el desarrollo del capitalismo en profundidad. Su lucha se insertó en la
ofensiva capitalista desarrollada en todo el mundo desde comienzos de la década
del setenta dirigida a contrarrestar la caída de la tasa
de ganancia y el avance de las luchas obreras, populares y de liberación
nacional en la década anterior; y buscó imponer la “economía de mercado”, la “apertura al mercado
mundial” y el “libre juego de la competencia” que refuerza el poder del más
fuerte, el poder monopólico del capital más concentrado. Pero el programa de la oligarquía financiera que se presentó como “desregulación
de la economía” no fue más que un cambio en la forma en que la economía estaba
regulada, asignando espacios económicos a determinados capitales en detrimento
de otros, fijando salarios y condiciones de trabajo así como el tipo de cambio
y demás indicadores económicos, en detrimento de los asalariados y la masa
trabajadora en general, ratificando en los hechos, contrariamente a lo que discurseaban sus
cuadros políticos e intelectuales, el carácter dominante del capitalismo
monopolista de estado (que en un país capitalista es la regulación
de la actividad económica por los grupos económicos monopolistas, mediante
políticas de gobierno) en la formación social argentina.
A este programa de
“modernización” se contraponía el interés de la burguesía, personificación de
capital menos concentrado, que defendía su espacio en el mercado interno,
amparada por un andamiaje de subsidios y protecciones desde el aparato estatal
que le permitían subsistir, y que la oligarquía financiera se proponía eliminar
o, más bien, dirigir en su propio favor. El interés de esta burguesía menos
concentrada, aunque de ninguna manera débil o pequeña, conducía a esta segunda
fuerza social, que detentaba el gobierno nacional desde
1973, y que soñaba,
al menos en su discurso, con un retorno a la Argentina de 1945 – 1955, presentándose, aunque en nuevas condiciones, como la recreación de la
alianza social que había tomado la forma política de peronismo. Si bien estaba
conformada por una burguesía, personificación de capitales menos concentrados,
que también tenía
sus lazos con capitales transnacionales, su base social era la parte mayoritaria del movimiento sindical, aunque hubiera en éste quienes
buscaban ya un lugar en la Argentina del capital financiero; su programa era
una cierta defensa de su territorio productivo y, fundamentalmente, el “pacto
social” entre las organizaciones empresarias, la burocracia estatal y el
movimiento sindical. Este último, en el que, como en todas las instituciones de
la sociedad burguesa, había una fuerte tendencia a la burocratización, estaba
conducido, en su mayor parte, por cuadros que mantenían su poder de
convocatoria pero que enfrentaban una creciente disputa de su poder desde
comisiones internas y cuerpos de delegados de fábrica, a las que respondieron,
en muchos casos, como lo describe el libro de Veksler, con
las armas, a veces en enfrentamientos abiertos pero en otros casos mediante las
acciones de la Alianza Anticomunista Argentina, la fuerza armada auxiliar
clandestina del gobierno, dirigidas contra quienes subvertían el orden
capitalista.
Porque el proceso de profunda
transformación que estaba recorriendo el capitalismo argentino, creó, a la vez,
las condiciones para que comenzara a constituirse una
tercera fuerza, que propugnaba, por diversas vías, la superación del
capitalismo y planteaba como meta el socialismo. Esta fuerza tenía su base en
una parte de la clase obrera y el pueblo, que a la vez que sufrían los embates
del avance del gran capital y luchaban contra sus efectos, comenzaban a
proponerse la continuidad de sus propias luchas y, por consiguiente, la
subversión del orden capitalista establecido.
En
determinados enfrentamientos sociales concretos toda la clase obrera organizada
sindicalmente se movilizó conjuntamente, como ocurrió frente al llamado “Rodrigazo”,
cuando la oligarquía financiera realizó, por medio de sus
cuadros políticos, un intento por imponer la política afín a sus intereses. Las
huelgas generales convocadas por la CGT el 27 de junio de 1975, cuando una parte de los
trabajadores ya habían parado su trabajo y ganado las calles, y el 7 y 8 de julio, fueron las primeras huelgas generales convocadas contra políticas de
un gobierno peronista[3].
Pero la tendencia conducía a que
la lucha se dirimiera entre quienes
defendía lo fundamental de la forma de organización social vigente (donde
confluían tanto las personificaciones del capital industrial, incluyendo a la
mayor parte del movimiento sindical, como del capital financiero) y quienes
pretendían una transformación radical de la forma de organización social.
Finalmente la fuerza conducida
por la oligarquía financiera se impuso sobre las otras dos, desplazando a una
del gobierno, aniquilando a la otra e imponiendo por la fuerza de las armas el
programa que la movilización obrera había logrado frenar en 1975. La clase
obrera y sus organizaciones de todas las tendencias fueron blanco privilegiado
de la fuerza triunfante: la disolución de la CGT, la
intervención de sindicatos, la detención de dirigentes, el secuestro y
desaparición de militantes, fueron acompañadas por la presencia de tropas en
las fábricas y una legislación que prohibía el “paro, interrupción o
disminución del trabajo o su desempeño en condiciones que de cualquier manera
puedan afectar la producción”[4].
El libro
Este
testimonio describe la experiencia de los trabajadores de una industria específica,
la de la producción cerámica, en una fábrica de primera línea, durante la
primera mitad de los años ’70. Experiencia que refiere a los distintos ámbitos
en que se desarrollaba la vida de esos trabajadores, desde su participación en
el proceso de trabajo hasta su militancia sindical y política, analizados desde
la perspectiva actual del autor.
Pero
también se extiende a la historia de una fábrica, de un ramo productivo y de la
zona norte del Gran Buenos Aires, en particular en el partido de Vicente López,
que en su momento constituyó un verdadero polo fabril, con una numerosa
población obrera. La descripción de la vida en la fábrica, que muestra un
proceso de trabajo en que se combinaban la manufactura (basada en la destreza o
en la fuerza física del obrero) y la industria (basada en la poder de la
máquina), enfatiza las condiciones insalubres en una de las empresas más
importantes dentro de la producción de cerámica que, sin embargo, terminó
sucumbiendo frente a la competencia de la producción importada.
La descripción del trabajo en la fábrica es la
puerta de entrada para conocer cómo se desarrolló la militancia sindical y
política de un estudiante proletarizado, no sólo en la lucha por mejorar las
condiciones en que los trabajadores entregaban su fuerza de trabajo, incluyendo
el respecto a su dignidad, sino también en el intento por construir una
sociedad socialista. El libro contiene vívidos relatos de los enfrentamientos y
alianzas entre las distintas corrientes políticas y sindicales que aspiraban a
orientar la lucha de los trabajadores e imponer modelos de país diferentes y
por vías diferentes, no sólo en la fábrica sino en la Federación Obrera
Ceramista de la República Argentina (FOCRA) y en el conjunto del movimiento
obrero.
El
relato muestra como fue desarrollándose la lucha y organización de los
trabajadores en la fábrica y en toda la rama ceramista; las cambiantes
condiciones en que se desarrolló esa lucha; la construcción de su fuerza moral
en el momento ascendente de la lucha y la perduración de esa fuerza moral
cuando la ofensiva pasó a manos de su enemigo; la vida de los militantes,
amenazados de muerte y perseguidos; la continuación de la resistencia en la
fábrica cuando ya el imperio de la fuerza material regía la vida del país y el
aniquilamiento de muchos de esos resistentes mediante el secuestro y la
desaparición.
El
libro es, en realidad, un homenaje a esos trabajadores que, aun en las
circunstancias más desfavorables mantuvieron su cuerpo de delegados e
intentaron sostener las conquistas logradas.
Vaya
a ellos también nuestro homenaje.
Nicolás
Iñigo Carrera
Octubre
de 2013
Entre los obreros
ceramistas asesinados y desaparecidos hubo quienes tuvieron un rol dirigente y gran
predicamento entre sus compañeros de trabajo, aunque muchos de ellos se sumaron
como activos participantes a un proceso de movilizaciones que arrancó desde
niveles de explotación inauditos y de indefensión total.
En el atraso
encontraron la fuerza para intentar pegar el salto hacia la dignidad y soñaron
que era posible superar todas las contingencias que se erigieran en su camino.
Esta semblanza en
memoria de estos aguerridos compañeros comienza, por proximidad y afinidad con
el autor, por Pablo Villanueva.
Fue un luchador y
un líder nato. Aunque no contaba con antecedentes gremiales, y a pesar de haber
vivido un salto desde su apacible terruño riojano a la gran industria
bonaerense, demostró aptitudes notables para desempeñarse en representación de
sus compañeros.
Desde su puesto de
delegado presentó una batalla encarnizada contra la modalidad del trabajo a
destajo, impuesta por la alianza patronal-sindical. Fue un defensor
inclaudicable de la democracia sindical, de las decisiones discutidas y votadas
en asamblea así como de su puntual cumplimiento y de la insistencia paciente
por hacer comprender a sus compañeros los mecanismos perversos de la
explotación. Su valentía y capacidad de resistencia no tuvieron límites: fue
quien asumió la conducción del movimiento que en plena dictadura militar se
animó a reclamar por los deprimidos salarios. No se doblegó frente a los
militares que ocupaban las jerarquías del Ministerio de Trabajo ni ante los
uniformados interventores del gremio ceramista. Tanta insistencia en la defensa
de los intereses obreros no fue tolerada por los genocidas, que se encarnizaron
con él. Pablo había dado sus primeros pasos en la comprensión de los mecanismos
más o menos sutiles que utiliza el capitalismo para controlar a los individuos,
así como también tomaba conciencia de la necesidad de que la clase obrera asumiera
el protagonismo para poder terminar con la explotación del hombre por el
hombre. El desarrollo de su conciencia lo llevó también a transitar los
primeros pasos de la militancia revolucionaria en las filas del Partido
Socialista de los Trabajadores, donde comenzó a hacer converger las
conclusiones empíricas que extraía de las luchas cotidianas con la comprensión
del rol que el capitalismo le asigna a los trabajadores, la necesidad de
rebelarse ante ello y proponerse la transformación de la sociedad.
Los asesinos de
uniforme abortaron el desarrollo de una personalidad al servicio de su clase,
de su capacidad de liderazgo y su habilidad para trasmitir los razonamientos
que iba descubriendo al calor de su toma de conciencia.
Jorge Ozeldín, Juan
Carlos Panizza, Faustino Romero y José Ponce eran luchadores obreros de la
fábrica Cattáneo. El primero tenía una larga trayectoria de lucha que se
remontaba a la Resistencia Peronista, el resto se sumó al proceso de luchas que
se desencadenó en el gremio encabezado por la Agrupación Evita. La patronal fue
cómplice de sus secuestros, ya que fueron consumados en horas de trabajo y en
la misma planta fabril. Salvador Scarpatto fue otra de las víctimas ceramistas,
era un joven militante de la JTP que contribuyó a la recuperación del sindicato.
Segundo Figueroa
era el dirigente máximo de Lozadur. Estaba convencido que la acción sindical
era importante, pero que las batallas decisivas dependían de las acciones
armadas. Todo indica que murió en su ley. Es posible que su compañero de
convicciones, “Cachito” Montaner, lo haya acompañado en ese desenlace fatal.
Francisco
Palavecino, Ismael Notaliberto, Dominga y Felicidad Abadía Crespo, Elba Puente
y Sofía Cardozo tuvieron distinto grado de participación y exposición, pero se
destacaron porque no dudaron al momento de dar un paso al frente y demostrar su
disposición para luchar contra la traición y la patronal.
Juan Pablo Lobos
fue un honesto delegado de sección que fue víctima de las Tres A, sin que se
pudiera esclarecer nunca las razones de su brutal ejecución.
Juan Carlos Bache
pagó con su vida haber enfrentado a la barbarie de la burocracia sindical.
Estos compañeros y
compañeras fueron parte del glorioso movimiento que erradicó transitoriamente a
los traidores del sindicato ceramista y que consumó, por vía de la acción
directa, una de las escasas ocasiones en la historia en que las bases obreras
recuperaron la organización gremial para sus prácticas democráticas.
Ellos eran muy distintos,
tenían historias y opiniones diferentes. Los unía la indignación que les
ocasionaba la falta de respuestas de la dirigencia del movimiento obrero a las
necesidades de sus bases, el solidario compromiso con las luchas obreras, su
voluntad para enfrentar la injusticia y su vocación para bregar por una
sociedad donde se respetaran los derechos de todos los seres humanos.
Con muchos de ellos
se plantearon debates y polémicas. En ese entonces, como dijo Carlos Marx, “discutimos y hasta nos peleamos con
nuestros amigos porque creemos que son eternos”. Con estos buenos
compañeros, la vida nos permitió ensayar reflexiones y compartir trincheras durante
muy poco tiempo.
Alguien dijo que la
vida es como un espejo: la actitud que se toma frente a la vida es la respuesta
que la vida misma se encargará de dar. Todos estos compañeros fueron grandes
porque pretendían reflejar, en el espejo de la vida, a un nuevo ser humano que
tuviera como motor de sus acciones la justicia, la honestidad, el interés
colectivo y un futuro común de dignidad.
Ese espejo continúa
impregnado de sus luchas e ideales; no es suficiente recordarlos por haber
ofrendado sus vidas o reclamar justicia ante la barbarie cometida, es necesario
mirarnos en ese espejo para continuar con sus proyectos altruistas y
solidarios, fogoneros de revoluciones.
***
Volver a caminar
por las ruinas de la vieja fábrica me hizo revivir infinitas historias de
sufrimientos, pasiones, alegrías y dramas; de debates, movilizaciones y tensiones vivificantes.
Las pocas cuadras
que junto a miles de compañeros recorrimos por años cada madrugada, fueron un
escenario por el que devino la vida durante décadas.
Los primeros pasos
luego de descender del colectivo, la oscuridad de la madrugada, las baldosas
rotas del kiosco, la luz mortecina de la esquina, los muros descoloridos, la familiaridad
del silencio y de sus particulares aromas matinales, eran la ambientación del
preludio del comienzo de cada jornada.
Ese sendero
habitual había sido el prolegómeno de jornadas heroicas, de broncas silenciadas
y acumuladas por décadas y de luchas memorables.
Mis pies volvieron
a tomar contacto con esos trajinados suelos y poco a poco fueron recobrando la
familiaridad olvidada.
Los recuerdos emergían
inconteniblemente: los sitios significativos, los lugares de trabajo que fueron
los mudos testigos de las incertidumbres y angustias de los compañeros ante
tantos combates y sinsabores y de las alegrías arrolladoras, de los festejos.
Los pensamientos se
sucedían a una velocidad inusitada, desordenados y con un difuso hilo
conductor. Volvían a aparecer los semblantes lozanos de los compañeros que
parecían rebelarse hasta ante el paso del tiempo. La mente se esforzaba por repasar
las historias de los que ya no están, de los vínculos que se fueron hilvanando
y fortaleciendo en ese cauce laboral común.
Las cuatro paredes
de la vieja fábrica habían brindado el entorno al escenario de innumerables
dramas individuales y colectivos. Las decrépitas instalaciones incorporaron
penurias ilimitadas a la cotidianeidad.
A pesar de todo
ello, la fábrica fue una necesidad que enlazó a miles de vidas, no sólo en la
lucha por la subsistencia, sino también por los lazos casi familiares que se
fueron estableciendo entre los actores.
Aún en esas
condiciones extremas y críticas se forjaron relaciones amistosas y solidarias.
Una pequeña sociedad de músculos, nervios, dramas y anécdotas constituyeron la
historia jamás escrita de esas infinitas vivencias comunes.
I
Caldero de sufrimientos y
riquezas
Tenía 24 años
cuando traspasé por primera vez los portones de la fábrica, en busca de
insertarme en un gremio que había dado luchas fenomenales en los últimos meses.
Llevaba entonces un
lustro de militancia revolucionaria: mis primeros pasos fueron en una
agrupación de la Facultad de Ciencias Económicas. Poco tiempo después ya había
abrazado la militancia por el socialismo con todas mis energías e ilusiones.
La revolución en esos
años se veía a la vuelta de cada esquina, y las utopías tomaban forma corpórea
en cada una de las luchas obreras y estudiantiles, insurrecciones y puebladas
que se sucedían sin cesar en nuestro país y en el mundo.
Teníamos el
convencimiento de que los seres humanos se aprestaban a dejar atrás la
prehistoria de la humanidad y avanzaban decididamente hacia una sociedad que
terminaría con la ignorancia, el embrutecimiento, la explotación y la
superstición de las religiones; y que superaría todo tipo de miserias,
represiones y guerras. Queríamos demostrar a los descreídos y a los escépticos
que esta vez sí lo íbamos a lograr y que el “hombre nuevo” estaba preparándose
para salir a escena desde nuestro microcosmos militante.
Nuestra ambición
pasaba casi exclusivamente por lo colectivo, por hacer posible que la asociación
de los trabajadores permitiera realizar el inmenso sueño de trasportarnos a una
sociedad donde fluyera la conciencia sobre los fenómenos, el debate profundo
sobre sus implicancias, e hiciera de la labor productiva una conjunción
solidaria de trabajadores libres.
Los hijos del Mayo
Francés y del Cordobazo estábamos dispuestos a ser protagonistas de los cambios
ansiados y no mezquinábamos ofrendas de abnegación, desprendimiento y
solidaridad para forzar a que el horizonte soñado se acercara cada vez más a
nuestras vidas y a la de nuestros semejantes.
Cuando Adolfo, el
dirigente regional del Partido Socialista de los Trabajadores, me propuso que intentara ingresar a Porcelanas
Lozadur, en su afán de entusiasmarme con la idea, me contó de las luchas que
habían protagonizado sus obreros y que habían logrado echar a la burocracia del
gremio con una movilización por demás combativa y ejemplar. Al mismo tiempo, me
planteaba una situación que iba a ser determinante en mi decisión final: los
obreros venían ganando todos los conflictos que se producían y esa situación
generaba condiciones de legalidad para la militancia que difícilmente podría
tener en otra fábrica. No me ocultó que era muy duro el trabajo, pero que para
el partido era muy importante tener un cuadro en ese gremio de vanguardia del
movimiento obrero.
En esa época, el
ideal de todo militante proletarizado era ser parte del gremio metalúrgico,
porque existía una clara conciencia de que ahí se jugaría la batalla final contra
la burocracia sindical y el destino del movimiento obrero, por esa razón mi
primera sensación no fue de gran entusiasmo con la propuesta. Además, ya había
trabajado como obrero en una fábrica de autopartes y participado
entusiastamente de los plenarios del activismo antiburocrático de la seccional
Vicente López de la UOM, incorporándome a las voluntades que visualizaban ese
decisivo cambio.
No obstante, me
puse a averiguar sobre las movilizaciones ceramistas y verdaderamente quedé
impactado con los logros que habían obtenido en los últimos meses, sobre todo
con la defensa de su recuperada sede gremial utilizando piquetes armados frente
a la patota sindical, y que gracias a ello habían ganado la pulseada. La
decisión no se demoró mucho, estaba tomada ya en la transición de la lectura de
esas noticias.
Me propuse iniciar
las gestiones de inmediato y llegué esperanzado ante los portones de Perito
Moreno 2830. Llené la solicitud de ingreso y, luego de una breve espera, me
recibió el jefe de personal en una entrevista muy superficial. Contrariamente a
lo que me imaginaba, a pesar de la combatividad de los trabajadores ceramistas,
la patronal no se había perfeccionado en la investigación de los postulantes
para detectar activistas que pretendieran ingresar a su plantilla. Todo lo contrario:
era excesivamente formal. Me hizo ingresar a su oficina con el formulario ya completado
y, después de un breve diálogo sobre los trabajos anteriores y el lugar de
residencia, ya estaban cumplidos los requisitos e incorporado a la plantilla de
la fábrica.
Me imaginaba que mi
apariencia de estudiante no sería fácil de disimular, que mi lenguaje y mis
gestos no se compadecían con los habituales peticionantes de empleo de la
fábrica. En cualquier otra empresa hubiera despertado alguna duda, pero allí
con mucha facilidad pude convertirme en obrero ceramista. Había pasado por la
experiencia de chocar con todo tipo de escollos para entrar a otros
establecimientos fabriles, creí que todo se conjugaba, que la convergencia de
elementos se convertía en una señal que me daba la vida y me sentí seguro del
paso dado.
La sencillez del ingreso
a la fábrica también plasmó en mi mente espacios para la especulación. ¿Por qué
fue tan fácil? Consideré que la empresa no valoraba el ingreso de personas con
vocación de gremialistas porque el rigor del trabajo se encargaría por sí solo
de tirar abajo las expectativas del militante. También llegué a considerar, si
era posible discurrir en un pensamiento más rebuscado o perverso, que tal vez barajaban
la posibilidad de que el ingreso de distintas corrientes sindicales podría
generar disidencias que permitieran ser utilizadas en la división de los
trabajadores.
Era como un juego
de roles del que salía y entraba sin cesar, elucubrando situaciones y opciones
que apenas lograban calmar mi ansiedad por consumar la primera jornada laboral.
Dos días después ya
estaba trabajando en la fábrica, con la asombrosa singularidad de que la revisión
médica se concretaría después de haber ingresado y en medio de mis jornadas laborales.
En 1903 se autorizó
que Ferrocarril Central Córdoba -una empresa de capitales británicos fundada en
1887- se fusionara con el Central Norte Argentino - que operaba una línea
férrea entre Córdoba, Tucumán y Salta- y que extendiera sus rieles desde la
ciudad de Rosario hasta Villa Adelina.
El 29 de marzo de
1909, fecha que los estudiosos de la región consideran como la jornada fundacional
de Villa Adelina, se detuvo el primer tren traccionado por una locomotora a
vapor proveniente del sur santafecino. Transitoriamente, la flamante estación
se convertía también en terminal de ese ramal, mientras se continuaba con el
tendido de vías hacia Retiro. El 1º de mayo de 1912 fue abierta al público y se
consumaba la unión de los ramales del norte con los puertos de Buenos Aires y
Rosario. La línea de trocha angosta alcanzaba una
extensión de casi dos mil kilómetros[5].
Una serie de problemas
financieros, y la coyuntura internacional desfavorable para los intereses
imperiales británicos, propiciaron la propuesta empresaria de venta de la línea
férrea al estado argentino, que se concretó en 1939. Así, la estación pasó a formar
parte de la Línea Norte del Ferrocarril General Belgrano.
Como consecuencia
de la llegada del ferrocarril, la aldea rural escasamente poblada comenzó a
crecer. Uno de los primeros pasos de esa transformación fue el fraccionamiento
de las tierras más próximas a la estación.
En 1911, la intendencia de Vicente
López concedió a la Sociedad Argentina de Tierras del Norte el
permiso para lotear los terrenos que eran propiedad de Silvio Ponce de León. En
tal autorización, se asignaba al predio la denominación de Villa Adelina.
La habilitación de
la estación fue el gran incentivo para potenciar la naciente urbanización,
generando una sucesión de radicaciones de nuevos vecinos y comerciantes. Estas
nuevas familias que se instalaban en la zona en gran medida provenían de la
Capital Federal.
Además de las
actividades agrícolas y de crianza de animales de granja, propias de una
campiña próxima a los grandes centros urbanos, comenzaron a desarrollarse
algunas manufacturas como la fabricación de ladrillos; los hornos eran
emprendimientos familiares que intentaban responder a la creciente demanda de
los flamantes propietarios de terrenos. En 1929 se instaló una fábrica de
cerámicas, la empresa Salavera, y diez años después comenzó a producir la
primera planta de Lozadur.
Luego se fueron radicando,
casi simultáneamente, una serie de grandes fábricas que aprovecharon el bajo
costo de los terrenos para montar sus industrias: como Cattáneo, Costaguta,
Productex, Parmalat y Orbis. En los alrededores también se instalaron Di Paolo
Hermanos, Bendix, Padilla, Atanor, Tensa, IVASA, Atlántida, Azulejos Decorados,
entre muchas otras.
Miles de personas
se desempeñaban en los establecimientos fabriles de la zona y le dieron un gran
dinamismo a la localidad. Los obreros se veían atraídos por el incentivo de
radicarse en las inmediaciones de los lugares de trabajo y el movimiento que se
generaba en la zona despertó el interés de numerosos comerciantes.
Silvio León
recuerda sus años de infancia en esa barriada: “mi familia se instaló en los años cincuenta en las cercanías de
Lozadur. Los peines de yeso (utilizados para acomodar los platos en las cajas
refractarias destinadas a pasar por el horno) y restos de materiales de la
fábrica sirvieron para hacer los mejorados de las distintas calles, entre ellos
la de la Escuela Nº 7, la más importante de la zona. Los barrios crecían
alrededor de las fábricas que se instalaban. Lozadur era una fábrica
importante, no sólo absorbía mano de obra del lugar, sino que con los restos se
mejoraban las calles. Sólo Ader era asfaltada. Cada familia del barrio ha
tenido algún miembro que trabajó en Lozadur”.
Villa Adelina y
Boulogne comenzaron a perfilarse como una barriada obrera. Al cabo de unos años
ya no era tan simple y barato conseguir un terreno para “levantar el rancho” y
se fueron desarrollando nuevos círculos concéntricos de flamantes barriadas.
El transporte
automotor vino a aportar soluciones para acortar las distancias entre el lugar
de residencia y el trabajo. Pero el ferrocarril siguió siendo el medio decisivo
de traslado de los trabajadores. Cuando cada mañana la multitud descendía de los
trenes, aportaba su singularidad a las estaciones del Ferrocarril Belgrano: las
colas que se formaban a la espera del 314 y otros colectivos emitían un
bullicio especial, los murmullos y comentarios que se generaban en esos transitorios
espacios comunes convertían a esa rutina habitual en un improvisado ámbito de
integración social.
El movimiento de
los obreros en las primeras horas de las mañana era la pintura típica cotidiana
que aportaba su singularidad a las estaciones de Boulogne y Villa Adelina. La
sirena que indicaba el ingreso, egreso o descanso del personal de Lozadur era
el elemento auditivo que segmentaba cada jornada al vecindario.
***
La primera
sensación que tuve al ver por dentro la inmensa planta fabril era la de haber
ingresado en un túnel del tiempo. Una sucesión de viejos y enormes edificios se
habían adosado a los preexistentes, eran varias fábricas que se habían
construido en distintas épocas y que se fueron integrando entre sí, como
reflejo de la expansión y prosperidad empresaria.
Las paredes
externas estaban descoloridas, con señas de haber sido pintadas en épocas no
muy recientes con pintura al agua amarilla; hasta al enorme tanque de agua, con
la identificación de la fábrica, había llegado la ya vetusta mano de pintura.
A la derecha del
portón de entrada estaban los ficheros con las tarjetas del personal, y a la
izquierda las oficinas y la enfermería, donde siempre se veían grupos de operarios
esperando ser asistidos. También allí estaba la sección Serigrafía, donde se
diseñaban y producían los calcos que decoraban las vajillas.
Luego de los ficheros
se encontraba la planta de Venecita (un pequeño azulejo utilizado para
revestimiento), que al momento de mi ingreso estaba paralizada. Enfrente de las
oficinas, cruzando la calle interna, estaba la planta donde se producían las
piezas de loza (marca Festival y Lozadur) y, siguiendo por la misma calle hasta
el fondo, se encontraba la nave donde se fabricaba la vajilla de porcelana
(marcas Ud para gastronomía y Marly para el hogar).
Los viejos muros
interiores ni siquiera conservaban restos de alguna vieja pintura, sólo estaban
revestidos por la espontánea y añeja mezcla de polvillo y humedad que
conformaba extrañas figuras que el paso del tiempo se encargaba de imprimir y
sobreimprimir.
Tanto en las calles
interiores como en los pasillos dentro de las plantas se acumulaba continuamente
un abundante polvillo que flotaba en el aire. Además de acumularse en los
alvéolos pulmonares y bronquios de los operarios, el aire sobrecargado de
partículas se depositaba sobre las personas, el suelo, los implementos de
trabajo y los restos de materiales que dejaban caer los tambaleantes carros
empujados por los operarios. Espontáneamente se mezclaban y conformaban pequeños
y medianos pastones que iban modificando la superficie de las calles.
Parecía como si
alguien estuviera continuamente levantando polvareda por estar barriendo. Con
el paso de los días, los hombres y mujeres que desplegaban sus labores en ese
ambiente se iban acostumbrando a no prestar atención al aire saturado de
insumos cerámicos que se introducía por sus fosas nasales.
Al mismo tiempo, se
percibía una sensación de humedad permanente, parecía que se estaba cerca de un
lugar donde el agua circulaba como un torrente y que se derramaba sin cesar.
Los paredones
descascarados sostenían viejos tinglados que no podían impedir el empeño de las
lluvias por filtrarse. Se formaban veloces cursos de agua por las rajaduras y
baches del viejo pavimento. En algunos sectores, se formaban lagunas que obligaban
al personal a hacer todo tipo de piruetas para poder transitar. Las goteras y
zonas anegadizas eran parte de la escenografía cotidiana y todos se habituaban
a convivir con ellas.
La planta fabril
por su amplitud, oscuridad y tosquedad estética se asemejaba a las
características de las plantas frigoríficas, textiles o curtiembres de los años
treinta. Formaban parte de mis recuerdos de infancia porque mi viejo toda la
vida fue obrero curtidor y en varias ocasiones me asomé a la vieja planta de la
avenida Alberdi de Mataderos y ahora sentía que me mimetizaba con esa vieja imagen
que revivía en mi memoria. Ahora estaba construyendo mi propia historia en un
espacio parecido y, de alguna manera, reeditaba el escenario donde mi padre
había pasado más de tres décadas de su vida, ostentando el cargo de delegado y
pugnando con una patronal intransigente a la hora de negociar reivindicaciones.
Cuando ingresé para
cumplir con mi jornada inicial, descubrí que no había un espacio físico
asignado para vestuario y que la informalidad era total y absoluta. Cada cual
se la rebuscaba como podía para encontrar algún lugar donde depositar sus
pertenencias y ponerse el uniforme color arena que entregaba la empresa, con no
mucha regularidad. Cuando se encontraba un armario, se lo trasladaba para
ubicarlo en el lugar de la fábrica que más le agradaba al operario, lo
instalaba y hacia allí se dirigía al inicio y final de cada jornada. Otros
optaban por dotarse de un espacio en el propio lugar de trabajo y algunos no
tenían otra alternativa que cambiarse en el baño.
El lugar para higienizarse
era un sitio poco apto para cumplir esa función. Con sus viejas duchas y
enormes piletones, seguía funcionando como si no tomara en cuenta el paso del
tiempo. Al promediar la jornada, el suelo se transformaba en un verdadero
lodazal. Como era el único sitio para lavarse, continuamente llegaban operarios
de distintas secciones, transportando en sus ropas y calzados restos del
material que utilizaban. De esta manera, se identificaba el sitio en el que trabajaba
cada uno: por las sustancias impregnadas en sus vestimentas.
Los que se
desempeñaban manipulando el material a granel o en la molienda, venían
cubiertos de los distintos insumos vertidos sobre sus vestimentas, cabellos y
rostros. Los que mezclaban los materiales llegaban con sus características
botas de goma transportando consigo la mezcla viscosa de la cerámica cruda; lo
mismo ocurría con los que trabajaban en los tornos impregnados de la pasta base
para la producción de las piezas. Los que se desempeñaban en la sección colado,
donde manipulaban el material líquido que se escurría de los moldes de yeso
para elaborar las piezas huecas, o los que se encargaban de sumergir los
canastos de bizcocho en las tinas con cuarzo para esmaltar las piezas, llegaban
a con sus ropas salpicadas y en ocasiones empapadas como consecuencia de
algunas de las habituales averías o desperfectos. No eran los únicos que
llegaban con las huellas de los materiales sobre su humanidad, ocurría lo
propio con los que cargaban platos, con los que estaban en la clasificación de
piezas o los que transportaban productos entre las distintas secciones de la
fábrica. El desfile incesante de operarios por el baño iba aportando y
acumulando los elementos característicos de su función en la producción, impregnando
el suelo hasta conformar un fango permanente y peligroso sobre el deteriorado
piso.
El agua circulaba
por efecto de las salpicaduras o desbordes de los depósitos de agua de los agujeros
que hacían las veces de inodoros, las pérdidas de canillas y cañerías, los
torrentes de las duchas cuando no encontraban contención en el resumidero o cuando
fallaba el cierre del grifo y permanecía todo el día descargando líquido hasta
inundar el recinto.
Los inmensos
edificios contenían instalaciones y maquinarias por demás vetustas, calles
adornadas de pozos y desniveles que imponían a los trabajadores una cuota de
esfuerzo fenomenal para arrastrar los pesados carros que permitían abastecer las
líneas de producción.
Una gran penumbra
envolvía todo el ambiente, sólo matizada con la luz natural que se filtraba por
algunas chapas traslúcidas o por la iluminación de las secciones donde los
operarios y operarias decoraban o pegaban los calcos sobre las distintas piezas
de la vajilla producida.
Este era el
escenario donde miles de trabajadores trocaban enormes esfuerzos físicos en pos
de la subsistencia de sus familias. En estas condiciones extremas, no era de
extrañar que en algún momento los ánimos se caldearan y la impotencia y bronca
acumulada se transformaran en lucha y reclamo incontenible.
***
Transcurridas las
primeras décadas del siglo XX, una convergencia de factores, tanto internos
como externos, fueron creando la necesidad de cambiar el delineamiento de la
economía agroexportadora predominante hasta entonces en el país e impuso una orientación
distinta a la producción nacional.
La crisis mundial desatada
en 1929 impulsó la dependencia casi absoluta del imperialismo británico, como
forma de garantizar a la oligarquía la colocación de sus cuantiosos saldos
exportables. Por otro lado, su representación política se vio obligada a
ahorrar las escasas divisas que ingresaban y a impulsar un limitado desarrollo
industrial, orientado al establecimiento de una industria manufacturera sustitutiva
de los productos que antes se importaban. Estos cambios se dirigieron
especialmente a la fabricación de artículos de consumo e insumos industriales que
evitaran el colapso del mercado interno.
En gran medida, el
capital necesario para invertir en las nuevas plantas industriales se originó
en la enorme acumulación de recursos que generó “el granero del mundo”. Se
complementó con el ingreso de capitales foráneos, que invirtieron en una
economía que se constituyó en una alternativa interesante para sus negocios
frente a la crisis y caída de la demanda en las metrópolis.
Así se fue consolidando
otro tipo de dependencia, esta vez por la conjunción de inversiones
provenientes de la oligarquía y del capital financiero internacional, y por la importación
de maquinarias, equipos, repuestos e insumos para la nueva industria.
El panorama de la actividad productiva se dinamizó de una manera notable. En 1935, el 25 por ciento de los establecimientos industriales censados se había fundado después de 1931. Los rubros que se desarrollaron más rápidamente fueron: las maquinarias, los artefactos eléctricos y los derivados del caucho, casi inexistentes hasta 1930. Las ramas productivas más importantes en la sustitución de importaciones fueron: la textil, la alimentación y las bebidas[6]. Ese fue también el espacio que ocupó en la economía la incipiente industria ceramista.
El panorama de la actividad productiva se dinamizó de una manera notable. En 1935, el 25 por ciento de los establecimientos industriales censados se había fundado después de 1931. Los rubros que se desarrollaron más rápidamente fueron: las maquinarias, los artefactos eléctricos y los derivados del caucho, casi inexistentes hasta 1930. Las ramas productivas más importantes en la sustitución de importaciones fueron: la textil, la alimentación y las bebidas[6]. Ese fue también el espacio que ocupó en la economía la incipiente industria ceramista.
“Sólo en Capital Federal y Provincia de Buenos Aires se
radican el 57% de los establecimientos, el 58% de la potencia instalada, 68% de
los obreros y 74% del valor agregado (Censo Industrial 1954)”[7].
La importancia del
desarrollo industrial que tuvo la Argentina durante las siguientes dos décadas
bajo el modelo de sustitución de importaciones permitió su crecimiento, sobre
todo a partir de la incorporación de miles de consumidores que alimentaron un
mercado al que había que abastecer.
La empresa
Porcelanas Lozadur se instaló en la incipiente localidad de Villa Adelina. Fue
fundada en 1939, por capitales de origen francés.
El enorme predio
que ocupaba llegó a contar con 50 mil metros cuadrados de superficie cubierta,
sobre una extensión total del terreno que superaba los 80 mil metros cuadrados.
Inicialmente, se dedicó a la producción de vajilla de consumo popular, luego
incorporó otros rubros, como la vajilla de porcelana de calidad y gastronómica
y productos para revestimientos. En sus épocas de apogeo la empresa creó
tecnología que propulsó un notorio avance en los volúmenes, costos y calidad de
sus productos y pudo progresar sobre la competencia de artículos ingleses e
italianos.
El mercado de la
vajilla cerámica en Argentina fue evolucionando a medida que se incorporaron
nuevos contingentes de consumidores. Especialmente a partir del éxodo de la
población rural hacia las ciudades y su transformación en proletariado
industrial.
A fines de los años
sesenta, la demanda era de aproximadamente seis millones de piezas mensuales,
de este total la producción nacional tenía un piso de abastecimiento del diez
por ciento. La mayor parte de los productores estaban integrados por un pequeño
grupo de grandes empresarios que se agruparon en la Asociación de Fabricantes de
Porcelana, Loza y Afines (Afapola)[8].
Lozadur llegó a
producir un millón y medio de piezas mensuales cuando la población del país sumaba
unos 25 millones de habitantes, lo que indicaba una perspectiva cierta de
avance sobre nuevas franjas del mercado nacional, dado que su capacidad de
producción alcanzaba a dos millones de piezas mensuales[9].
En los años setenta,
el desarrollo industrial de la industria ceramista se acentuó a pesar de la
competencia formidable de la vajilla producida en vidrio. La fábrica Lozadur alcanzó
un fuerte liderazgo en el mercado con sus marcas, que estuvieron presentes en
casi todos los hogares argentinos con vajillas de diversos diseños.
La expansión fue
notoria, la vista aérea del espacio ocupado por la planta fabril de Villa
Adelina permite dimensionar la magnitud de los procesos productivos que se
apoyaban en cientos de brazos de jóvenes trabajadores, hombres y mujeres,
provenientes de las barriadas ubicadas en las proximidades de la planta y de
localidades que se fueron desarrollando a la vera del Ferrocarril Belgrano.
***
Mis breves experiencias
como estudiante devenido en proletario se habían desarrollado en Cerámica Pilar
y en Metalúrgica Aván, donde mi inmersión en el mundo fabril había sido una
especie de entrenamiento de pretemporada.
Las historias
familiares habían aportado lo suyo para la asimilación acelerada de las condiciones
de desempeño y las posibilidades de supervivencia dentro de un establecimiento
fabril. Las discusiones en la reunión de la célula partidaria y los comentarios
efectuados por los compañeros que habían pasado por esas vivencias antes que
yo, habían alimentado mis reflejos de que “había que cuidarse por lo menos un
semestre, siendo puntual, cumplidor y el mejor trabajador posible”, para pasar
la prueba de la “estructuración” y poder comenzar con la ansiada etapa del
trabajo militante.
Pero en Lozadur
todo era distinto: por efecto de los triunfos de las movilizaciones que se
habían desencadenado en los últimos meses, la patronal había retrocedido de una
manera elocuente. Los capataces habían descubierto que debían relacionarse con
el personal de una manera más respetuosa, habían incorporado las palabras “por
favor” a cada uno de sus pedidos de realización de una tarea y desarrollado una
especie de paternalismo comprensivo de las protestas de los obreros.
No obstante, lo que
no había cambiado sustancialmente era la modalidad de trabajo que exigía
esfuerzos brutales de los trabajadores. Zorras con chirriantes ruedas metálicas
a tracción humana; pesados carros que trasportaban productos semielaborados o
terminados, o los chorizos de la pasta para abastecer a los tornos, empujados
con lanzas metálicas que debían transitar por calles llenas de irregularidades
y pozos; pesadas cajas de material refractario, donde se colocaban los platos y
otras piezas para ser horneadas, que debían acomodarse y apilarse a alturas
superiores a los dos metros en zorras que se empujaban manualmente por vías que
las derivaban hacia el horno pasaje.
Por otro lado, también
la modalidad de trabajo a destajo que, con frecuencia, hacía que la resistencia
de los músculos llegara a su límite, imponía condiciones de autoexigencia
rigurosas para poder llegar a redondear un salario decoroso. El perverso
mecanismo estaba estructurado a partir de una cantidad básica que sólo permitía
la obtención de un salario de convenio, pero había necesariamente que superarla
para poder mejorar la remuneración; y el físico, más tarde o más temprano, se cobraba
el precio por los excesos.
Todo estaba basado
en un esfuerzo descomunal de los operarios que no era fácil de sobrellevar.
La particularidad
de tratarse, en su gran mayoría, de personas que realizaban una primera
experiencia fabril, por su juventud o por haber llegado desde el interior del
país, imponía una especial valoración del esfuerzo físico. Como si fuera una
demostración de virilidad que ofrecía motivos para alardear, cotidianamente se
presenciaban escenas laborales propias de épocas preindustriales. Este elemento
cultural era aprovechado por los empresarios a través de inducir a los
compañeros a aceptar ese vil trueque de unos pesos más de salario a cambio del
deterioro de su físico. Esta mecánica productiva fue la base de numerosos y
virulentos conflictos en la pugna por la plusvalía entre los obreros y la
patronal.
Como consecuencias
de las condiciones extremas en que se desenvolvía el trabajo, había un elevado
ausentismo que llegaba en algunos días a superar el treinta por ciento;
cotidianamente se veían colas interminables de obreros esperando en el servicio
médico. Muchos compañeros sufrían dolencias en sus cinturas o en distintas
zonas de la columna vertebral que eran crónicas; también las piernas y caderas
se veían afectadas y en muchas compañeras el reuma avanzaba sobre sus
articulaciones. Algunos de ellos ya estaban asignados a “tareas livianas” en
forma permanente, porque el físico había dicho basta. Parecían víctimas de una
guerra silenciosa que se visualizaba con las ausencias y las cotidianas colas para
renovar la licencia médica. El elevado ausentismo no impulsaba a mejorar las
condiciones de trabajo que las originaba, se subsanaba con el ingreso de nuevo
personal.
La fábrica parecía
el escenario donde transcurrían sucesivos combates. Los obreros y obreras
nuevos sumaban nuevas energías, pero, al poco tiempo, eran absorbidos por una
maquinaria destinada a devorar cuerpos jóvenes y a dejarlos inutilizados a
corto plazo, luego de vivir esa experiencia laboral.
Mi primer trabajo
en la fábrica fue el de engrasador de zorras. En la paranoia propia de un joven
militante de izquierda que buscaba encontrar explicación a todos los detalles
que se le cruzaban en su camino, elucubraba con la posibilidad de haber sido enviado
a ese lugar, donde gran parte del día me la pasaba en una fosa, para aislarme y
hacerme perder contacto con los compañeros. Poco a poco me fui dando cuenta que
mis presunciones pecaban de un alto grado de soberbia y egocentrismo, y que estaban
muy lejos de ser acertadas.
Con el paso de los
días, iba descubriendo que el trabajo me permitía tener mucho tiempo libre y
gozar de la falta de control del capataz, más preocupado por la producción,
como para poder relacionarme con los compañeros con una libertad de la que me
asombraba a cada instante.
La única condición
era que tuviera a las ruedas de las zorras dotadas de una buena dosis de grasa,
que inyectaba con una especie de jeringa metálica, a través de una válvula de
acople rápido.
Mi puesto de
trabajo era fruto de los nuevos tiempos en que se debatía la fábrica; un
producto de las exigencias de los operarios que debían empujar las zorras. Mi
labor estaba destinada a facilitar la pesada tarea de los compañeros que las
empujarían, una vez cargadas con las cajas de material refractario que alojaban
a las piezas de loza en su interior, hacia el ingreso al horno pasaje, de donde
saldrían convertidas en piezas terminadas o destinadas a que les adhirieran los
calcos decorativos, que exigían un nuevo paso por el horno. De
alguna manera, mi primer vínculo con los compañeros de la sección se produjo
como resultado de mi función, cuando me venían a agradecer porque percibían que
a partir de mi ingreso se les había alivianado la tarea. “No sabés lo que era hasta ahora empujarlas, nunca las engrasaban”,
era la expresión que reflejaba el desinterés patronal por el deterioro físico
que producía en los compañeros hacer mover esas inmensas y pesadas moles.
***
Muchas veces se
calificó a la conducción ceramista como vinculada al sindicalismo amarillo y
gorila que ocupó las cúpulas gremiales aprovechando el aval de la dictadura de
la “Revolución Libertadora”. Por ejemplo, Horacio Campos, el dirigente de la
Agrupación Evita que fue el principal promotor de la luchas ceramistas en 1973,
declaró que Roberto Salar era “un
burócrata que consiguió apoderarse del sindicato y de la Federación al amparo
del golpe gorila del 55”[10].
Sin embargo,
existen antecedentes que ubican a Salar en posiciones más combativas, al menos
de palabra, que constituyen una nueva demostración de que a los dirigentes no
se los pueden juzgar sólo por sus discursos y que, muchos de ellos, dejan con
facilidad en el museo esas frases encendidas de ocasión y traicionan a sus
representados sin sentir ninguna culpa, mientras se involucran con el poder con
negociados y acumulan bienes en forma desmedida.
En la década del
sesenta, el nacimiento del Movimiento Revolucionario Peronista (M.R.P.), lo
tuvo a Salar entre sus promotores e integrando su Comando Táctico, junto a los
dirigentes antivandoristas Héctor Villalón, Ricardo De Luca, Gustavo Rearte, “Chango”
Mena y Luis Rubeo. En una de sus declaraciones, esta dirigencia sostuvo que el
gobierno radical estaba “al servicio del
imperialismo yankee, mantenido por un ejército de ocupación dirigido por el Pentágono”
y emprendieron viajes por China, Vietnam del Norte y Corea del Norte, llevando
saludos de Perón (7).
El 5 de agosto de
1964, durante el gobierno del presidente Arturo Illia, mientras se desarrollaban
sucesivos “planes de lucha” por parte de la CGT, se reunió en Buenos Aires el
plenario de esta agrupación.
Salar fue el
designado para la lectura del “Decálogo Revolucionario”, en el que se
estableció, entre otros, los puntos programáticos de la agrupación: “nacionalización de todos los sectores
claves de la economía”, “reforma
agraria”, “confiscación de los grupos
monopólicos”, “planificación integral
de la economía” y “política
internacional soberana y relación con todos los pueblos del mundo y solidaridad
y apoyo activos a todos los pueblos que luchan por su liberación contra el
imperialismo y el colonialismo”[11].
Salar llegó a
entrevistarse con el general Juan Domingo Perón en su mansión de Puerta de
Hierro, España. Su nieto, que llegó a ser concejal de San Martín, ostenta con
orgullo en su página web la fotografía del encuentro de su abuelo con el líder.
Otra mención a
Salar se hizo en relación a una conferencia en Tucumán, el 25-27 de marzo de
1966, del grupo leal a José Alonso y a Isabel Perón. Allí se consideró que “los elementos de extrema izquierda liderados
por Amado Olmos, de los sanitarios, y que incluyen a Salar, de los ceramistas…”.
Esta reunión era parte de “la nueva organización nacional peronista “De pie”.
El currículum de la
conducción del sindicato ceramista también incluye su pertenencia a la CGT de
los Argentinos. El 28 de marzo de 1968, el comité central confederal convocó a
un Congreso Normalizador de la CGT. Allí se aceptó una moción del sindicato ceramista
contra la “agresión a que son sometidos
los obreros de la fábrica de azulejos San Lorenzo”.
En ese congreso se
elije una conducción encabezada por Raimundo Ongaro, y entre los vocales se
encuentra Enrique Bellido de Ceramistas. En esa Comisión Directiva, se
encontraban además Julio Guillán (FOETRA), Benito Romano (FOTIA), Ricardo
De Luca (Navales), Antonio Scipione (UF) y Antonio Marchese (Calzado).
Por su parte, los
miembros de la ex Comisión Delegada que habían abandonado el Congreso, se
reunieron en el edificio de Azopardo. “El ‘colaboracionismo’ congregó a
destacados dirigentes: AugustoVandor (UOM), Armando March (comercio), Rogelio Coria
(UOCRA), Adolfo Cavalli (petrolero), Jerónimo Izetta, Pérez. Decidieron declarar
nulo el Congreso y suspender a las representaciones de FOETRA, Navales, ATE,
UPCN, Calzado, Jaboneros, Ceramistas, FUVA y Gráficos, ante el Comité Central
Confederal”[12].
Esta puja dará
origen a una ruptura en la cúpula sindical y al nacimiento de la denominada CGT
de los Argentinos.
Mientras el
dirigente ceramista pronunciaba discursos encendidos de combatividad, en las
fábricas de su gremio no se vislumbraban gestiones realizadas para mejorar las
deplorables condiciones de trabajo de sus afiliados. Silvio León define a Salar
como “un personaje tristemente célebre, emergente
del peronismo de derecha, con rasgos lumpen, muy ligado a la patronal, amigo de
Pena y Lampón, jefe de Personal y de Fábrica (Lozadur) (…) pertenecía a la Lista Verde del Partido
Justicialista de derecha”[13].
Entre los
trabajadores había una conciencia bastante generalizada de una estrecha
connivencia con las patronales, y de que toda voz discordante terminaba inexorablemente
en la calle, para preservar la alianza sindical empresaria y los niveles de
explotación de los obreros.
II
Calentando los hornos
Las diez manzanas
que abarcaba el predio fabril, durante décadas fueron el escenario donde se
montaron episodios de sufrimientos y angustias que sufrieron miles de obreros
ceramistas.
La forma de
producir era bastante primitiva, basada fundamentalmente en el esfuerzo descomunal
y el padecimiento cotidiano, que dejaban una secuela incalculable de víctimas.
Los compañeros sufrían
de dolencias en diversas zonas del cuerpo, principalmente en la columna
vertebral, en la cintura, en las cervicales y piernas.
Las materias primas
se movían a pala limpia. Los carros que transportaban la pesada pasta base, el
chamote, estaban hechos de hierro y eran arrastrados con una lanza del mismo
material, sus ruedas metálicas con frecuencia se trababan en las poceadas
calles internas, multiplicando las dificultades y el esfuerzo del personal. “Traer la carga desde ahí era algo muy
primitivo, no se podía creer lo que era eso, por el enorme esfuerzo que se hacía”,
recuerda Villanueva.
La carga y descarga
de las zorras que circulaban por el horno pasaje era otro de los duros sectores
de trabajo. Los platos o piezas bizcochos se colocaban en las cajas de material
refractario, cargadas pesaban de treinta a cuarenta kilos, debían ser
acomodadas en las zorras hasta a los dos metros de altura.
Las mujeres de la
sección Calco, que era donde se pegaban las ilustraciones diseñadas con
potasio, que volvían a ser horneadas para que se impregnara al esmalte, sufrían
reuma en sus manos después de jornadas sumidas en el agua.
En varias secciones
próximas al horno pasaje o de ambiente cálido para el fraguado del material,
como Tornería, Carga y Descarga, Calco, Clasificación, en verano se sufrían elevadas
temperaturas, que superaban en quince o veinte grados a la que existían fuera
de la planta. En invierno, en secciones como Decorados, Materia Prima, Colado y
Chamote se sufría un intenso frío y humedad que penetraba hasta los huesos.
Carlos Marino
describe la precariedad de las condiciones de trabajo: “en los hornos, la gente trabajaba sin ningún tipo de protección ni de
amianto ni de cuero, se veía una explotación absoluta. Había un equipo de
gente, los pasteros, que tenían un trabajo que era como empujar un auto durante
las ocho horas. Los pasteros llevaban unos rollos de pasta de veinte kilos cada
uno para alimentar los tornos que hacían platos y tazas. Debían pasar por unos
pasillos con sus carros y hacerlo muy rápido porque trabajaban a destajo.
Cuanto más corrían, más se mataban y más cobraban. Los torneros debían seguir
una cinta de producción, no se detenían. Si querían ir al baño, tenían que
laburar y laburar, se adelantaban, iban al baño y cuando volvían tenían que
recuperar. Era una cosa increíble. La gente de los hornos quedaba estéril, las
mujeres tenían problemas de varices… En el verano había compañeras que eran
suplentes de las chicas que se desmayaban en la cinta de producción, que no
podía parar”.
Villanueva recuerda
que “iba a buscar los platos y las tazas
al depósito con un carro de ruedas de goma imposible de mover, tenía más de
doscientos kilos de carga y había que empujarlo por los pasillos, los pisos
estaban llenos de pozos… En la sección Calco, trabajábamos entre las mesas
donde trabajaban las chicas y donde pasaba la cinta transportadora. Muchas
veces te enganchabas la ropa…”
La vieja estructura
edilicia estaba totalmente desquiciada: cada lluvia provocaba anegamientos en
los sitios más inesperados. Por el viejo tinglado, la insuficiencia de las
canaletas o la falta de mantenimiento de juntas y chapas, permitía el paso de
cataratas de agua y, por la anarquía de su construcción, los desagües nunca
derivaban en una salida sensata para la masa líquida acumulada. Los obreros recurrían
a los elementos más insólitos, como baldes, palas y tachos, para tratar de
moderar las consecuencias de los chaparrones.
Cada lluvia creaba
condiciones para que la jornada fuera improductiva y los trabajadores fueran
enviados a su casa con el jornal perdido, gracias a la tradicional complicidad
de la dirigencia sindical.
Las prácticas
laborales imperantes, irremisiblemente, dejaban sus secuelas en el físico de
los trabajadores. La batalla laboral se enfrentaba cotidianamente con la
precariedad tecnológica, la pesada faena, la humedad o las temperaturas extremas
y las terribles autoexigencias del destajo, que provocaban problemas de
columna, cadera, lumbalgias, desgarros musculares, contracturas, várices,
reuma, problemas de riñón y circulatorios.
Así, los ceramistas
se iban integrando a una cadena de verdaderos desechos humanos, condenados a
realizar tareas livianas de por vida y a acostumbrarse a convivir con dolencias
y limitaciones físicas impropias de sus jóvenes cuerpos.
Tantas vidas
condenadas simplemente porque una sociedad anónima pretendía maximizar sus
ganancias, invirtiendo lo menos posible en mejorar el hábitat de trabajo y
haciendo pagar a los trabajadores los costos de su inoperancia.
Para esos
ejecutivos era mucho menos gravoso contratar nuevos brazos de seres necesitados
del sustento familiar para convertirlos en nuevas víctimas, que demandaría a su
vez nuevas sustituciones. Una verdadera maquinaria trituradora de cuerpos,
accionada durante décadas con la inestimable colaboración de una dirigencia
sindical totalmente corrompida y complaciente con el maltrato de sus afiliados.
Las características
de los trabajadores de la fábrica era otro elemento distintivo. En su inmensa
mayoría, se trataba de obreros que hacían sus primeras experiencias fabriles,
provenientes de distintos sitios del interior del país; en particular, de
aquellas provincias con un menor índice de industrialización. Prevalecían
compañeros de origen rural o de pequeños pueblitos de Catamarca, Santiago del
Estero, La Rioja, Tucumán, Corrientes, Salta y Chaco. Por esa razón, sus
experiencias en materia de agremiación y reclamos colectivos eran casi
inexistentes.
Villanueva relata
el periplo que recorrió en la búsqueda de sustento, cuando salió de su
provincia natal: “no tenía experiencia de
trabajar en fábrica. Con mi hermano (Pablo) fuimos víctimas del trabajo
esclavo. Nos trajeron desde La Rioja, junto a otros veinticinco jóvenes, en un
camión, tapados con una lona, llenos de tierra… Vinimos a trabajar a Córdoba,
en la ciudad de Laboulaye, en la renovación de vías con la empresa SADE. Las
piezas que teníamos eran vagones del ferrocarril; no había camas, tuvimos que
armarlas nosotros, no teníamos baño ni duchas. Eso que se habla ahora del
trabajo esclavo ya es muy viejo… De ahí, fuimos trasladados a la ciudad de
Azul, para hacer el mismo trabajo en el Ferrocarril Roca, también para la
empresa SADE”.
“Después me vine –continúa– a la casa de unos tíos en Munro. Tenía unos
primos en Lozadur y me hicieron entrar a trabajar a la fábrica. Venía de un
trabajo esclavo donde no tenía ningún derecho. Entrar a una empresa como
Lozadur para mí era como el paraíso. Hasta que pasó el tiempo y los ojos se te
empiezan a abrir. Empezás a saber lo que te corresponde y después las amistades
te hacen ver todas las falencias que había en Lozadur,
que había trabajo insalubre, sin las medidas de seguridad que tienen que tener.
Así fue como nos hicimos en Lozadur”.
Rosa Samaniego
recuerda que “había trabajado en otras
empresas. Cuando entré a Lozadur empecé a ver enseguida las falencias, pero fue
como una aceptación del cada día; así conocí cómo era el trabajo a destajo… Los
calores eran insoportables y al principio nadie se animaba a reclamar. No había
comedores, comíamos en cualquier lado…”
Marino, al ingresar,
tuvo una “gran expectativa por ser mi
primer trabajo, había mucha estabilidad, la gente se jubilaba en esa fábrica…
Pero a los quince días ya te dabas cuenta de lo que era. Nos cambiábamos
poniendo los armarios espalda con espalda y esos eran los vestuarios, piso de
tierra. Era habitual ver pasar las ratas por arriba de los armarios donde te
estabas cambiando. Pasé de la gran alegría de poder pertenecer a la fábrica,
que era la más grande de cerámica de Sudamérica de ese momento, a ver que el
trato era totalmente inhumano”.
León reflexiona
sobre los compañeros que encontró al momento de ingresar a la fábrica en 1974: “eran trabajadores sin mucha calificación. La
producción exigía más fuerza bruta que precisión, salvo algunas secciones. Se entraba
sin capacitación y te capacitabas trabajando. Era una época donde había una
gran cantidad de mano de obra. Se producía en medio de la precariedad, con
métodos y condiciones de trabajo muy elementales… Era lo distintivo de Lozadur,
con sus métodos rudimentarios absorbía gran cantidad de mano de obra. El
sindicato ceramista y el ladrillero eran los más atrasados”.
En Lozadur existía
un “gran autoritarismo en las condiciones
de trabajo –agrega León-, sin ningún
tipo de cuidados para los obreros, los capataces eran verdaderos capangas, los
médicos cumplían el rol de garantizar la productividad a cualquier costo. Era
toda una red que tenía esa función, de garantizar la producción, sin tomar en
cuenta la salud del trabajador. Esas reglas fueron aceptadas durante décadas
por los trabajadores. Sólo podían mantenerse con una complicidad de esa red de
colaboradores de la patronal y el sindicato. Hasta que en los años sesenta y
setenta se produce una oleada de ingresos de jóvenes con un alto grado de
rebeldía y que se resisten a ese régimen de trabajo inhumano”.
Estos testimonios,
con sus matices, describen algunas de las características predominantes de los
obreros y de la modalidad de trabajo que imponía la patronal. Las tensiones que
se fueron acumulando a través de los años sólo necesitaban que el contexto del
país les diera aliento, para que se acercara el fuego a una mecha que se fue impregnando
en exceso de pólvora durante demasiado tiempo.
Así se llegó a
1973, con una patronal que seguía explotando a los trabajadores como en sus
mejores tiempos de dominación y una dirigencia sindical que pactaba convenios
que les aportaba enormes beneficios a cambio de una pocas monedas para los
asalariados, como si su etapa de lucrativa complicidad fuese eterna. Ni la empresa
ni los gremialistas tomaron en cuenta la conjunción de factores que se estaban
convirtiendo en un cóctel explosivo, que estaban agazapados, esperando que los
cambios políticos que se estaban gestando permitieran que la bronca obrera encontrara
un nuevo cauce y se transformara en audacia colectiva.
III
La fragua ceramista
El fin de la
dictadura, que al frente del Poder Ejecutivo Nacional encabezaron los generales
Juan Carlos Onganía, Roberto Marcelo Levingston y Alejandro Agustín Lanusse, abrió
enormes expectativas de cambio entre los jóvenes y trabajadores.
La creciente
conflictividad obrera y los sucesivos estallidos populares y puebladas del
interior del país, extendieron la resistencia de la población a diversos
sectores sociales y abarcaron casi toda la geografía nacional. Así se consumó
el enorme logro de ponerle fecha de caducidad al autoritarismo que se había
propuesto “no tener plazos sino
objetivos”.
Esa combatividad
ganaba territorios virtuales y la libertad se comenzaba a respirar por todos
los poros, para miles de jóvenes era la oportunidad de vivir sin ataduras, de
ponerle fin a la persecución policial que consideraba un delito el sólo hecho
de tener pelo largo.
Mientras las rebeliones
del mundo estallaban en las mentes de los jóvenes argentinos, la necesidad
desesperada de sacar a la superficie toda la bronca acumulada se fue
convirtiendo en algo tan natural como respirar aire puro; se perdía el miedo y
la insumisión salía a la superficie.
Las cárceles se
poblaban de miles de manifestantes y militantes que se habían criado en medio
de esa atmósfera opresiva. Pero a los dictadores el tiro le salía por la culata:
con cada detención masiva de jóvenes, la cárcel se tornaba casi en una
paradójica tierra liberada. El sentido comunitario, la solidaria asistencia a
los más dolidos, la camaradería y la libertad de participar de debates sobre
los diversos proyectos políticos, que fuera de la cárcel sólo eran posibles en medio
de todo tipo de prevenciones, brindaba a los días de prisión una particular sensación
de goce. Lejos de amedrentarse, allí se colectivizaban experiencias y se
redoblaban las energías de la militancia revolucionaria ignorando la cáscara de
murallas, rejas y guardiacárceles.
Se conjugaba una
sumatoria de damnificados: los afectados por los golpes de estados y gobiernos
autoritarios, por la ausencia de democracia, de libertades y oportunidades
electorales. Todos tenían la certeza que el fin de esas carencias estaba al
alcance de la mano. Cada nueva oleada represiva, las persecuciones y hasta los
crímenes nunca esclarecidos ni condenados, eran considerados como los manotazos
desesperados de los hombres del poder, a los que se les estaba agotando el
aire.
Por otro lado, las
expectativas populares se potenciaban con la percepción de que se estaba poniendo
fin a dieciocho años de proscripción del justicialismo y a la posibilidad de
que regresara el general Juan Domingo Perón, con toda la sensación en el
imaginario popular que ese sólo hecho constituía una transformación revolucionaria
de la sociedad.
Miles de jóvenes
estaban palpitando los cambios por venir y esa vorágine liberadora componía un
potencial formidable que hacía perder el temor a la parafernalia militar de los
dictadores, ya convertidos en verdaderas caricaturas.
La audacia
callejera de cordobazos y rosariazos se estaba convirtiendo en algo natural, y
la clase trabajadora se encontraba en un proceso de transformaciones masivas
cada vez menos silenciosas, cuyos periódicos bramidos llegaban amplificados a los
oídos de los poderosos y les producía un pánico descomunal.
En los primeros
meses de 1973, las ocupaciones de fábrica y oficinas, de establecimientos
públicos y privados, adquirieron una generalización inédita en el paisaje de
los conflictos laborales, particularmente, a medida que se aproximaba la
llegada al gobierno de la fórmula triunfante el 11 de marzo.
En las vísperas de
la asunción de Héctor Cámpora y Vicente Solano Lima, el 25 de mayo, los
conflictos gremiales estallaron con una inusual combatividad y desembocaron en cientos
de tomas de plantas fabriles, motorizados no sólo en las habituales cuestiones reivindicativas
sino también en consignas de índole política.
En esos días, una
simple enumeración de lugares en conflicto abarcaba, entre muchas otros, a las
plantas industriales de Alba, Astarsa, Nöel, Panam, Llavetex, Matarazzo,
Provita, DPH, EMA, Lozadur, Ferroductil, Gilera y Tandanor (estos tres últimos
reclamando la estatización y el control obrero). Los empleados de la Aduana, la
Administración y la Capitanía del Puerto de Buenos Aires ocupaban sus lugares
de trabajo reclamando la expulsión de los jefes nombrados por la dictadura
militar. En numerosos hospitales y oficinas públicas, los trabajadores se
desprendían de temores y exigían que fueran tomados en cuenta, que se terminara
el mandato de la vieja burocracia y se convalidara a los nuevos dirigentes,
sobre todo a nivel de delegados y comisiones internas que eran elegidos en
asambleas.
Algunos de los conflictos
más emblemáticos, que demuestran el cambio rotundo de la relación de fuerza
entre los asalariados y la alianza de empresarios y burócratas sindicales,
fueron los siguientes:
En Di Paolo Hermanos
(DPH), del gremio plástico, en Boulogne, se produjo la suspensión de cuarenta
operarios. La reacción obrera fue contundente, la asamblea votó la ocupación de
la planta y la toma como rehenes de un jefe y personal de vigilancia. La exigencia
era dejar sin efecto la suspensión, mejorar las condiciones de trabajo, la
destitución de la vieja comisión interna y el reconocimiento del comité de
lucha designado democráticamente en asamblea. En pocos días, todas sus demandas
fueron concedidas.
En Astarsa, en
Tigre, la indignación obrera explotó por un accidente de trabajo que causó la
muerte de un operario. Una asamblea decidió paralizar todas las actividades por
tiempo indefinido, luego desembocó en la toma de las instalaciones con veinticinco
directivos, ingenieros y jefes administrativos de la empresa (perteneciente a
la alcurnia de los Menéndez Behety) como rehenes. Entre ellos, el ingeniero
Raúl Aleman, hijo del presidente de la empresa y sobrino del contralmirante
Francisco Aleman.
Los obreros navales
exigieron la creación de la Comisión Obrera de Seguridad e Higiene, la
reincorporación de todos los despedidos de los últimos cinco años, aumento de
salarios y compromiso de no tomar represalias.
El flamante
ministro de Trabajo Ricardo Otero, se hizo presente en el astillero para
intentar apaciguar los ánimos y pidió que se levantara la ocupación para poder
llevar a cabo las negociaciones, pero los delegados no lo aceptaron. Con la
intervención del gobernador Oscar Bidegain, finalmente, se logró la firma de un
acta con la aceptación empresaria de los puntos planteados por los trabajadores.
En la fábrica Del Carlo
se estaba gestando una conducción combativa enfrentada a la UOM. Viendo el
terreno perdido, la burocracia de Gregorio Minguito preparó una agresión contra
el delegado Arturo Apaza y la patronal aprovechó para despedir a los dos
participantes de la aparente pelea. Comenzó el conflicto, la empresa redobló la
apuesta y echó a 44 operarios. La respuesta obrera fue la huelga que enfrentó a
la patronal, al sindicato y al Ministerio de Trabajo, cuyo titular era un
hombre de la UOM. La ocupación de la planta industrial fue con rehenes y la advertencia
de incendiar la fábrica si entraba la policía. Semejante fortaleza obrera
terminó con las ínfulas de la patronal, que firmó su rendición.
El triunfo permitió
consolidar una nueva dirección que resultó intocable para la dirigencia metalúrgica,
hasta que la dictadura hizo desaparecer a Apaza y a los principales dirigentes
de la fábrica.
También comenzaba a
gestarse el sano hábito de los delegados de las fábricas de la zona de acudir a
expresar la solidaridad con sus vecinos en lucha, a contribuir con sus ollas
populares y fondos de huelga. En la zona norte, los campeones de esa práctica
fueron las comisiones internas de Corni y Del Carlo, pero también fueron
partícipes los obreros ceramistas, los de Editorial Abril, Astarsa y Matarazzo,
entre otros. Las bases organizativas que se desarrollarían poco después estaban
germinando en esas muestras de apoyo solidario que pasaba por encima de los
compartimientos estancos de las estructuras gremiales tradicionales.
***
El gremio ceramista
venía a la retranca, luego de muchos años de postergaciones y traiciones
consumadas por la estrecha alianza de Salar y la patronal.
Durante 1972, ya
comenzaron a manifestarse signos de hartazgo entre los obreros ceramistas. Pero
sólo salían a la luz algunos tímidos reflejos. Era muy fuerte el peso de los
años de sometimiento que se arrastraba y la alianza de los empresarios con la
dirigencia gremial. Cualquier intento de reclamo era rápidamente respondido con
despidos para eliminar a los que pretendían romper ese status quo y, al mismo
tiempo, obrar como escarmiento y desaliento de cualquier nuevo intento.
“No hay que olvidar que Salar fue veinte años secretario
general -recuerda Marino- y que cada vez que se presentaba una oposición la bochaba, hasta que el
opositor se hacía oficialista. Lozadur tenía comisión interna y delegados que
llegaron a ser gerentes, encargados, capataces. El gato Dietrich había sido
gremialista y terminó siendo uno de los jefes más hijos de puta, Capino fue
otro turro. Una de las formas de ser capataz era ser delegado primero, era la
forma de crecer dentro de la empresa”.
Luego, relata las
primeras expresiones de rebeldía obrera: “la
participación política de la juventud era muy intensa. Éramos todos muchachos
que habíamos nacido bajo dictaduras. Yo nací en 1951, ¿cuántos años de
democracia habíamos vivido?
”Entonces pasaban cosas en el mundo que repercutían acá,
como la Revolución Cubana, que se fueron sembrando en las nuevas generaciones y
corrientes políticas distintas, se perdía el miedo a participar… Eso se
reflejaba en la fábrica. Se estaba yendo Lanusse y había una gran efervescencia.
Era un momento propicio para hacer lo que hicimos. Era como si hubiéramos
estado encerrados por mucho tiempo en una pieza y de repente nos dicen hagan lo
que quieran. Había ganas de que eso pasara.
”Me acuerdo de las noches en que se hacían pegatinas o
pintadas, y salía la gente para alentarnos, recuerdo que una señora salió de su
casa y nos cebó mate mientras pintábamos”.
Villanueva recuerda
que en esa época se venían las elecciones en el sindicato, “había dos listas la Marrón y la Azul y Blanca, y esa puja comenzó a
disparar el conflicto. Campos era nuevo pero tenía mucha incidencia en ese
proceso, era un tipo muy inteligente, se rodeó de jóvenes más o menos capaces,
todo el cambio comenzó en base a lo que él organizó y la gente que lo rodeó”.
“Si
querías que te echen en Lozadur –continúa Marino-, te tenías que presentar para delegado. Ahí era delegado el que Salar
aprobaba. En la Comisión Interna que me acuerdo había un tal Bulletti que hacía
muchos años que estaba, había una connivencia absoluta entre esa conducción y
la empresa. Cuando pispeaban que querías hacer algo, te rajaban”.
Los sucesivos
aumentos de salarios arrancados por la lucha de los trabajadores y la necesidad
política de la debilitada dictadura militar de aquietar las aguas de la
transición a las elecciones, fueron gestando una tibia reactivación económica y
un aumento del consumo popular que pronto se vio reflejado en el crecimiento de
la producción de vajilla de cerámica.
Ese contexto, además
de producir el efecto emulador en los obreros de Lozadur para alcanzar mejoras
salariales, produjo una continúa incorporación de trabajadores que insuflaron nuevas
energías a los sufridos ceramistas.
Así, el ingreso de
muchos jóvenes, algunos con formación política o antecedentes gremiales,
instalaron un nuevo escenario en la fábrica. La fusión de la vieja
insatisfacción con los nuevos elementos comenzó a insinuar cambios que no
fueron percibidos a tiempo ni por la empresa ni por la burocracia sindical.
Algunos de los activistas
incorporados a la plantilla de Lozadur, hicieron el análisis correcto de que
había que gestar una organización clandestina para preservar a los mejores
compañeros, que permita una organización paralela al cuerpo de delegados, para
prepararse para los tiempos favorables que se auguraban.
“La
Agrupación Evita surge con el regreso a la democracia, tuvo mucho que ver
Horacio Campos, que fue el líder de ese movimiento, junto a Jorge De León, el
negrito Silva, después se sumaron compañeros de Cattaneo, donde estaba (Carlos)
Leguizamón, (Jorge) Ozeldin, (José) Alonso.
”Hicimos un buen laburo, porque era un gremialismo
distinto que llegaba, que se ocupaba de la gente, que venía con ideales, no era
corrupto, no venía tentado por la guita, veníamos con toda la fuerza que se
puede tener a los veinte años”.
Los primeros
tiempos fueron de mucha cautela, las afinidades en los comentarios y en las
quejas iban estableciendo coincidencias y unificaban propósitos. Muchas veces, determinadas
palabras identificaban los pensamientos, se establecían acercamientos y coincidencias,
las conversaciones se profundizaban y la necesidad de resguardarse hacía
necesario que ciertos diálogos continuaran fuera de la fábrica.
“Nos reuníamos en la casa de Campos muy
seguido, en la casa de Contigiani, en distintos lugares pero siempre con mucho
cuidado. Los primeros tiempos eran trabajos absolutamente clandestinos”,
añade Marino.
Las primeras iniciativas
fueron estableciendo cuidadosas redes de vínculos que organizaron al activismo.
Estos procesos de cambios eran casi imperceptibles pero se estaban insinuando:
aparecían compañeros que manifestaban su disconformismo, la denuncia de las condiciones
laborales comenzaba a estar presente en las conversaciones cotidianas y ante la
elemental pregunta de ¿qué hacer?, se perdía el temor y se escuchaban voces que
marcaban el camino de la lucha. Así se fue alimentando la autoestima de los
obreros y la convicción de que se aproximaba la hora en que las condiciones las
dejarían de imponer los patrones y los traidores.
La Agrupación Evita
comenzó a formarse a partir de la euforia que generó el triunfo electoral del
11 de marzo. Según relató Campos, y en poco tiempo se convirtió en la dirección
indiscutida de los ceramistas, se integró a la Juventud Trabajadora Peronista y
atrajo a una buena parte de los delegados de las empresas más importantes.
León aporta otra
visión de este agrupamiento: “cumplió un
rol de dirección en la toma del sindicato dirigida por Campos y luego por la
Comisión Interna dirigida por Figueroa, León, Benitez y luego por Montaner y
Palavecino. Era una dirección de poco nivel político pero con una gran
capacidad de movilización, lo que llevaba a la patronal a tomar recaudos.
Tenían la simpatía de muchos jóvenes y las elecciones internas las ganaban
invariablemente”.
***
La situación de la
fábrica maduraba aceleradamente, a la acción de los activistas se sumaba el
clima de rebelión generalizada que se expresaba a través de múltiples
manifestaciones y por la inminencia de cambios políticos. Era tan generalizada
la sensación de la retirada de la dictadura que del miedo nadie se acordaba y la
bronca acumulada se expresaba a viva voz en cualquier encuentro de
trabajadores.
Para que los cambios
en el estado de ánimo del movimiento obrero atravesaran los muros de Lozadur,
sólo faltaba que alguna provocación de la patronal o de la burocracia, o un
nuevo intento de represaliar a los obreros encendiera la mecha que condujera a
la explosión.
La alianza que
hasta entonces dominaba la situación sobredimensionó su poder, no comprendió la magnitud de los procesos que
estaban por manifestarse y reincidió en sus viejos métodos. Pero ya nada sería
igual ni en la vieja fábrica ni en el gremio.
“Empezamos a unirnos tratando de sacarnos esta lacra de
encima. Formamos la Agrupación Evita y organizamos la fábrica, haciendo
asambleas con todo el mundo, mientras que a las que llamaba el sindicato no iban
más de quince compañeros. La dirección del sindicato se mandó una ofensiva
contra nosotros tratando de limpiarnos. Hace veinte días suspendieron
gremialmente a doce compañeros y a otros ocho de La Fama (Cattaneo), alegando que
teníamos una actitud ‘divisionista’ por apoyar a Avellaneda. Los sindicatos de
Avellaneda, Morón y San Martín se abrieron de la Federación”[14].
El 23 de mayo de
1973, se hizo visible el despertar de los obreros ceramistas y comenzaron a dar
signos elocuentes de que estaban dejando de ser conducidos por dirigentes serviles
de la patronal, que postergaban continuamente las aspiraciones de mejorar sus
condiciones de vida.
Ese día, a las seis
de la mañana, en el momento de ingresar a la planta fabril, los trabajadores se
enteraron del despido de tres compañeros, que habían sido previamente
sancionados por la conducción gremial, lo que demostraba la complicidad
existente. Elbia Lobos, Ángel Ayala y Adán Braga fueron los obreros cesanteados
por disposición de la empresa. Fue la gota que desbordó el vaso y los obreros a
viva voz gritaron: ¡Basta!, y paralizaron las actividades. Mientras un grupo
cerró los portones, otros fueron por los talleres llamando a concentrarse en el
patio de entrada.
La asamblea se llevó
a cabo en el playón junto al tanque que identificaba a Lozadur. Era visible el
cambio del estado de ánimo colectivo, predominaba la sensación que el temor era
un recuerdo del pasado y que había llegado la hora de cobrarse muchas cuentas
pendientes. En medio de un gran entusiasmo, se decidió unánimemente la
ocupación de la planta hasta lograr la reincorporación de los cesanteados.
Los obreros ya no
estaban dispuestos a seguir soportando que la patronal continúe con su
autoritarismo sin límites y que los supuestos defensores de los intereses
obreros hagan sus negocios pactando contra sus compañeros. Como declararon “fue la chispa desencadenante de un penoso
proceso en que la patronal produjo el despido sistemático de otros trabajadores”[15].
La empresa se negó
a reincorporar a los despedidos y llamó a la policía, que se negó a actuar. “Encerramos a los jefes, que tenían un
julepe bárbaro. Intentaron cualquier tipo de maniobras. Incluso hubo un llamado
que decía ser la secretaria de Cámpora, diciendo que debíamos postergar la
ocupación para el día 26”[16].
La Agrupación Evita
hacía su aparición pública en esa confrontación gremial y planteó a los
delegados la opción de que se pongan al frente de la lucha o sigan acompañando
a la patronal, pero en condición de rehenes.
Un trabajador de
esa fábrica que participó de la experiencia, relató en aquel momento que la
patronal “reincorporó a los despedidos y
pagó las horas que estuvimos parados. Salar quiso ‘posar de héroe’, pero la
gente le dijo de todo y lo corrió como una cuadra, levantando en andas al
compañero (Horacio) Campos y proponiéndolo como secretario del sindicato. Si no
fuera por la alegría de la gente, Salar no escapa. Le hubiera pasado algo peor
que lo que le pasó a dos alcahuetes patronales que tenemos en fábrica (Yayo
Rodríguez y Federico Granzón) que los encerraron junto a los jefes como
rehenes, porque Salar y otros dirigentes son patronales”[17].
Marino recuerda que
“cuando nos rajaron, la gente obligó a
que nos reincorporaran. Ahí se dieron cuenta que la cosa había cambiado. Yo
ingresé a la Agrupación con la primera toma de fábrica. En los primeros tiempos
algunos tenían contactos con la JTP, después todos formamos parte, no era
obligatorio. Nos unió ver la mierda que era la fábrica, lo mal que estábamos y
que queríamos cambiarla”.
Este triunfo
destapó la olla de los reclamos largamente postergados y los ceramistas de
otras fábricas de la zona comenzaron a sumarse a la lucha contra la camarilla
de Salar. Los obreros de cerámica La Fama impulsaron una asamblea en la que se
destituyó a la comisión interna existente hasta entonces. En Lozadur se
juntaron unas setecientas firmas con el mismo motivo y fueron presentadas a los
directivos de la Seccional.
***
La fuerza de la
movilización resultaba imparable y poco a poco todo lo que se proponían los
ceramistas lo iban logrando, desde tener la última palabra en cualquier
iniciativa patronal, empezar a discutir de igual a igual y decidir libremente
quienes serían los dirigentes de la fábrica.
Los petitorios
pretendieron ser desconocidos por la cúpula salarista, pensando que se trataba
de algo pasajero y que se superaría sólo con dilatar las respuestas. Pero los
compañeros no tenían tiempo para esperar y cada nota escrita no contestada en
los justos términos, se respondía con una manifestación contundente. Las notas
presentadas tenían el valor de las decisiones irrenunciables y quienes las
firmaban no aceptaban ninguna desconsideración.
Así, los delegados
fueron los que se votaron en las asambleas de sección y la comisión interna la
que impuso la voluntad del playón. Pero los ceramistas iban por más.
“Nosotros cuando ganamos la comisión interna, fuimos por
la delegación a pedir elecciones, que no nos dieron. Hicimos asambleas
multitudinarias donde la gente pidió elecciones y expresó claramente que no se
sentían representados por los que dirigían el sindicato ceramista y nunca nos
dieron pelota”, recuerda Marino.
El 25 de junio, ante
las maniobras dilatorias de los dirigentes, la Agrupación Evita decidió la toma
del sindicato y desalojó de allí a la burocracia encabezada por Salar, que también
era el secretario general de la Federación Obrera Ceramista (FOCRA).
La sede de El Indio
2230 de Villa Adelina fue ocupada con la movilización que sorpresivamente
irrumpió en el local. Se desarmaron a todas las personas que estaban en el
lugar y a los que iban llegando, convirtiéndolos en rehenes. Además, en una de
las habitaciones se encontró un arsenal, compuesto por una sorprendente
cantidad y todo tipo de armas de fuego, como también una buena cantidad de cachiporras
y palos para utilizarlos como machetes.
“Entonces, un día hicimos una irrupción en el sindicato y
lo tomamos. El mismo día, convocamos a una asamblea que aprobó el nombramiento
de nuevas autoridades. A partir de ese momento, el pedido al Ministerio era que
vengan los veedores a avalar la asamblea. La hicimos de nuevo, vinieron los
veedores, tomaron nota y la respuesta no llegaba”,
señala Marino.
Durante la mañana,
enterados los compañeros que estaban trabajando de lo que ocurría en la sede del
sindicato, comenzaron a pedir permiso y marcharse de las fábricas para apoyar
la iniciativa de la Agrupación Evita. A la salida del turno mañana, la gran
mayoría de los compañeros se dirigió hacia el sindicato.
Al día siguiente,
en una asamblea a la que concurrieron unos dos mil ceramistas, se votó la
destitución de la comisión directiva, se eligieron a dos nuevos representantes
de la Seccional ante la FOCRA y una comisión provisoria de cinco compañeros
encargada de llamar a elecciones y garantizar su realización en el plazo de
sesenta días. Por lo demás, se votó la continuidad de la toma del sindicato y
se organizaron las guardias correspondientes para defender la sede gremial de cualquier
intento de recuperar posiciones de parte del salarismo.
Luego de ese hecho
determinante, Marino recordó algunas incidencias que muestran el estado de
ánimo de los obreros: “Hicimos marchas al
Ministerio, nunca nos dieron pelota. Parecía que no tenían lapiceras para
firmar la resolución de convocatoria a elecciones. Entonces, nos movilizamos y
le llenamos de lapiceras el Ministerio. De Lozadur llevamos más de mil
compañeros, más los de La Fama, de Porcelana Atlántida y otras fábricas y no se
pudo conseguir”.
Casi al mismo
tiempo que esto ocurría en Villa Adelina, un centenar de personas ocupó la sede
central de la Federación “con la
intención de provocar la renuncia de la directiva”. Según un documento que
difundieron, eran militantes de las agrupaciones Evita, Lealtad a Perón y 18 de
Marzo que se proponían “encarrilar los
destinos de la FOCRA por el sendero de la honestidad y las realizaciones
concretas a las que todo organismo sindical está obligado, lo que ha sido
desvirtuado totalmente a través de la triste y lamentable gestión del hasta
ahora secretario Salar, que llegó incluso a la marginación de varios sectores
ceramistas”[18].
Se referían a la
crisis que había estallado en la cúpula gremial y que había provocado “que en enero de este año se desafiliaron
los sindicatos de Morón, Avellaneda y San Martín. Esas filiales se encuentran
actualmente en manos de dirigentes adictos a la dirección de la CGT nacional y,
junto con la de Villa Adelina, representan las más importantes del país”[19].
Los ocupantes
denunciaban que “mientras en una fábrica de Avellaneda (Ferrum) se logró un convenio
que favorece y dignifica a su personal obrero, en la filial de la misma empresa
en Pilar, el señor Salar logró un convenio muy por debajo del mencionado. Llegó
inclusive a permitir en innumerables establecimientos un sistema de trabajo
totalmente superado en el país y en el mundo, denominado a destajo (caso
Lozadur por ejemplo)”. Se proponían “lograr
la tan ansiada reunificación de todos los sindicatos en una auténtica
federación”[20].
También hicieron
referencia “al magistral discurso del
teniente general Perón, que exige orden, honestidad, trabajo y patriotismo, los
compañeros ceramistas identificándose en un todo con la enorme necesidad de
aportar al esfuerzo nacional común el que realmente puede realizar nuestro
gremio”[21].
Finalmente, las
gestiones efectuadas por el diputado nacional del Frente Justicialista de
Liberación (Frejuli) Alberto Stecco permitieron lograr el desalojo de la sede de
la Federación[22],
dejando en evidencia las diferencias entre una y otra ocupación, mientras en la
sede de la FOCRA sólo se trataba de unas decenas de dirigentes que no habían
logrado convocar a las bases, otros eran los vientos que soplaban por la zona
norte del Gran Buenos Aires.
En la Seccional de
Villa Adelina la participación obrera se convertía en el verdadero motor de los
cambios y las transformaciones comenzaron a consumarse de inmediato. Ya la
relación de fuerzas no era la misma y los compañeros de distintas fábricas se
sumaban cotidianamente a los reclamos que hasta entonces estaban acallados por
la confabulación patronal-gremial.
Los obreros de
Cattaneo, además de destituir a la Comisión Interna, ocuparon la planta fabril
para exigir el paso de la quincena. Por primera vez los trabajadores imponían
condiciones, lograban el pago y que las horas caídas por el conflicto no fueran
descontadas. Además, se acordó con la patronal comenzar a negociar sobre las
deficientes condiciones de seguridad e higiene.
También los obreros
de Porcelanas Atlántida, el 10 de julio, ocuparon la fábrica reclamando por las
remuneraciones atrasadas, los retroactivos impagos y por la interferencias impuestas
al nombramiento de nuevos delegados.
En Cerámica Pilar
el despido de un activista ocasionó, gracias al paro inmediato de sus
compañeros del establecimiento y las medidas de solidaridad de paros de una y
dos horas por turno dispuestas por el resto de las fábricas del gremio, el
retroceso de la patronal y su reincorporación inmediata.
En las asambleas de
varias fábricas los obreros se solidarizaron con la lucha de los compañeros de
Lozadur y apoyaron los reclamos de destitución definitiva de la dirigencia
encabezada por Salar.
En medio de la
euforia y de los debates, los activistas, que podían contarse por centenares, evaluaron
que sólo se trataba de una batalla ganada y que la patota sindical desplazada
iba a plantearse recuperar su posición de poder. Por esa razón, comenzaron a
preparar la defensa de la sede gremial ante cualquier eventualidad. Para poder
garantizarlo, una permanente concentración de jóvenes activistas permanecía de
custodia en la sede gremial y se turnaban por la noche para prevenir cualquier
contragolpe de la burocracia.
Ante la necesidad
de salvaguardar lo conquistado de un ataque de los matones, los activistas
habían conseguido armas para hacer efectiva la defensa de la sede gremial
recuperada. Ante la necesidad de contar con elementos para la defensa, los
propios compañeros se fueron dotando de ellos a partir de los que contaban en
sus domicilios o los consiguieron prestados para la ocasión.
IV
Los hornos se recalientan
La lucha por la
convalidación ministerial de la destitución de la dirigencia ceramista y el
reconocimiento de la comisión provisoria tendría varios inquietantes capítulos
más, como una demostración más de lo poco que les importa la voz de las bases a
la burocracia sindical y a los que administran las relaciones laborales.
A pesar de que los
obreros designados por la asamblea funcionaban en la sede gremial y contaban
con el apoyo mayoritario de las bases ceramistas, la cartera laboral no sólo
demoraba el reconocimiento sino que además había bloqueado los fondos de la
entidad.
El accionar de las
bases sólo contó con un breve lapso de liberalidad que coincidió con los pocos
días que duró el interregno de la experiencia camporista. Los cambios que abruptamente se comenzaron a presentar
en el país tuvieron inmediatas manifestaciones en la lucha ceramista e
instalaron nuevos y diversos obstáculos que pondrían a prueba hasta qué punto
los trabajadores estaban dispuestos a sostener la pulseada.
En los últimos
meses, las manifestaciones populares que se desarrollaban en el país habían sido
tan contundentes que no dejaban espacios para acciones clandestinas u
operaciones armadas, todo transcurría en el marco de una total e inédita visibilidad
y de una absoluta legalidad conquistada de hecho por las manifestaciones de
luchas obreras, estudiantiles y populares y por las crecientes fuerzas de una
vanguardia que se expresaba centralmente en la Juventud Peronista y corrientes
allegadas.
La barbarie desatada
en Ezeiza por la derecha peronista, el 20 de junio, ante la masiva concurrencia
que acudió a darle la bienvenida al general Perón, fue el primer signo de que
se estaba imponiendo un cambio de orientación.
Allí, las huestes
de Jorge Osinde y José López Rega reprimieron a mansalva a las manifestaciones
multitudinarias que acudían, en un clima festivo, a reencontrarse con el líder.
Las columnas organizadas por la Juventud Peronista fueron las principales
víctimas del accionar cuasi fascista que se manifestó en esa jornada,
produciendo un número nunca determinado de muertos y heridos.
El Gobierno
Nacional, luego de la renuncia de Cámpora, se proponía revertir la mayoría de
las conquistas que la movilización de los trabajadores había logrado. Desde la asunción
de Raúl Lastiri (yerno de López Rega) como presidente provisional, había una
evidente reorientación de la política implementada, con el fin de erradicar a
los sectores democráticos, clasistas y de izquierda que habían alcanzado
posiciones sociales y gremiales de preeminencia.
Como prueba de
ello, la Dirección de Asociaciones Profesionales aprobó una resolución que
disponía que el sindicato de Villa Adelina fuera devuelto a la conducción de
Salar.
Una vez conocida la
medida contraria a la voluntad obrera, el 25 de julio, una asamblea general de
más de un millar de compañeros resolvió ratificar a la comisión provisoria y
convocar a una nueva asamblea, dos días después, para elegir una junta
electoral que normalizara definitivamente a la seccional más importante de la
Federación, con sus dos mil quinientos afiliados.
Pero, unas horas
antes que se llevara a cabo esa asamblea, se hicieron presentes en la sede
gremial tres policías, un representante de la Justicia y miembros de la
anterior dirigencia para reasumir la conducción gremial y proceder al traspaso
del local.
La respuesta de las
bases no se demoró. En cuestión de minutos, más de un millar de obreros tomaron
los vehículos de las empresas y tomaron unidades de las líneas de colectivos
que pasaban por las inmediaciones de las plantas fabriles, y llegaron masivamente
al sindicato para defenderlo. La vigorosa manifestación hizo que la soberbia de
los agentes del estado y la burocracia se esfumara en cuestión de segundos.
Finalmente, la
asamblea convocada se llevó a cabo y en un marco de gran combatividad se ratificó
nuevamente todo lo actuado; pero la influencia que se le había permitido
conquistar a la dirigencia de la seccional Avellaneda, encabezada por García,
impuso un cuarto intermedio de espera, a pesar de que un sector importante
planteaba la movilización inmediata a la Delegación Regional del Ministerio de
Trabajo.
García, que había
participado apoyando la lucha como una forma de saldar sus disputas
burocráticas con Salar, había informado que estaba haciendo gestiones ante el
mismo José Ignacio Rucci, entonces secretario general de la CGT, para destrabar
el reconocimiento de la nueva conducción y que el veedor de la cartera laboral,
que había prometido concurrir ese día, lo haría el miércoles siguiente.
Algunos activistas expresaron
a viva voz sus sospechas y denunciaron en la misma asamblea que la intención
era dilatar la resolución del reclamo obrero para generar el desgaste de los
activistas, desanimar a los compañeros y permitir el reagrupamiento salarista.
Si bien se aceptó
el cuarto intermedio, se aprobó por unanimidad la conformación de un comité de
movilización integrado por representantes de todas las fábricas para preparar
una manifestación hacia el Ministerio.
Como suele ocurrir,
el triunfo no llegaría por vía de los trámites, de la gestión de intermediarios
ni de favores de funcionarios, sino por la formidable reacción de las bases
ante el intento de la patota sindical de instalarse por la vía de las armas.
***
En la madrugada del
21 de agosto, un grupo de aproximadamente cuarenta matones armados intentó
ocupar la sede de Villa Adelina. Primero, se dispusieron a forzar la puerta de
ingreso y luego, al ver las dificultades que presentaba la acción, saltaron las
paredes medianeras traseras del predio para atacar a los ocupantes con
artillería pesada.
En la sede del
sindicato se encontraban en ese momento Domingo Vivas, Máximo Carranza, Leandro
Ciel -que integraban la Comisión Normalizadora de la Seccional-, Ricardo
García, Francisco Silva, José Almirón, Pedro Alegre y Eugenio Otamendi.
De inmediato
comprobaron las intenciones por los gritos de los atacantes: “venimos a tomar el sindicato, entréguenlo o
los matamos a todos”[23].
“‘Entreguen el sindicato o los reventamos
a todos’ fue la orden impartida, según aseguraron algunos testigos. Y momentos
después se iniciaba el tiroteo”[24].
Los defensores, en
lugar de atemorizarse, se parapetaron en la secretaría general y en el salón de
reuniones y comenzaron a responder a la balacera descargada por los matones.
Los atacantes
contaban con ametralladoras y granadas de gases lacrimógenos. “Un hecho virtualmente sin antecedentes en
el ámbito gremial”, calificó Crónica. “La
batalla fue tremenda, en ciertos momentos la angustia cundía porque se desarrolló
a lo largo de varias horas, al ser rechazadas la primeras embestidas de los atacantes.
Se efectuaron más de 300 disparos de armas de fuego (…) también hubo lastimados, contusos y
lesionados leves”[25].
“‘Fueron tres horas tremendas, infernales,
parecía que no acabarían nunca’, sentenció un vecino todavía impresionado”[26].
Se produjo una
verdadera zona liberada, porque los estruendos del tiroteo, que angustiaron a
gran parte del vecindario, no fueron registrados por la policía, a pesar de la
proximidad del destacamento. En el barrio se generó una intensa alarma, muchos
vecinos abandonaron sus viviendas en procura de un refugio más seguro y avisaron
de lo que estaba aconteciendo a la Subcomisaría de Villa Adelina.
“¿Y la policía? Se dijo que había sido avisada a poco de
comenzar el tiroteo. Lo cierto es que la primera comisión llegó al lugar
aproximadamente a las 8 cuando hacía ya un rato que había terminado todo”[27].
A las 4:15 de la
madrugada, dos vehículos transportaron refuerzos para los atacantes. Ya habían
apelado a granadas de gas de Fabricaciones Militares y provocaron un incendio
en las puertas del local.
Finalmente, a las 5:30
los agresores lograron imponer su superioridad y se apoderaron del edificio. Una
vez adentro agredieron con cadenas a los compañeros que se encontraban allí,
les robaron todo lo que tenían y quemaron papeles y documentos que seguramente
resultarían comprometedores para la vieja dirección. Los defensores salieron a
la calle con los brazos en alto y abandonaron el lugar.
También en los
alrededores de Lozadur los matones habían perseguido y golpeado brutalmente a
los activistas.
Pero la batalla no
estaba terminada. Lo que no había previsto la patota burocrática fue la
decidida resistencia que opondrían a sus intentos quienes estaban resueltos a
defender una conquista duramente obtenida y largamente demandada.
Los activistas que fueron
desalojados de la sede se dirigieron de inmediato a cada una de las fábricas
ceramistas. Allí, realizaron asambleas coincidentes con la hora de ingreso de
los obreros: se decidió paralizar las actividades de inmediato y marchar
masivamente hacia la sede ocupada por los matones.
“Eran
las seis y media –recuerda Marino-, la
gente recién había entrado al turno. Tocamos la sirena, que era la convocatoria
a asamblea. Salió la gente y le decimos que habían tomado el sindicato. Fue un
malón, se fueron todos caminando y se plantaron en la puerta del sindicato. No
fue fácil de conducir. Al rato llegaron los compañeros de La Fama, algunos
caminando, otros en colectivos que apretamos. La gente se movilizaba con mucha
facilidad, es indescriptible, tenían muy claro lo que estaba pasando”.
Villanueva recuerda
que “salimos todos con ropa de trabajo
por Ader, fuimos convocados por Campos, que tenía mucho carisma y le abrió los
ojos a mucha gente. Estábamos todos afuera del sindicato. Había mucha alegría,
fue una fiesta en los alrededores del sindicato, mucha gente joven que fue
contagiando a un buen grupo de gente vieja”.
“Los 40 agresores sufrieron un desconcierto tan tremendo
que durante algunos minutos no supieron qué hacer”, declaró
a la prensa uno de los activistas, por la magnitud de la concentración de los obreros
que se agolpaba en la calle El Indio, que alcanzaba a unos dos mil compañeros.
Toda la bronca acumulada
en los últimos años explotó en ese momento y los matones se vieron obligados a
permitirle a Horacio Campos que hablara ante los trabajadores, para impedir que
éstos se abalanzaran sobre ellos y los lincharan.
Néstor Agüero
calificó a los agresores como “matones a sueldo” pertenecientes a la Juventud
Sindical[28]. Según
el periódico Política Obrera “los matones contaron con apoyo de la burocracia
textil de la zona”.
A medida que se
fueron concentrando más y más ceramistas dispuestos a enfrentarlos, la situación
se invirtió y la patota tuvo que esconderse dentro del local, de donde no
salieron hasta tener garantías mínimas de seguridad personal, las que se les concedieron.
Pese a ello, fue difícil contener la indignación de muchos ceramistas, que
querían saldar la vieja cuenta pendiente con los “hombres de acción” de la
burocracia.
Los ocupantes
parlamentaron con los activistas y estos le garantizaron un cordón para
preservar su integridad y que pudieran alejarse del lugar. Cuando se iban,
Líder Quirós efectuó dos disparos con una pistola, hiriendo de muerte a Juan
Carlos Bache, uno de los obreros movilizados. Los testigos señalaron que “fue baleado desde atrás cuando formaba
parte de un cordón con el propósito de que quienes estaba en el interior del
Sindicato pudieran ganar la calle. Bache recibió un tiro en la cabeza y el
impacto entró por la nuca, sin orificio de salida y otro balazo recibió a la
altura del tórax”[29].
Los compañeros que
se amontonaron junto a él vieron caer a la primera víctima de su lucha; los
renegados de la clase obrera acababan de sumar a su ya larga lista de
traiciones y atropellos, una nueva infamia: la muerte de un joven luchador obrero.
Su deceso se
produjo al llegar al Hospital Pirovano. Tenía 34 años. Su grupo familiar se
componía de una hija, Leticia, de cuatro años y su esposa Nancy Heredia de 24.
El revuelo y la
indignación fueron mayúsculos. Pero Quirós pudo huir, mientras los ceramistas
gritaban: “¡Hay que lincharlo, es un
asesino!”. La policía acudió en su auxilio y apresó a dos de los agresores:
Teodoro Reina y Ricardo Acalber, según Crónica.
En tanto el diario
Clarín sostuvo que los agresores fueron detenidos por los manifestantes, “Se trata de Ricardo Algarbe y Teodoro Raismar.
Conducidos al interior de la sede gremial, fueron interrogados por dirigentes
ceramistas y luego entregados a las autoridades policiales”.
“Por entonces se vivieron momentos de gran tensión ya que
la multitud que estaba en el frente del edificio intentó hacer justicia por sus
propias manos (querían linchar a Algarbe y Raismar) pero finalmente el orden
fue controlado por la policía”[30].
El juez
interviniente por razones de jurisdicción fue Martín Jorge Lasarte.
Al recuperar la
sede, uno de los defensores, Ricardo García, afirmó a Crónica: “los agresores integran un grupo derechista.
¡Fue un ataque de la extrema derecha! Creemos que el inspirador ha sido Roberto
Salar, quien está al servicio de la patronal. Durante 18 años, en que fue
secretario general del gremio, no vaciló en perjudicar a sus compañeros. Ingresó
al sindicato en 1955, con los ‘comandos civiles’ de la llamada Revolución
Libertadora”. Entre los agresores fueron identificados también Armando
Alijo, Juan Carlos Rosas, Alfredo Calderón, Enrique Jaime, Raúl Muñoz, Manuel
Pérez, Luciano Figueroa, Héctor Martínez, Pagalday y López de una fábrica
ceramista de Pilar. También fueron mencionados los salaristas Jaime Quirquincho,
Belardi, Franzó, el Negro Rojas y Muñoz, algunos de los miembros de la ex
Comisión Directiva alineada con Salar.
Horas después, en
una asamblea celebrada en las puertas del sindicato, los ceramistas resolvieron
realizar un paro de repudio al asesinato y de homenaje al compañero caído. Esa
misma tarde, mientras los trabajadores esperaban aún que les fuera entregado el
cuerpo de Bache, vieron llegar al propio ministro de Trabajo Ricardo Otero,
quien les anunció la designación de un delegado normalizador, que se trataba de
Manuel Ángel Pasarín. El funcionario confirmó también la fijación de un plazo
máximo de sesenta días para la elección democrática de las nuevas autoridades
del sindicato[31].
Los trabajadores
habían triunfado. Tras una ardua pelea, habían visto concretar el objetivo por
el que habían luchado durante tantos meses. Nadie dudaba sobre cuál sería el
resultado de las elecciones.
En el velatorio de
Bache sus compañeros se congregaron en la sede gremial, cuando todavía
permanecía el aire cargado de gases lacrimógenos y se veían los impactos de la
balacera en las paredes del edificio y, en la vereda, innumerables coronas de flores
de la mayoría de las secciones de la fábrica y de otros establecimientos. Estuvieron
más de dos mil operarios comprometidos con aquella lucha y hubo muestras de
solidaridad de otras fábricas de la zona como EMA y Editorial Abril, de agrupaciones
como el Peronismo Combativo y el Frente de los Trabajadores, y estuvo presente
el dirigente Juan Carlos Coral del Partido Socialista de los Trabajadores (PST).
La muerte del
obrero de Lozadur fue un duro precio que los trabajadores tuvieron que pagar
por su victoria; por eso, el día 22 a las 4 de la tarde, cuando acudieron al cementerio
de Olivos a dar el adiós al compañero, ninguno dudada de que había que seguir
la lucha.
En medio del dolor
obrero, una corona enviada por el secretario general de la CGT José Rucci, fue
recibida con visibles muestras de disgusto.
El discurso de
despedida estuvo a cargo de Campos: “Bache
murió como un combatiente, como un combatiente peronista. Y una vez más
afirmamos que la sangre derramada no será negociada. Su muerte nos compromete
aún más en esta lucha que venimos librando contra la burocracia”[32].
La noticia de la
victoria fue recibida con interrogantes pronunciados en voz baja y con lágrimas
en los ojos: “¿No alcanzaban las
asambleas de miles de compañeros? ¿Hacía
falta que muriera un compañero para que el ministro nos diera la razón?
(…) Esto ha sido un intento desesperado
de quitarle el sindicato a los obreros”, expresó Campos al semanario El
Descamisado.
“Pasarín, al día siguiente del sepelio, fue ‘obligado’
por el activismo a reconocer a todos los cuerpos de delegados nombrados por asambleas
desde el desplazamiento de la burocracia de Salar y que involucran a gran
cantidad de fábricas: Lozadur, Cattáneo, Leca, etc”[33].
Los ceramistas de
Villa Adelina mantuvieron una lucha sin pausas ni claudicaciones durante varios
meses, sabían que su aspiración de conquistar una nueva dirección encerraba la
posibilidad de poder enfrentar con éxito a las duras condiciones de trabajo a
que eran sometidos y dejar de ser los más postergados entre los postergados.
***
Ante la
convocatoria de las elecciones para normalizar el sindicato, el sábado 29 de
setiembre se realizó una asamblea de activistas y delegados, con la
concurrencia de unos doscientos compañeros. En el transcurso del debate, se perfilaron
dos posiciones: la de un sector minoritario influenciado por la dirigencia de
la seccional Avellaneda, que pretendía imponer métodos tradicionales y
burocráticos para la selección de los dirigentes; y la de la gran mayoría de
los participantes que bregaba por elegir una lista única democráticamente
elegida por las bases.
Al ver que
fracasaban en sus aspiraciones, decidieron retirarse de la asamblea provocando
la ruptura de unas quince personas, que fueron sindicadas como pertenecientes
al Comando de Organización.
La asamblea votó
una integración democrática y representativa de las fábricas, que previamente
habían designado por asambleas de establecimiento a los representantes que
integrarían la Lista Marrón, que finalmente estuvo encabezada por Ángel Ayala
de Lozadur y José Alonso de Cattáneo, e integrada por compañeros de Amsco,
Baviera y Atlántida, entre otros.
El programa de la
Lista Marrón fue largamente debatido y aprobado unánimemente. En sus
principales puntos incluía la eliminación del trabajo a destajo, la instalación
de comedores obreros y guarderías, igual salario para las mujeres, contra el
congelamiento salarial, plena vigencia de la Ley 14250, convocatoria de las
comisiones paritarias para discutir salarios y condiciones de trabajo en
sesenta días, reclamo a la FOCRA para que encabezara un plan de lucha por la
actualización trimestral de los salarios de acuerdo al alza del costo de vida.
En cuanto a la vida
gremial, se sostenía el control de las bases de los fondos sindicales, la
realización sistemática de asambleas generales soberanas y la convocatoria del
plenario de delegados y activistas mensualmente.
El 23 y 24 de
octubre se llevaron a cabo las elecciones de Comisión Directiva de la Agrupación
Obrera Ceramista. Sobre una concurrencia de 2154 afiliados, la lista Marrón se
impuso a la Azul y Blanca por 440 votos, con un resultado de 1297 (60,2%) contra
857 (39,8%) votos.
***
El 23 de agosto,
fue consagrada sin ningún tipo de oposición la nueva Comisión Directiva de la
FOCRA, encabezada por Domingo José Moreyra e integrada por Jorge Fernández Ponce,
Gerónimo Villegas, Damián Márquez, Roberto Dipierro, Guillermo Largeaud y
Ricardo Sánchez.
Pero los sucesos de
Villa Adelina presionaron sobre los dirigentes y obligaron a Moreyra a
convocar, el 18 de diciembre de 1973, a un Congreso Nacional Extraordinario de
la entidad gremial, que contó con la asistencia de 27 congresales y un veedor
del Ministerio. Una de las resoluciones dispuso la separación de cinco miembros
del Secretariado Nacional y “el repudio al ex dirigente Roberto Salar”.
Estas disposiciones
fueron desconocidas por el Ministerio de Trabajo, que confirmó a la conducción
anterior.
El 18 de enero, los
ceramistas pararon en todo el país para imponer lo votado por el congreso y se
produjo una concentración de seiscientos obreros frente a la sede ministerial,
portando carteles de la Agrupación Evita, de la Juventud Trabajadora Peronista
y de la Agrupación Ceramista de Rosario. Mientras, una delegación exigía ser
recibida por el ministro Otero para obtener el reconocimiento de las
autoridades electas en el congreso.
En tanto, en
Rosario unos cuatrocientos obreros hicieron concentraciones de apoyo al
reclamo.
La entrevista con
el titular de la cartera laboral se concretó el 22 de enero, donde se
expusieron las razones. Otero quedó en estudiar el expediente y dos días
después ratificó lo decidido por el congreso. Finalmente, se convalidó la
separación de los salaristas Dipierro, Villegas, Márquez, Largeaud y Fernández
Ponce, que fueron sindicados como integrantes de las 62 Organizaciones[34].
V
Moldeando un nuevo gremio
Los ceramistas
vivían el crecimiento progresivo de su autoestima por los sucesivos triunfos de
sus luchas, pero el horizonte del país se iba cargando de nubarrones que
amenazaban los notables avances obtenidos.
La evolución de la
situación política del país no se conciliaba con el proceso que se estaba
desarrollando en el gremio. Mientras la recuperación del sindicato ceramista de
Villa Adelina generaba entusiasmo y tonificaba los reclamos obreros por mejoras,
que paulatinamente se iban logrando, paralelamente los sucesivos gobiernos encabezados
por Raúl Lastiri, Perón e Isabel Perón se habían propuesto revertir las
conquistas y los espacios democráticos que se habían desplegado en el breve
interregno de Cámpora.
El clima de inédita
legalidad terminó abruptamente con la Masacre de Ezeiza y, a partir de
entonces, comenzaron a sucederse enfrentamientos sangrientos entre la izquierda
y la derecha peronista, y las bandas armadas de la burocracia sindical iniciaron
impunemente continuos operativos de represalia de los dirigentes y activistas
sindicales clasistas que amenazaban sus posiciones y prebendas, y se produjeron
las primeras víctimas fatales.
José López Rega, al
frente del Ministerio de Bienestar Social, conformó un aparato paramilitar a
partir del reclutamiento, orquestado por el comisario Alberto Villar, de oficiales
y suboficiales retirados de la Policía Federal y algunos delincuentes comunes
relacionados con la SIDE y con grupos ultraderechistas que dieron origen a la
Alianza Anticomunista Argentina[35].
La Triple A contaba
muchas veces con la colaboración operativa y de inteligencia militar para
atentar violentamente contra cualquier ciudadano sospechoso de poseer una
ideología de izquierda.
López Rega era un ex
cabo de la Policía Federal y secretario privado de Perón. Con el
desplazamiento de Cámpora, se dispuso su ascenso meteórico a comisario general.
El general lo llamaba familiarmente Lopecito; sus
allegados le decían Daniel y sus enemigos le habían puesto el mote de El Brujo, por sus inclinaciones esotéricas.
En julio de 1973,
Benito Spahn de la Juventud Peronista fue asesinado por un guardaespaldas de
José Rucci. A partir de entonces se fueron sucediendo los actos criminales y
vandálicos, que incluyeron secuestros, torturas, ametrallamientos, asaltos y
destrozos de locales culturales, gremiales y partidarios, que profundizaron un
espiral de violencia que logró el buscado objetivo de ir acostumbrando
paulatinamente al horror.
El 19 de
septiembre, se inauguró una metodología de eliminación de opositores que haría
historia, el sindicato gráfico denunció la desaparición del activista Sergio
Maillman.
Las denuncias de
apremios ilegales, maltratos y torturas se multiplicaron, muchas se ejecutaban en
las propias reparticiones policiales y otras en sitios clandestinos no
oficiales.
En esos días, el
Consejo Superior Peronista se declaró en "estado de guerra" contra
los "infiltrados marxistas del
Movimiento" y un documento reservado llamó a asumir la defensa y
atacar al enemigo en todos los frentes y con la mayor decisión, declarando el
estado de movilización de los elementos materiales y humanos para afrontar esa
guerra. Luego de este documento del justicialismo se inició la "caza de
brujas" y la represión ilegal contra la izquierda y el movimiento obrero[36].
A la Triple A se
sumaron la Juventud Sindical Peronista y el denominado Comando de Organización,
los agrupamientos más activos en llevar adelantes el accionar represivo ilegal,
como también distintas bandas apañadas por el gremialismo, grupos fascistas o
parapoliciales. Comenzaron con la colocación de artefactos explosivos, la golpiza
de activistas y provocativas manifestaciones con ostentación de armas, y
continuaron con el asesinato de estudiantes, obreros y dirigentes disidentes.
El huevo de la serpiente había roto su caparazón.
En enero de 1974,
la Triple A difundió en Buenos Aires una “lista negra” de personalidades que “serán inmediatamente ejecutadas en donde se
las encuentre”. La lista incluyó a Hugo Bressano –más conocido como Nahuel
Moreno- (dirigente del PST); Silvio Frondizi, Mario Hernández, Gustavo Roca y
Mario Roberto Santucho (dirigentes del PRT/ERP); los sindicalistas Armando
Jaime, Raimundo Ongaro, René Salamanca (PCR) y Agustín Tosco; Rodolfo Puiggrós
(ex rector de la UBA); Manuel Gaggero (director del diario El Mundo); Roberto
Quieto (Montoneros), Julio Troxler (Peronismo de Base); coroneles César Perlinger
y Juan Jaime Cesio; monseñor Enrique Angelelli; senador nacional Luís Carnevale;
entre otros. Con la mayoría de ellos la amenaza se consumó poco tiempo después.
El 11 de mayo,
acribillaron a tiros al sacerdote Carlos Mugica a la salida de la iglesia de
San Francisco Solano.
En la noche del 29,
el local del PST de General Pacheco fue asaltado por una banda
armada, integrada por miembros de la Juventud Sindical Peronista de la UOM y
otros facinerosos afines. Este acto de barbarie significó un nuevo salto de la
represión ilegal. Intervino un comando perfectamente organizado, integrado por
unos quince hombres, que utilizaron ametralladoras, armas largas y granadas con
total impunidad.
Secuestraron a seis
militantes, tres mujeres fueron liberadas poco después. Pero, por la mañana, los
cadáveres de los militantes Oscar Meza, Antonio Moses y Mario Zida aparecieron acribillados
a balazos[37].
Ante la denominada “Masacre de Pacheco”, el diputado Rodolfo Ortega Peña (Peronismo de Base) afirmó que “lo que parece distinguirse es que la política del terror blanco no está dirigida a quienes funcionan en la superestructura, sino a aquellos cuadros que van desarrollándose en el seno de la clase trabajadora, sean delegados o compañeros militantes de base”. Poco después, también él fue asesinado por la Triple A.
Ante la denominada “Masacre de Pacheco”, el diputado Rodolfo Ortega Peña (Peronismo de Base) afirmó que “lo que parece distinguirse es que la política del terror blanco no está dirigida a quienes funcionan en la superestructura, sino a aquellos cuadros que van desarrollándose en el seno de la clase trabajadora, sean delegados o compañeros militantes de base”. Poco después, también él fue asesinado por la Triple A.
El propio general Perón
justificó el crimen de los tres socialistas: “son grupos antagónicos, que pelean entre ellos en vez de discutir y
acordar, pero eso pasa en todas partes del mundo”[38].
Sin embargo, el
estado de ánimo de las bases obreras iba irremisiblemente a confrontar con la
orientación política que se estaba desarrollando. El fallecimiento de Perón, el
1º de julio de 1974, provocó un breve impasse, pero la tendencia ensayada hasta
entonces se profundizó sustancialmente, provocando que la clase obrera fuera
preparando su respuesta.
El punto de
conflicto que unificaría a todo el Movimiento Obrero contra el gobierno de
María Estela Martínez de Perón, a pesar de la dirigencia gremial, se
desenvolvería alrededor de la convocatoria a las convenciones colectivas de
trabajo que debían concretarse en julio de 1975.
***
En los primeros
días de mi desempeño en fábrica, me di cuenta que era habitual que los
compañeros se identificaran a través del apellido o de algún sobrenombre, en
los que predominaba la jerga de sus lugares de origen. Los que se cruzaban
conmigo e iniciaban una conversación, me preguntaban por mi nombre y, con mi
respuesta, se les disparaba una mueca de sorpresa, como si no hubieran
entendido bien lo que les decía y necesitaban que se lo repitiera. Para ellos
no era común encontrarse con algún apellido originado en el oriente europeo y
precisaban unos minutos para salir de la sorpresa que les causaba su
pronunciación.
Pronto reparé en el
detalle que casi nadie lograba recordarlo y comenzaba a ser una traba para
dirigirse hacia mí. En principio, el genérico “flaco” resolvía muchas
cuestiones, pero los flacos eran muchos, así fue que los compañeros comenzaron
a adecuar la extraña fonética de mi apellido a sus usos y costumbres. Hasta
llegar a encontrar una síntesis con el equipo de fútbol con el que simpatizaba,
que era otra rareza entre los compañeros de la fábrica, y empecé, después de
varias semanas, a ser identificado como el FlacoVeliz.
Fuera de esta
anécdota, me sentía muy bien con los vínculos que estaba gestando con los
compañeros y cada día que pasaba se afirmaba mi gratificación por haber tomado
la decisión de trabajar allí. En general era muy simple relacionarse y, a pesar
de que mi lugar de trabajo me imponía cierto aislamiento, la libertad de
movimiento que tenía me permitía una integración social intensa.
Al poco tiempo, me
invitaron a participar de los equipos de fútbol de la sección, casi todos los
sábados había partidos de desafío o algún torneo y la llegada de uno nuevo
despertaba el interés por incorporar algún crack
al plantel. Aunque pronto se desilusionarían conmigo, nunca faltaba a las
invitaciones. Mi puntualidad para asistir a las convocatorias les aportaba
certezas a los organizadores y era un aliciente para que me siguieran
invitando. El “tercer tiempo” era el momento de mayor proximidad, cuando
compartíamos tragos, picadas, chismes y anécdotas.
Poco a poco,
también comencé a ser invitado a las reuniones y fiestas que se organizaban con
mucha frecuencia, tanto en casas de los compañeros como en la sede gremial que,
desde la recuperación del sindicato, estaba abierta para todo tipo de festejos.
La necesidad de la recreación era el complemento necesario que se abría con los
fines de semana para compensar los pesares de los demás días.
La primera fiesta a
la que acudí fue un sábado a la noche en el patio del sindicato. Allí, pude
sorprenderme con la calidad de la vestimenta y la elegancia con que se hacían
presentes los compañeros. Eran los mismos que durante la jornada laboral se
impregnaban del polvillo que flotaba en el ambiente, pisaban el fango permanente
del baño de la fábrica, se mojaban en los piletones de cuarzo o ensuciaban sus
ropas con la grasa de las cintas de producción.
Cuando llegaba el
sábado, los ceramistas se transformaban a la hora de sumarse a un festejo. Era
muy común que los compañeros asistieran vestidos con sacos, trajes, corbatas y
resplandecientes camisas. Las compañeras también lucían sus cuidadas
vestimentas, que hacían olvidar por completo la cotidianeidad de sus
guardapolvos celestes y sus cofias o pañuelos para proteger sus cabellos.
En ese momento de
ocio colectivo, parecía que todos coincidían en querer olvidar que existía la
necesidad de trabajar y se vestían como si no la tuvieran.
Parecía un relato
de ficción, donde los protagonistas por la noche se convertían en cenicientas y cenicientos que pretendían jugar a esa fugacidad, a soñar e
ilusionarse de que ese momento de dicha no terminaría nunca.
Era el espacio de
la alegría y la seducción, del baile y la comida, de la risa y la bebida. Una
sensación plena de libertad, donde se podían liberar los sentidos y borrar
todas las limitaciones y angustias.
En ese marco, el
consumo de alcohol complementaba la búsqueda de la realización de tantos deseos
postergados. Era la vieja tentación de los que sufren, de desembocar en ese pequeño
limbo que genera el efecto etílico para compensar las carencias que les ofrecía
la vida.
***
La nueva conducción
y el activismo ceramista fueron gestando transformaciones en todas las fábricas
y talleres. Ese fenómeno a su vez promovía a nuevos contingentes de obreros que
se iniciaban en distintas acciones gremiales, emulaban a los que estaban en la
primera línea de lucha y veían que la posibilidad de mejorar era una construcción
colectiva a la que podían y debían contribuir.
Los cambios eran
visibles en cuanto al trato que dispensaban las patronales a los trabajadores, en
el respeto de las normas convencionales y legales y en la seriedad con que se
llevaban adelante los reclamos. Los empresarios comenzaron a considerar el
valor de la palabra pronunciada por los dirigentes y delegados y que las
exigencias formuladas a través de petitorios escritos o verbales debían ser tomadas
en cuenta.
También, las
arbitrariedades a las que estaban acostumbrados gerentes, jefes y capataces ya
no iban a seguir imponiéndose como si nada hubiera pasado. El poder absoluto
que hasta entonces tenían ya había presentado su acta de defunción.
La mayoría de los
patrones percibieron el cambio drástico de las relaciones de fuerza y que las
bases obreras ahora democráticamente imponían nuevas condiciones. Sin lugar a
dudas, la tortilla se había dado vuelta.
Villanueva recuerda
ese tiempo de conquistas: “se consiguió
la guardería, los vestuarios, una sede para la Comisión Interna, muchas
condiciones de trabajo mejoraron, se pusieron dos compañeros más para empujar
los carros, uno tiraba de la lanza y otros dos empujaban de atrás, eso fue muy
importante. Tuvimos un carrito con bebida que pasaba por las secciones, con las
horas extras teníamos quince minutos de descanso y nos daban un sándwich y una bebida”.
Cuando alguna
patronal no parecía haberse cerciorado de que ya no podía imponer su voluntad,
todo el gremio salía a respaldar solidariamente a los obreros de esa empresa y
las voluntades prepotentes se doblegaban.
Así fue como en los
primeros días de diciembre de 1973, ante el despido de una activista de la
fábrica Azulejos Decorados (sobre la Panamericana, en Martínez), los ceramistas
demostraron como habían cambiado los tiempos.
Esa planta se había
sindicalizado recientemente y a los paros escalonados de los operarios le sucedió
el paro por tiempo indeterminado. El Ministerio de Trabajo decretó la conciliación
obligatoria y la patronal se negó a acatarla.
La Comisión
Directiva convocó a un plenario de delegados del gremio que decidió un paro
solidario de toda la seccional, que se llevó a cabo el 10 de diciembre. Ante la
contundente reacción obrera, la patronal debió reincorporar a la trabajadora[39].
Marino recuerda un
conflicto en Lozadur que tuvo particularidades anecdóticas: “el dueño de la fábrica era Amoroso Copello,
que había sido presidente de la Junta Nacional de Granos. Cuando compra la
fábrica, pide una reunión con los delegados. Nosotros le presentamos un
petitorio, donde pedíamos mejores condiciones de trabajo, que pongan
extractores en la zona de los hornos, cosas elementales… Había una basura que
se llamaba Puig Del Val, subjefe de Personal, que nos contestó: ‘sí, vamos a
abrir el techo y vamos a dar un sombrero de mejicano a cada uno para que se
apantallen’. Se hacía el gracioso”.
Ante la demora en
aceptar el petitorio, se decidió tomar la fábrica.
“Íbamos a reunirnos con el Colorado Pena, jefe de
Personal, -continúa Marino- que se había comprado un Peugeot 504 blanco, que era en aquel entonces
un cochazo. Le digo a un amigo, que le decíamos Pichurro: ‘agarrá cajas de
cartón y paja para embalar platos, cuando te haga una seña, empezá a meterlas
debajo del auto y conseguí un bidón de agua para rociarlo.
”Nos reunimos en el tercer piso, en la oficina de Amoroso
Copello. La discusión estaba dura, nos pedían tiempo. Entonces, corro la
cortina y le digo a Pena: ‘ustedes no van a firmar nada pero van a tener que hacerse
cargo de la calentura de la gente’. Cuando ve lo que le están haciendo al auto,
se vuelve loco: ‘¡estos hijos de puta me van a quemar el auto, párenlos! Denme
diez minutos, párenlos y hablemos después; vamos a ver cómo lo arreglamos’.
”Cuando salimos, Campos, que no sabía nada, me dice: ‘vamos
a pararlos que la vamos a cagar’. ‘Quedate tranquilo’, le digo, y le explico.
”Al rato nos llaman y nos dan el petitorio aprobado. Vamos
a informarles a los compañeros y desde lejos vemos a Pena que baja, olfatea el líquido
y se da cuenta que lo habíamos cagado.
”¡Esas eran las acciones violentas! Hacerle creer que le
estábamos por quemar el auto. Ellos son
tan hijos de puta que no tienen límites. Como son capaces de matarte, pensaron
que le íbamos a quemar el auto. Ese tipo de pensamientos lo tenían ellos,
podían hacerlo y creían factible que podíamos hacerlo nosotros”.
Pero hubo ocasiones
en que los reclamos no encontraban cauce en la negociación y estallaban los
conflictos. Villanueva recuerda que, en una ocasión, “hubo una toma de la fábrica que duró dos o tres días. En la sección
donde se preparaba el esmalte había unas bolas de porcelana que se usaban para
la molienda y las teníamos todas repartidas en bolsas entre los compañeros, que
se apostaron en los techos por si venía la policía”.
Donde los cambios
comenzaron a notarse de una manera más contundente fue en la determinación de hacer
cumplir la cantidad de delegados establecidos por la Ley de Asociaciones
Profesionales y por la Convención Colectiva de Trabajo del gremio ceramista. Lo
que antes era negociable, ahora para los obreros era una especie de “Línea
Maginot”, que no se iba a permitir traspasar a los patrones.
En fábricas donde existían
delegados, hasta entonces la actividad de los mismos era casi imperceptible,
parecían más asesores de los empresarios que representantes de sus compañeros, no
presionaban ni ensayaban acciones para mejorar las condiciones de vida de los
trabajadores, su actitud era de sumisión absoluta y carecían de la conciencia
del rol que debían jugar en las relaciones obrero- patronales.
Las
transformaciones vividas en el gremio generaron la renovación de casi todos los
delegados. Muchas fábricas y talleres se encontraban sin representación y otras
ni siquiera estaban sindicalizadas, como muestra de la desidia y el desinterés
con que se desenvolvía la burocracia sindical.
Era un tema de
debate permanente entre los dirigentes y activistas cómo se hacía para ampliar
la base de representación, para que aún los establecimientos más pequeños contaran
con delegados y para que en las fábricas más grandes se alcanzara la tradicional
unidad de la sección, buscando siempre la opción más favorable para lograr que
los trabajadores eligieran sus representantes y generaran el espacio creativo de
debate a través de las asambleas.
En cuestión de
pocos meses, se le impuso a las patronales el cumplimiento de las normativas
vigentes sobre la proporción de trabajadores y delegados. De esta manera, se
amplió notablemente la representatividad de las bases ceramistas, incorporando
a muchos nuevos compañeros a la vida sindical y a contar con la protección
legal correspondiente para la militancia gremial.
Las patronales
tuvieron poco tiempo para asimilar los notables cambios que se estaban operando
en los estados de ánimo de los ceramistas. Algunos empresarios intentaron
reacomodarse.
Las primeras expresiones
de los nuevos tiempos comenzaron a manifestarse en el trato respetuoso que se
percibía en los jefes y capataces, que hacían prevalecer el paternalismo a las
directivas autoritarias de antaño.
Los reclamos de los
delegados merecían otra consideración de parte de jefes y capataces. Estos cambios
no se lograron sin contratiempos ni conflictos, tampoco era lineal ni absoluto,
en muchas oportunidades la resistencia patronal se doblegaba con la presión,
una amenaza o un acto de audacia, en otras ocasiones estallaba el conflicto y
el inexorable resultado final de la lucha era fácil de augurar.
***
Mi labor de
engrasador de zorras tenía el aspecto negativo del aislamiento de donde se
encontraban los núcleos más numerosos de compañeros, pero había algunos
aspectos que contrarrestaban esos puntos desfavorables. El hecho de contar con
un reducto, que era la fosa desde donde engrasaba las ruedas, hacía que muchos
compañeros se acercaran a compartir una charla. Allí, los elementos necesarios
para tomar mate o mate cocido nunca faltaban.
El Puma fue uno de
los compañeros con quien en esa época compartimos más tiempo en ese particular
espacio. Ingresamos a la fábrica casi simultáneamente y el azar nos ubicó en
trabajos suplementarios: mientras yo engrasaba las ruedas metálicas de las
zorras, él refaccionaba la base de
ladrillos refractarios sobre las que se acomodaban las cajas con elementos
cerámicos, que las altas temperaturas del horno pasaje deterioraba.
Las conversaciones
cotidianas fueron delatando nuestras respectivas militancias y al cabo de unos
días ya nos encontrábamos enfrascados en diversas discusiones políticas. El
reducto subterráneo se convertía en el escenario del despliegue dialéctico que
nos ocupaba.
Nuestras
diferencias en cuestiones políticas transcurrían fundamentalmente por mi
adhesión al trabajo estructural en las filas del movimiento obrero, promoviendo
su organización, desarrollando la conciencia de los activistas sobre las bases
de la explotación capitalista y acercarlos a las ideas socialistas y a la
militancia revolucionaria.
Aunque en la
mayoría de las cuestiones teníamos coincidencias, el punto de confrontación era
que él sostenía que junto a esa labor paciente, había que organizar un brazo
armado que complementara la acción militante.
Era una de las
discusiones más comunes entre los activistas de entonces y que dividía a la
vanguardia obrera y estudiantil de la época. El impacto del triunfo de la
Revolución Cubana y de la resistencia vietnamita, y las expectativas que
generaban las acciones armadas que no sólo se producían en nuestro país,
coadyuvaba para que los que hacían las primeras armas políticas se vieran más
predispuestos a sumarse a ese tipo de acciones espectaculares, que ofrecía la
posibilidad de alcanzar rápidamente la revolución envueltos de una aureola de
heroicidad. El marketing de la lucha
armada tenía mucho más impacto que la dura labor de insertarse en las filas de
la clase trabajadora e intentar incidir en sus movimientos e inquietudes.
Mi propia
experiencia militante pasó por esa instancia y debió experimentar los debates
con otros noveles colegas para discernir mi preferencia militante. En esa pugna
por las definiciones políticas, la mayoría de mis primeros compañeros de
militancia optaron por la otra alternativa y nuestros pasos se alejaron de los
caminos convergentes de los ámbitos universitarios.
Con el Puma, se
reeditaron similares discusiones a las que sostenía en la facultad, pero el
marco en que se desenvolvían hacía que fueran mucho más productivas,
respetuosas y con intentos serios de encontrar pacientes soluciones a nuestras
controversias.
Las contingencias
de los sucesivos conflictos que afrontábamos y la necesidad de encontrar
respuestas concretas y satisfactorias a las problemáticas que diariamente se
erigían en nuestro camino, nos forzaba a llevar las polémicas a un terreno
práctico y constructivo.
Una mañana estábamos
en pleno debate con el Puma. Aprovechábamos que habíamos dejado varias zorras
terminadas, nos quedaba tiempo para tomar unos mates e incursionar en los intercambios
dialécticos.
-
Yo creo que tenemos que empezar a
trabajar en organizar una agrupación que nos permita construir una alternativa
en el gremio.
-
Yo estoy de acuerdo con eso, pero
también hay que plantearse hacer un núcleo de activistas que se prepare
clandestinamente para hacer acciones que una agrupación no puede hacer.
-
¿No te parece que estás
diversificando demasiado las energías y que corrés riesgo de no poder
concentrarte ni en una ni en otra actividad; y que, en algún momento, la
preparación militar te exija tanto que termines por dejar de lado el trabajo en
la base?
-
Para nada. Estoy convencido que se
puede hacer y que es necesario hacerlo, porque en el momento de los
enfrentamientos te quedas demasiado expuesto y a merced de la represión.
-
Planteas eso justo en este gremio,
donde los activistas, cuando tuvieron la necesidad de resolver como defenderse,
encontraron las formas y lo hicieron. Acá, cuando se tuvo que defender al
sindicato recuperado, los compañeros se reunían, se preparaban, se quedaban
custodiando y hasta consiguieron armas para defenderse de cualquier ataque de
la burocracia.
-
Sí, pero fijate en el caso de
Bache: si hubiéramos estado preparados, se podía haberlo defendido. Pero los
compañeros se movilizaron masivamente, sin ningún tipo de protección, y
estuvieron indefensos frente a los matones y nos mataron un compañero.
-
Creo que el efecto que se hubiera
logrado sería el opuesto a tus intenciones. Imaginate que hubiera pasado si junto
a los compañeros movilizados hubiera habido un grupo armado. ¿Qué hacían ante
la solución propuesta por los compañeros de garantizarles la salida a los
matones? ¿Lo hubieran aceptado o hubieran planteado que deberían ser desarmados
primero? ¿Cómo se garantizaba el desarme en medio de la concentración y que la
indignación no termine por hacer justicia por mano propia? Creo que hubiera
sido mucho peor, si hubiera ido un grupo armado a proteger a los manifestantes,
lo más probable es que hubiera desembocado en una balacera, con decenas de
muertos y heridos; que los propios compañeros se terminen viendo en medio de
una batalla que ellos no propusieron y ante los ojos del resto de los obreros
hubiera quedado como un confuso choque de grupos armados, desvirtuando la justa
movilización para echar a la burocracia.
-
Pero los compañeros hubieran visto
muy bien que el matón que asesinó a Bache pague por lo que hizo, y no que quede
impune como lo dejó la policía y la justicia.
-
La cuestión pasa porque los
propios obreros vayan adquiriendo la conciencia de que ante estos matones hace
falta armarse y no que venga un grupo de afuera a reemplazarlos. Los ceramistas
demostraron que se puede alcanzar esa comprensión e instrumentar medidas de
acción, pero fueron acordadas y establecidas por ellos mismos y no por grupos
que los sustituyen.
-
Pero la autodefensa obrera se hace
cada vez más necesaria, fijate como están avanzando las bandas armadas. Las
Tres A, la Juventud Sindical y el Comando de Organización actúan y los obreros
están expuestos al accionar de las bandas parapoliciales que los agarran como
pajaritos, desarmados e indefensos. La derecha avanza día a día y el activismo
no tiene tiempo de prepararse para hacerle frente, vamos a quedar cada vez más
expuestos y no hay tiempo que perder.
-
Estoy a favor que se tomen medidas
de seguridad, que el lugar donde vivimos sea clandestino, que cambiemos los
caminos de salida y entrada de la fábrica, que siempre lleguemos acompañados,
etc. Pero la experiencia indica que cuando se aceleran los tiempos del proceso
de comprensión de la autodefensa, lo único que se hace es alejar a los obreros
de alcanzarla. Si existe un grupo armado del que no participan ni deciden, se
ven sobrepasados, no protagonizan ni los debates ni las decisiones. Cuando eso
pasa, los compañeros dejan el camino libre para que actúen los grupos de
vanguardia y se van convirtiendo en observadores pasivos.
Este tipo de
debates eran casi cotidianos, a veces se vinculaba con hechos políticos de
actualidad, con acciones de la guerrilla o de las Tres A y la burocracia
sindical; en otras ocasiones las movilizaciones populares promovían el
desarrollo de nuestras posturas según el enfoque que tomábamos en cuenta.
También se sumaban a nuestros debates los sucesos ocurridos en lugares
distantes, como la resistencia vietnamita o las revoluciones que estallaban en
otros lugares, como en esos días en Portugal. La realidad de entonces siempre
aportaba a que nuestros intercambios prosperasen y encontraran senderos por los
cuales transcurrir.
Al mismo tiempo, la
realidad cotidiana de las acciones que emprendían los ceramistas o las enormes
posibilidades reivindicativas que se planteaban nos convocaban y nos hacían
postergar la esgrima dialéctica.
***
Como un ejemplo más
de los cambios que se estaban operando en el gremio ceramista, a principios de
1975, comenzaron a darse las discusiones sobre la inminencia de la convocatoria
a las Comisiones Paritarias. Esa cuestión llevó a que se manifestasen inquietudes
sobre cómo debería comportarse el gremio en el curso de las transformaciones
que estaba viviendo y cómo canalizar las opiniones de las bases para que se
expresaran en la propuesta que elevarían a los paritarios del gremio.
Así fue que Ángel
Ayala, en una reunión con activistas de base, propuso la conformación de una Comisión
de Ponencia para promover la participación de todos los compañeros de las
fábricas y talleres en la elaboración de una propuesta representativa de las
necesidades y opiniones de los afiliados.
La convocatoria del
secretario general se hizo extensiva a todos los delegados y activistas que
estuvieran dispuestos a motorizar la participación, a tomar en cuenta y
recopilar las propuestas que se plantearan. Así se fueron sumando algunos
compañeros que no eran delegados gremiales pero que tenían la voluntad de
sumarse a la actividad.
Los compañeros que
venían de una militancia política y los más activos tomaron con seriedad la propuesta
y comenzaron a recorrer las fábricas y talleres para realizar asambleas
consultivas.
Las patronales
estaban tan a la defensiva, que ante la sola mención que se trataba de una
comisión del sindicato que llegaba a la planta fabril para hablar con los
afiliados, habilitaban el contacto con los delegados para la realización de
asambleas en horas de trabajo. Así los miembros de la comisión comenzaron a
recorrer los establecimientos tomando contacto con las bases y escuchando sus
sugerencias y propuestas.
La primera fábrica
visitada fue Azulejos Decorados, donde la patronal, luego de una consulta
telefónica al sindicato, abrió las puertas de la planta para que se hiciera una
asamblea en horas de trabajo. La reunión con los compañeros ocupó la mayor parte
del debate en el tema salarial, el atraso histórico de las remuneraciones era
verdaderamente considerable y concentraba las mayores preocupaciones obreras.
La convergencia de las posturas concluyó con el planteo de lograr un piso equiparado
con el nivel salarial de los metalúrgicos.
Luego, las
propuestas giraron alrededor de las condiciones de trabajo, especialmente el
exceso de temperatura del ambiente laboral y las sospechas sobre las sustancias
metálicas utilizadas en la decoración de las cerámicas y los posibles efectos
contaminantes sobre la salud de los trabajadores.
También se
visitaron las plantas de Atlántida, Arcillex y Cregar, entre otras. En algunos
casos, como fue el caso de Cattáneo y algunas secciones de Lozadur, los propios
delegados llevaron adelante la apertura de los debates y el acopio de las
propuestas, que incluso llegaron a plasmarse en exigencias inmediatas de incrementos
salariales sin esperar el resultado de las paritarias, que se concretaron como
aumentos de emergencia a partir de quites de colaboración en esas dos fábricas.
En varios talleres
no sólo se hicieron presentes similares planteos salariales y sospechas sobre
las características de los materiales que se usaban, en la mayoría de los casos
óxidos metálicos, sino que pudieron constatar varios casos de saturnismo: una
enfermedad que se produce por la inhalación de los gases originados en el plomo
o el estaño y que tiene como consecuencias la progresiva pérdida de los
mecanismos de autodefensa del organismo y la aparición de complicaciones a
partir de enfermedades simples, como un resfrío, que alcanzan mayor virulencia
y dificultades para su superación.
Finalmente, el
proceso de gestación de las propuestas de la base del gremio se canalizó a
través de los integrantes de la comisión, quienes hicieron una recopilación de
ellas en un documento escrito que fue entregado al secretario general para que fuera
elevado a los representantes paritarios de los obreros ceramistas. La principal
propuesta era el pedido de un 200 por ciento de aumento.
León, uno de los
integrantes de la Comisión de Ponencia, sostuvo que “en todo ese período se sucedieron numerosas luchas por salarios y por
condiciones de trabajo”, pero en la preparación de “las paritarias de 1975 se ven los resultados de un proceso de
movilizaciones que excede a la JTP, muy vacilante, dependiente de Moreyra y de
los canales orgánicos. Destaco el rol de un sector del activismo socialista y
clasista, que en esa época habíamos impulsado comisiones de ponencia, que nos
dedicamos a indagar, a estudiar y a presentar ponencias que llevaron a alcanzar
el salario más alto, conquistando un aumento de 150 por ciento, y a imponer
condiciones de trabajo, comisiones de seguridad e higiene que no existían, como
los bebederos y el control de las condiciones de trabajo. Este sector era la
clave, porque acicateaba a las direcciones de fábrica, del sindicato y de la
federación que eran bastantes timoratos y conservadores”.
Este proceso de
elaboración colectiva desarrollado a través de la Comisión de Ponencia fue
ejemplar desde varios puntos de vista. El desarrollo de la democracia sindical
no se limitó a la realización de asambleas, a sus debates y resoluciones. La
participación de las bases se llenó de un contenido esencialmente distinto a
todo lo conocido hasta entonces, dado que se desarrollaban temáticas que no
surgían espontáneamente de los afiliados, se estimulaba a que surgieran
orgánicamente nuevas y creativas propuestas, a que todos tuvieran la
oportunidad de hacer sus planteos y que se colectivizaban las mociones,
sugerencias e interrogantes efectuados en otros establecimientos.
A los compañeros
que se sorprendían por la novedad de la iniciativa, se les daba la oportunidad
de hacerse oír, de canalizar formalmente sus propuestas y de alcanzar la
dimensión de la participación obrera en una estructura dinámica de democracia obrera.
Ese proceso fue
creando un estado de ánimo vigoroso, de respeto hacia los planteos de los más
inexpertos y de que a todos se debía escuchar. Parecía que, desde el atraso que
habían partido los ceramistas, había sido nada más que un espacio para tomar
envión y afirmarse en un salto colectivo inédito, para llegar a un estado de
ebullición y deseos de participación que no dejaban a los representantes
obreros muchos márgenes para maniobras y flaquezas. En el caso de los
paritarios, no tenían una opción distinta a la de responder a las expectativas
que se habían despertado entre los afiliados. Los resultados obtenidos fueron
toda una confirmación de que el camino elegido había sido acertado.
***
A los pocos meses
de estar en fábrica, se me presentó la oportunidad de postularme para delegado
de la sección Calco. La suerte estaba conmigo: unas semanas antes de que surgiera
la convocatoria a elecciones había sido trasladado a esa sección.
Por un lado, dejaba
de tener las comodidades que me brindaba mi puesto de engrasador, pero en gran
medida rompía el aislamiento en que me encontraba y me permitía superar las
limitaciones que planteaba para una labor gremial.
Era una sección
compuesta mayoritariamente por mujeres y se trabajaba sobre los platos y piezas
huecas blancas, a las que se les pegaban las calcomanías, que se impregnaban al
esmalte luego de un nuevo paso por el horno.
Pablo Villanueva
fue el gran promotor de mi candidatura. Si bien había acompañado todo el proceso
de transformaciones encabezado por la Agrupación Evita, sus críticas cada vez
eran más fuertes hacia el funcionamiento de las asambleas, por cierta
manipulación del debate que llevaban adelante los miembros de la Comisión
Interna y la falta de respeto a las opiniones disidentes.
Nuestras
conversaciones nos fueron aproximando y Pablo se convirtió en un ávido lector
del periódico partidario, que a su vez difundía a otros compañeros de la
fábrica. Cada vez teníamos mayores coincidencias y empezamos a actuar
mancomunadamente.
En Calco trabajaban
la esposa, el hermano y la cuñada de Pablo, así que desde el principio tuvimos
aliados que fortificaban mi candidatura, que terminó consagrada por una amplia
mayoría.
Qué satisfacción
especial me producía ser delegado; por un lado estaba la consumación de uno de
los objetivos de mi ingreso a la fábrica, me sentía con la necesidad de
trasmitir montañas de ideas, posiblemente muchas parecían cargadas de planteos utópicos
sobre la organización, las luchas venideras y el socialismo, pero el respeto
que iba logrando de mis compañeros por la atención y la resolución que daba a
sus requerimientos fue facilitando notablemente la difusión de mis posturas
políticas.
Era la sensación de
sentirme como en una caldera, acumulando presiones que buscaban una válvula de
escape. Mi despliegue era incansable, mis pensamientos fluían a borbotones
tratando de poner un poco de orden a su propagación.
Por suerte el
proceso de experimentación no fue tan complicado y poco a poco fui asimilando
la paciencia proletaria, los ritmos propios e independientes de mi voluntad que
tenía la dinámica de la clase trabajadora, y que debía ser profundamente
respetuoso de ese proceso, poner todos los sentidos en escuchar atentamente la
evolución reflejada por las expresiones de mis compañeros que se aceleraban con
las luchas experimentadas, con las conclusiones discutidas y que aparentemente
se apaciguaban en los breves períodos de paz entre conflicto y conflicto.
El permanente
recuerdo de comentarios hechos por mi viejo en la mesa familiar de las
reuniones que hacían en la clandestinidad con sus compañeros de la vieja
curtiembre, y alguna que otra en la que participé de pibe acompañándolo, se
habían grabado en mi memoria asombrosamente, y los fenómenos que protagonizaba
los hacían salir a la luz. Esos recuerdos eran como una fuente de consulta que
a veces me generaba respuestas y otras deducciones para moderar mis impulsos,
conquistar serenidad y, sobre todo, humildad.
Por otro lado, ese
puesto de lucha y sacrificio me producía un sentimiento muy especial al
visualizar los cambios que estaban operando mis compañeros, tantas veces
estafados y extorsionados por anteriores delegados que se aprovechaban del
puesto para obtener prebendas y muchos para convertirse luego en capataces.
En la fábrica
durante años funcionó aceitadamente, con el peso de la tradición y sin que
produjera asombro, una escala jerárquica en la que el puesto de delegado
gremial se convertía en el primer escalón de ascenso. Ser elegido por los
compañeros era considerado por la empresa, y sin que presentara objeciones la
organización gremial, como un proceso de selección natural para ir eligiendo
capataces para cubrir las vacantes que se iban produciendo; luego, si sus aptitudes
lo permitían, podría avanzar hacia escalones jerárquicos más elevados.
La gratitud que me
demostraban los compañeros cada vez que un reclamo era atendido y conquistado, y
el hecho de que hombres y mujeres de diez, quince o veinte años de fábrica me
manifestaran su lealtad incondicional, lograban conmoverme.
Cuando alguno de
ellos aludía al “camino de progreso” que abría haber sido elegido delegado, yo
les respondía que no pretendía obtener beneficios, que nunca sería capataz, que
todo lo debíamos resolver entre todos en asamblea; ellos me miraban azorados y
luego me abrazaban, me invitaban a compartir un vino a la salida o en el
descanso, un asado o hasta una fiesta familiar.
Uno de ellos era
Hugo Bouchet, un entrerriano enorme; hacía doce años que estaba trabajando en
Lozadur como esmaltador. Hacía varios años que había reunido sobradamente los
requisitos para que le asignaran una categoría superior a la que tenía. Además,
hacía reemplazos en diversos puestos especializados, y según el convenio
interno debía ser ubicado en una categoría más alta todavía como relevante. Fue
el primer caso que discutí con Dietrich, el jefe de Producción, quien tenía en
su trayectoria también haber sido delegado gremial.
Los argumentos eran
indiscutibles, sólo hacía falta defenderlos con ímpetu, y el “Gato”, como lo apodaban
desde la época en que fue delegado, tuvo que acceder a elevarle dos categorías
y pagarle el correspondiente retroactivo por los meses devengados.
Cuando le informé a
Bouchet, casi se puso a lagrimear, no lo podía creer; no se cansaba de contarme
las veces que le había pedido al capataz y a los sucesivos delegados que
tomaran su caso, las veces que le respondieron que no se podía hacer nada
porque la patronal no quería y que hacía años que estaba resignado a no
conseguirlo.
Era el típico
compañero acostumbrado a trabajar en lo que fuera, agachar la cabeza y seguir
sumido en la indefensión, simplemente porque la conciencia colectiva
determinaba que las cosas eran así.
A partir de ese
día, demostró una lealtad emocionante conmigo y cuando se pasaba de copas era
más expresivo todavía en el agradecimiento que manifestaba, repitiendo siempre
esa historia hasta el cansancio, que gracias a mí había conseguido la
categoría, que yo le había cumplido y la expresión con que lo manifestaba era “¡Machito Veliz!” A veces, era tanta la
ingesta alcohólica que era lo único que decía y repetía, se quedaba mirándome
inexpresivamente, con los ojos vidriosos, sin pronunciar alguna otra palabra.
Esta lealtad volvió
a estar presente más adelante, cuando un comando de las Tres A secuestró,
torturó y asesinó a Juan Pablo Lobo, un delegado de la sección Chamote, cuyo
cadáver había aparecido con un lista de amenazados entre los cuales estaba yo.
Bouchet me ofreció su casa como refugio y, después del golpe, me propuso que
hiciéramos las reuniones del partido en su domicilio, sabiendo los riesgos que
corría.
Una vez, por su
insistencia, fui a su casa. No recuerdo cuantos integrantes tenía su familia,
pero era muy numerosa. Estaba ubicada en un barrio emergente, de Sarratea al
fondo, era una casilla con ventanas muy pequeñas, de piso de tierra, su
construcción había evolucionado con dificultad sin poder resolver las
limitaciones evidentes de espacio, el hacinamiento familiar se potenciaba en
invierno o en días de lluvia, donde era difícil imaginar la concentración de
niños en un hábitat tan pequeño, rodeados de un verdadero lodazal.
Era muy evidente
que el lugar no ofrecía garantías para hacer una reunión, pero no sabía como
decirle a Bouchet que no podía aceptar su ofrecimiento. Finalmente, nos
quedamos conversando y el vino acudió en mi ayuda para despedirme sin que recordara
el motivo de mi visita. No obstante, con un nuevo abrazo, volvió a manifestarme
su gratitud.
El afecto de mis
compañeros me generaba la profunda felicidad de sentir que se consolidaban mis
acciones con la suerte del movimiento obrero.
Uno de los primeros
conflictos que tuve que encarar, a las pocas semanas de asumir como delegado,
fue por los ventiladores para la sección. Las compañeras, que tenían como tarea
adherir las calcomanías a las piezas huecas, y los que sumergían los canastos
cargados de piezas en los piletones con cuarzo, se desempeñaban cerca de los
hornos y cuando llegaban los primeros calores tenían que trabajar con
temperaturas diez o quince grados superiores a las del exterior, haciendo
insoportable el ambiente laboral.
Estaba dispuesto a
que los compañeros no soportaran un nuevo verano en esas condiciones, por esa cuestión.
Desde la primera reunión que tuve con Dietrich, le advertí que si no quería que
se paralizara la sección dispusiera la compra de al menos cuatro ventiladores
grandes para el sector. Luego de cada reunión, realizaba una asamblea del
sector para informar los logros y las respuestas obtenidas para que los
compañeros evaluaran las propuestas a realizar.
En los sucesivos
encuentros no dejaba de recordarle el potencial conflicto, pero siempre
respondía “el trámite está en curso”.
Ya había pasado setiembre y octubre, sin que me ofreciera una respuesta
satisfactoria. Entonces, realicé una asamblea para plantearle a los compañeros
que estaba harto de peticionar este punto y no tener soluciones, que no estaba
dispuesto a soportar esa falta de respeto. El debate fue por demás interesante
porque los compañeros y compañeras dieron muestras de los nuevos tiempos que
corrían. Uno de los compañeros que más se destacó en la discusión fue “Virulana”,
un compañero catamarqueño que se destacaba jugando al fútbol, pero que no
demostraba mucho interés por la vida gremial. Me sorprendió gratamente con su
propuesta de no volver a trabajar hasta que la patronal cumpliera con el
pedido, argumentando que “debíamos dejar
de agachar la cabeza para exigir lo que nos corresponde”. Eran tiempos que
hasta los compañeros que aparentaban una menor participación se sumaban con
propuestas y fundamentos para fortalecer la lucha colectiva. Finalmente, la
asamblea aprobó que si en la próxima reunión no aparecían los ventiladores la
sección se paralizaría.
Dietrich siguió con
su conducta rutinaria y no creyó que la amenaza pudiera convertirse en
realidad. Entonces se paralizó la sección durante dos días, hasta que el “Gato”
me llamó y me dijo que ya estaban los artefactos solicitados y que estaban a mi
disposición para que los colocara donde quisiera.
La noticia del
conflicto ya había trascendido a toda la fábrica y cuando recorrí con el carro
cargado con los ventiladores los doscientos metros que me separaban de Calco,
todos los compañeros de las secciones por las que pasé salían a aplaudir y a
mostrar su algarabía por la nueva conquista. Era como una marcha triunfal que
me llenaba de orgullo por la primera batalla importante ganada desde que era
delegado.
VI
Los ceramistas más calientes que
los hornos
Desde las primeras
semanas de 1975, la pugna por elevar el nivel de los salarios se convirtió en
una de las cuestiones centrales que protagonizaron los trabajadores. Así, se sucedieron
una serie de conflictos en pos de no perder posiciones frente al incremento de
la carestía de la vida. Varios de ellos transcurrieron en la zona norte del
Gran Buenos Aires; la gran cantidad de establecimientos que se organizaron para
reclamar aumentos de emergencia fue el fermento que hizo eclosión poco después
a nivel de la movilización regional y de los nuevos organismos constituidos. Es
el caso de las metalúrgicas Cormasa, Del Carlo, Bisciu y Otis, y en la textil
La Hidrófila, entre otras fábricas.
En el gremio
ceramista se produjo un conflicto por 39 despidos en Porcelana Baviera de Villa
Maipú, que logró la solidaridad de todas las fábricas del gremio y paros de una
hora por turno en apoyo hasta lograr la reincorporación.
En el mes de mayo,
en Lozadur se desarrollaron una serie de asambleas reclamando un aumento de
emergencia. Ante la dilación de la respuesta patronal al petitorio presentado
por la Comisión Interna, se decidió suspender la realización de horas extras.
La presunción de que el conflicto se agravaría rápidamente logró un pronto
cambio de actitud de la empresa, y se acordó un aumento de 40 mil pesos y la
rediscusión de los premios de asistencia y producción.
Luego, Cerámica
Pilar fue ocupada por los obreros por el despido de 14 compañeros: lo mismo
ocurrió con las fábricas Lozart y Tauro por suspensiones.
En marzo, un
operativo represivo gigantesco descabezó la dirección de la seccional de la UOM
de Villa Constitución, con un saldo de miles de despedidos, decenas de
desaparecidos y presos.
También para
entonces estaba en pleno desarrollo la denominada Misión Ivanissevich, que
descargó sobre el movimiento estudiantil un salvajismo represivo inédito, que
dejó como saldo quince secuestros de universitarios de la UBA, de los cuales
cuatro fueron desaparecidos y once ejecutados. Una cifra similar se produjo en
el resto de las universidades. Ese era el plan que se proponía el gobierno
justicialista: “eliminar el desorden” universitario.
Estos ensayos
represivos exitosos alentaron al justicialismo a redoblar la apuesta para
frenar lo que el oficialismo, la burocracia, el radicalismo y el empresariado
denominaban “guerrilla fabril”.
Era una
calificación del activismo, comúnmente utilizada en esa época, que estaba
presente en las declaraciones de la primera línea de la dirigencia política
como Álvaro Alsogaray, Francisco Manrique y Ricardo Balbín; en representantes
de la curia como los monseñores Bonamin y Tórtolo; en los columnistas de La
Prensa y La Nación y en una gran cantidad de repetidores de frases hechas. Aludían
así al proceso de renovación dirigencial que se estaba desarrollando en los
lugares de trabajo y que había escapado al control domesticador del gremialismo
tradicional.
Esa denominación no
fue casual ni inocente, fue un claro intento de equiparar arbitrariamente las
acciones armadas al margen de las masas con los procesos de organización,
surgimiento de nuevos dirigentes y luchas reivindicativas que emprendían las
bases obreras pugnando por mejorar sus condiciones de vida. Poner en el mismo
nivel a ambas acciones implicaba avalar iniciativas represivas de similares
proporciones para “salvar a la sociedad
de esos peligros”. Los que sostuvieron esos argumentos no sólo fueron
cómplices de la barbarie desatada por las patotas sindicales, el Comando de
Organización, las Tres A y “las fuerzas del orden” que ejecutaron cientos de
asesinatos de delegados y activistas obreros, sino también de los masivos
secuestros y desapariciones de trabajadores consumados luego del 24 de marzo de
1976.
Con la convocatoria
a la constitución de las comisiones paritarias, el oficialismo tuvo el objetivo
de intentar canalizar a través de las deliberaciones la creciente conflictividad
protagonizada por la clase trabajadora. El 31 de mayo vencía el plazo fijado
por el Pacto Social para la renovación de los Convenios Colectivos de Trabajo.
Poco después, unas mil cuatrocientas comisiones paritarias se encontraron deliberando,
pugnando sin mayores posibilidades de lograr acuerdos dialogados y con un
previsible desencadenamiento de una oleada de medidas de fuerza.
En tanto, la
burocracia sindical se debatía entre: primero, la fidelidad al gobierno de
Isabel Perón; segundo, conservar los fraternales vínculos con los empresarios y
tercero, en cómo enfrentar la presión de las bases que amenazaba con extirparla
de las sedes gremiales. Los antecedentes de los últimos años le resultaban
preocupantes y reiterados desde el primer clasismo de Sitrac-Sitram hasta la
UOM de Villa Constitución, por la acción directa de los ceramistas de Villa
Adelina o por la vía electoral en el SMATA cordobés.
A pesar de la
represión y la violencia desatada contra el activismo y de que la
institucionalización de la fuerza adquirida por el clasismo se limitaba a
algunos casos puntuales, continuaba manifestándose con toda contundencia a
nivel de los cuerpos de delegados y comisiones internas, donde la dirigencia
sindical estaba al borde del estado de coma.
La burocracia acusó
recibo de los procesos en curso y se despachó con pedidos de aumentos
salariales que oscilaron entre el cien y el ciento cincuenta por ciento, mientras
la incesante carestía de los productos de primera necesidad semanalmente pegaba
zarpazos a los bolsillos populares.
Esa dinámica fue
advertida por el gobierno y en una reacción desesperada dispuso, el 4 de junio
de 1975, un ajuste brutal contra el poder adquisitivo de los asalariados. Una
de sus medidas imponía un tope salarial del cincuenta por ciento y congelaba
las paritarias.
El paquete de disposiciones
anunciado por el ministro de Economía Celestino Rodrigo sería conocido como el
“Rodrigazo”, que también identificó a la fulminante reacción obrera y popular
en su contra.
Entre otras
medidas, estableció una devaluación del peso que osciló entre el ochenta y el
ciento sesenta por ciento. Los combustibles aumentaron un ciento ochenta por
ciento y el boleto de colectivo un setenta y cinco por ciento. Los precios
rápidamente empinaron la curva ascendente y comenzó una carrera que auguraba
desembocar en hiperinflación.
La debacle
económica golpeaba a las puertas del país y el gobierno encaraba un plan de
emergencia antipopular, con la pretensión de obtener apoyo del empresariado más
poderoso y del gobierno norteamericano.
Esta vuelta de
tuerca significaba un cambio radical de la política inaugurada en mayo de 1973,
caracterizada por el aliento al mercado interno y el Pacto Social. La nueva
orientación pretendía revertir la crisis económica atacando el nivel de vida de
los trabajadores, pero su implantación sólo era posible ocasionando una contundente
derrota obrera, en el momento en que la combatividad proletaria no daba
muestras de decrecer. Los éxitos represivos habían alimentado
sobredimensionadamente la autoestima lopezrreguista
y el Gobierno emprendió una nueva batalla confiado en dirimir la pulseada a su
favor.
A pesar de que la dirigencia
sindical ni siquiera insinuó una resistencia, las bases obreras comenzaron a encarar
una inmediata respuesta. La defección de la burocracia dejó un ancho campo de
acción a los nuevos dirigentes de los trabajadores para empalmar con la bronca,
que corría como un reguero de pólvora en los lugares de trabajo.
Las espontáneas
asambleas de fábrica debatían airadamente las medidas a tomar y cientos de
nuevos activistas se incorporaban a la acción para sumar sus lugares de trabajo
a la movilización. Este proceso incipiente utilizó tanto los vínculos fabriles
como los barriales para fortalecer la organización y expresó un nuevo poder
fabril que confrontó con la patronal por el control de los establecimientos y
con la burocracia por la conducción del movimiento obrero.
Las grandes
fábricas comenzaron a sumarse a la movilización, principalmente las
metalúrgicas y automotrices. Donde los delegados se ponían al frente rápidamente
se lograba masividad; cuando eso no ocurría, el proceso de ebullición descabezaba
dirigentes o establecía nuevas direcciones de hecho.
A principios de
junio, los obreros de la IKA Renault de Córdoba decidieron en asamblea abandonar
las tareas para rechazar las versiones sobre un nuevo plan económico. Luego se sumaron
manifestaciones en otras fábricas del interior del país, principalmente de
Córdoba, San Lorenzo (Santa Fe) y del Gran Buenos Aires.
Pese a los golpes sufridos
por el clasismo, la clase obrera resurgió con mayores bríos para enfrentar los
nuevos ataques propinados por el gobierno justicialista. Las medidas de lucha
se multiplicaron, se impusieron en algunos gremios paros provinciales y en algunos
casos regionales. El movimiento se fue extendiendo a nivel nacional y el
enfrentamiento con la burocracia cobró una nueva dimensión.
En la zona norte
del Gran Buenos Aires, los obreros de Ford emprendieron en dos ocasiones
marchas hacia la sede central del SMATA para exigir un plan de lucha. En
Astarsa ocurrió un proceso parecido y se dirigieron hacia la seccional de la
UOM. También los trabajadores de General Motors y los cordobeses de Grandes
Motores Diesel realizaron manifestaciones callejeras contra el plan.
Estas iniciativas
empalmaban con el estado de ánimo de la mayoría de la clase trabajadora, y el enorme
espacio para la acción comenzó a ser cubierto por los delegados, comisiones
internas y activistas que se lanzaron decididamente al campo de batalla.
En la zona norte, las
direcciones de los establecimientos Corni, Del Carlo, Astarsa y Ford fueron la
vanguardia del llamado a coordinar por encima de las estructuras sindicales y a
determinar un plan de acción. Así comenzó a gestarse la coordinación
intersindical que alcanzó grandes convocatorias en sus memorables plenarios. En
respuesta al clamor de las bases se organizó para el 27 de junio una jornada
contra el plan Rodrigo y en defensa de las paritarias.
La organización se fue extendiendo e incorporando nuevos contingentes obreros. Para el momento culminante de esa jornada de lucha, ya participaban las fábricas Ford, Astarsa, Del Carlo, Corni, Cormasa, Tensa, las editoriales Abril y Atlántida, las textiles La Hidrófila y Productex, EMA, Fanacoa, Eaton, Fate, General Motors, Squibb, Standard Electric, Stani, Terrabusi, Wobron, Imperial Cord, Knitax, Matarazzo, Otis, Miluz, Panam, Phillips, Pradymar, Avón, los astilleros Mestrina, Acquamarine, Forte, Príncipe y Menghi y Sánchez, entre otros establecimientos. Los sindicatos participantes eran los Ceramistas de Villa Adelina, los judiciales y telefónicos de San Isidro y las seccionales Boulogne y Victoria de los ferroviarios. Los trabajadores representados en la Coordinadora de la Zona Norte alcanzaron a superar los cuarenta y ocho mil.
La organización se fue extendiendo e incorporando nuevos contingentes obreros. Para el momento culminante de esa jornada de lucha, ya participaban las fábricas Ford, Astarsa, Del Carlo, Corni, Cormasa, Tensa, las editoriales Abril y Atlántida, las textiles La Hidrófila y Productex, EMA, Fanacoa, Eaton, Fate, General Motors, Squibb, Standard Electric, Stani, Terrabusi, Wobron, Imperial Cord, Knitax, Matarazzo, Otis, Miluz, Panam, Phillips, Pradymar, Avón, los astilleros Mestrina, Acquamarine, Forte, Príncipe y Menghi y Sánchez, entre otros establecimientos. Los sindicatos participantes eran los Ceramistas de Villa Adelina, los judiciales y telefónicos de San Isidro y las seccionales Boulogne y Victoria de los ferroviarios. Los trabajadores representados en la Coordinadora de la Zona Norte alcanzaron a superar los cuarenta y ocho mil.
Si bien esta zona
fue donde más se desenvolvió el proceso, también tuvo su desarrollo en la zona
sur y oeste del Gran Buenos Aires, en la Capital Federal y en La Plata-Berisso
y Ensenada.
Este movimiento significó
una gran sublevación de las bases obreras que, con una dirección colectiva
surgida al calor de la movilización, logró convertir a esa jornada en un
virtual paro general, con decenas de miles de manifestantes en Plaza de Mayo
reclamando la renuncia de los ministros Rodrigo y López Rega. Este formidable
acto de rebelión obrera generó el primer antecedente de enfrentamiento
colectivo con un gobierno peronista y constituyó una poderosa advertencia para
el gobierno y la burocracia.
El 28 de junio,
Isabel Perón reafirmó su negativa a homologar los convenios y el ministro de
Trabajo Ricardo Otero presentó su renuncia, expresando públicamente las
primeras grietas en el oficialismo.
Mientras tanto, las
movilizaciones obreras espontáneas se extendieron por todo el país y sobrevino una
huelga general de hecho. En Rosario y Santa Fe, los metalúrgicos marcharon hacia
la sede del gremio y ocuparon la CGT Regional. Se paralizaron la mayoría de las
fábricas de Rosario y Córdoba. En La Plata, se interrumpieron las tareas y los
obreros marcharon hacia la sede de la CGT, donde se produjeron violentos
choques con matones de la burocracia y policías. Los bancarios porteños paralizaron
las actividades y varias fábricas capitalinas hicieron lo propio, destacándose
Grafa en el norte de la ciudad.
Este proceso de
luchas fue reflejado parcialmente por la prensa: “las fábricas de la capital y alrededores quedaron en su mayoría
paralizadas cuando sus operarios resolvieron detener actividades, algunos
permanecieron en los establecimientos, otros se encaminaron a la sede de la CGT
(...). En ningún caso quedó constancia de
decisiones tomadas por la respectivas conducciones gremiales”[40].
El 3 de julio, las
coordinadoras organizaron una marcha de miles de obreros hacia la Capital,
siendo interceptadas por un operativo policial en la Panamericana, antes de
ingresar en la avenida General Paz y en el Puente Pueyrredón en la zona sur.
Los dirigentes sindicales las desautorizaron exhortando “a todos los trabajadores a mantenerse férreamente unidos, solidarios y
disciplinados a sus legítimos organismos de conducción gremial y no dejarse
utilizar por elementos que aprovechando la difícil situación por la que
atraviesa el país quieren llevar a una perturbación que impide resolver los
grandes problemas…”[41].
Algunos testimonios
de los participantes señalan que la columna de colectivos que transportaba a
los trabajadores de la zona norte llegaba a la General Paz, cuando todavía los
últimos no habían partido de la parada de Paty y Fanacoa, monopolizando el
tránsito por la ruta Panamericana. “La
gente que pasaba por arriba de los puentes, en los colectivos, se paraba y
aplaudía: fue una movilización gigantesca”[42].
“En la zona fabril de la zona norte volvieron a repetirse
las movilizaciones con la modalidad de los días anteriores, es decir: asambleas
al ingresar el personal a los establecimientos, huelga de brazos caídos y
abandono del lugar al promediar la tarde. Pero esta vez los trabajadores de
diversas plantas metalúrgicas, textiles, alimentación, mosaístas y otros
sectores se concentraron (…) en la ruta Panamericana frente a Fanacoa, con el propósito de marchar encolumnados
hacia Plaza de Mayo. Según un delegado de Matarazzo el objetivo de la
movilización era solicitar la vigencia de la ley 14.250 y evitar que los
dirigentes de la CGT firmen cualquier cosa. Parte de la columna se desplazó a
pie, en tanto que el resto de sus integrantes fue transportado en ómnibus y
colectivos ofrecidos por la comisión interlíneas. Algunas de las columnas que
habían salido desde las plantas para llegar al lugar de reunión mencionado
fueron detenidas por la policía (…). De
todas maneras frente a Fanacoa lograron concentrarse más de 10.000 obreros…”[43].
Al edificio de la
CGT llegaron multitudes gritando “14.250
o paro nacional”, que se convirtió en el eje de las consignas, a las que se
sumaron otras de repudio a López Rega, Rodrigo e Isabel, exigiendo sus renuncias.
La dirigencia
sindical se vio obligada a enfrentarse con el gobierno o correr el riesgo de
ser desbordada por el movimiento y empezó a modificar su prescindencia.
Las regionales de la CGT de Córdoba, Mendoza, Rosario, Santa Fe, San Nicolás, La Plata, Ensenada y Berisso y la UOM Rosario, se vieron obligadas a convocar a paros de actividades. En la zona norte, un plenario de la coordinadora comenzó a organizar una nueva marcha a Plaza de Mayo.
Las regionales de la CGT de Córdoba, Mendoza, Rosario, Santa Fe, San Nicolás, La Plata, Ensenada y Berisso y la UOM Rosario, se vieron obligadas a convocar a paros de actividades. En la zona norte, un plenario de la coordinadora comenzó a organizar una nueva marcha a Plaza de Mayo.
Finalmente, acosada
por el movimiento, la CGT llamó a un paro de 48 horas para el 7 y 8 de julio.
Por primera vez un gobierno peronista debió soportar una medida de fuerza nacional
cuestionando su accionar político.
Mientras se
desarrollaba la huelga, con un acatamiento total, una manifestación popular
colmó la Plaza de Mayo y obligó a retroceder al gobierno, provocando la caída
de Rodrigo y López Rega, y la marcha fuera del país de este nefasto personaje. La
novedad fue conocida por la multitud en medio de la concentración en Plaza de
Mayo y la euforia de los manifestantes estalló en cánticos y abrazos ante el
enorme logro conquistado.
***
Las discusiones
paritarias provocaron tires y aflojes con la patronal ceramista. Los obreros
comprendieron que era una oportunidad que no podían desaprovechar para obtener
una reparación histórica.
En Lozadur el
estado deliberativo se hizo un hecho cotidiano. Las asambleas se sucedían en
las secciones y periódicamente en el playón de la fábrica. La ansiedad por
conocer novedades estaba presente en cada compañero y los delegados debían
esforzarse para evitar que rumores y versiones antojadizas ganaran espacio en
los estados de ánimo de los compañeros, generando euforias o desilusiones
prematuras.
El gremio ceramista
había decretado el quite de colaboración con la patronal en medio de las
deliberaciones paritarias. En Lozadur, esa medida se llevaba a cabo con la
modalidad de control total de la producción de la fábrica. Los jefes y
capataces por primera vez no tenían incidencia en las directivas y toda la
responsabilidad del manejo del proceso productivo estaba en manos de los
delegados.
El espacio dedicado
al debate se utilizaba para garantizar la producción mínima necesaria para
abastecer a los hornos pasaje y evitar que colapsaran. Paralizarlos implicaba
un período de apagado progresivo de más de una semana y el encendido exigía un
procedimiento similar para ir modificando paulatinamente su temperatura. Para
mantenerlos encendidos, se debía garantizar un mínimo flujo de zorras cargadas
para conservar la ecuación entre temperatura y presión para no dañarlos; al
mismo tiempo, se debía cuidar que los productos horneados no permanecieran por
más tiempo que el necesario para preservar su calidad.
Era un trabajo de cálculos
y consultas permanentes de los delegados con los compañeros responsables de los
hornos, para regular su marcha sin que se pudiera brindar el argumento a la
patronal de que los trabajadores habían saboteado la producción o las
instalaciones fabriles. Por su parte, los delegados llevaban los cómputos de la
producción que debía garantizarse de cada materia prima, subproducto o producto
semielaborado para que pudiera mantenerse en funcionamiento la planta, para
hacerlo debían también coordinar las distintas secciones para garantizar la
secuencia productiva.
León evaluó que “las características de las luchas de ese
período eran las tomas de fábrica: el trabajador pasa de la defensiva a cumplir
un rol protagónico y a imprimirle su sello a los hechos. Varias fábricas
tomadas simultáneamente, los trabajadores pusimos en práctica el control obrero
de la producción, que si bien no se plasmó en organismos duraderos,
posteriormente con el cierre de la fábrica se intentó, con otro contenido, la
autogestión. En esa época era absolutamente progresivo y los trabajadores
marcaron el ritmo de la lucha por el salario y las condiciones de trabajo”.
Mientras eso
ocurría a nivel de la producción, las medidas anunciadas por el gobierno
justicialista produjeron una indignación enorme en las bases ceramistas. La
posibilidad de lograr un cambio en las remuneraciones y condiciones laborales había
generado tanta expectativa que cualquier intento de obstaculizar la
materialización de esas ilusiones se transformaba en una voluntad movilizadora de
enormes proporciones.
Luego del estupor
causado por los anuncios de Rodrigo, la bronca comenzó a motorizar iniciativas
de todo tipo, desde la paralización espontánea de la producción, la realización
de reuniones de activistas y asambleas de sección que desembocaron rápidamente
en asambleas de fábrica y del gremio. También se decidió la integración del
gremio a la organización intersindical zonal y la participación en la Jornada
contra el Plan Rodrigo.
Llegado el 27 de
junio, la asamblea en el playón organizó a la columna de la fábrica para
participar en la marcha hacia la sede de la CGT y a Plaza de Mayo. Como era
habitual en ese entonces, los delegados y activistas comenzaron a parar
colectivos de líneas que circulaban por los alrededores de la fábrica para
convertirlos en medios de transporte de los manifestantes. En cada colectivo
que se detenía, se le explicaba al chofer y a los pasajeros las razones de la medida;
por lo general, el colectivero se sumaba a la protesta conduciendo el vehículo
y los pasajeros comprendían los motivos y lo dejaban liberado.
Así, los ceramistas
se fueron sumando a la movilización que tenía como punto de concentración la
fábrica Fanacoa en la Panamericana. Al mediodía confluyeron decenas de
colectivos y ómnibus para conformar una enorme columna que copó todo el ancho
de la autovía. A las primeras horas de la tarde, se inició una portentosa
marcha que llenó de orgullo a todos los participantes y que fue sumando en cada
intersección a nuevos contingentes obreros que llegaban desde sus zonas de
trabajo.
Cuando la columna
estaba a punto de ingresar a la avenida General Paz, para confluir con la
movilización encabezada por Grafa, un operativo policial la detuvo a la altura
de Villa Martelli. Luego de prolongados cabildeos, los policías vieron cómo
aumentaba la bronca obrera y decidieron liberar el paso, conformándose con
evitar el encuentro de las distintas caravanas de manifestantes del norte del
conurbano con la de Capital.
Luego, los obreros
de la zona norte se enterarían que los más de cuatro mil obreros de Grafa
vieron frustrados sus deseos de sumarse a la marcha, con más de veinte
colectivos, porque la policía descargó sobre ellos una brutal represión. Los
obreros retornaron a la fábrica y la ocuparon, con los gerentes y jefes como
rehenes, hasta lograr que se marchara la policía, lo que recién ocurrió por la
noche.
Al arribar al
edificio de la calle Azopardo, las columnas llegadas de distintos puntos del
conurbano descendieron de los colectivos y convergieron en la concentración en
la puerta de la Central Obrera al grito de “14250
o paro nacional”. Luego se decidió marchar hacia la Plaza de Mayo. Allí, los
manifestantes lograron comprobar el poderío de su fuerza movilizada, cuando
ocuparon casi toda la superficie del emblemático espacio público porteño.
León sostuvo que “el ‘Rodrigazo’ fue una combinación de factores,
por la enorme riqueza del activismo de la fábrica. Una estructura muy atrasada
tecnológicamente, relaciones laborales que habían sido casi esclavistas y
vivieron una revolución por esa juventud obrera que fue llevando al gremio a
lugares protagónicos. Hasta tal punto que el activismo de la fábrica llegó a
compartir con los dirigentes de fábricas muy importantes como Del Carlo, La
Hidrófila, Bendix y fue protagonista de la gran movilización, que fue a la
Panamericana y luego a Plaza de Mayo. Los ceramistas fueron protagonistas de
ese proceso que terminó con López Rega”.
***
Era una madrugada
tormentosa y fría, el viento arrojaba sobre mi rostro bocanadas de aire
congelado y golpeaba con desenfreno el perfil de mi cuerpo que se interponía en
su camino. Cruzar la Panamericana era una odisea, las figuras humanas se
convertían en sombras amorfas que se detectaban con dificultad entre la
penumbra y los ocasionales haces luminosos de los faros de los vehículos.
Cuando un resplandor alcanzaba a una de las siluetas en movimiento, el
caprichoso ventarrón dibujaba extraños contornos de los seres que tozudamente
marchaban hacia la cita cotidiana de músculos y máquinas.
Ocho chapas y
cuatro caños daban forma al precario refugio, donde una docena de hombres y
mujeres perdíamos los temores a aproximarnos y a recrear ese primitivo hábito
protectivo del frío. Nos unía la tortuosa espera del 314, imaginar la calidez
del interior del colectivo era el único consuelo para esos minutos interminables.
Como cada madrugada
a esa hora, el cuerpo sólo reaccionaba con lentos movimientos, los diálogos se
cargaban de morosidad y los pensamientos de pereza; a pesar de ello, se lograba
percibir en los ánimos la inquietante antesala de los grandes acontecimientos
por venir y de las inminentes definiciones por adoptar.
Estaba con las
manos en los bolsillos de mi campera, con las solapas levantadas intentando
frenar al viento y fantaseando con una mejoría en la sensación térmica. Sin
embargo, la adversidad del clima pasaba a un segundo plano ante la aceleración
de los pensamientos en que me debatía. ¿Qué pasará hoy? ¿Cómo estará el ánimo
de los compañeros? ¿Cuál será la mejor propuesta?
Mis veinticinco
años se enfrentaban a hechos y responsabilidades sin precedentes, a desafíos
inéditos, donde era necesario calibrar cada paso, a sabiendas que de los
aciertos o errores dependía la suerte de cientos de compañeros; un éxito o un
fracaso desencadenaría consecuencias impredecibles.
Ya arriba del 314,
sentado en el último asiento, gozando de la penumbra y de ese reconfortante
calor hogareño que empequeñecía la incomodidad del duro asiento despojado de
relleno, quería que el viaje se prologara más de la cuenta, para poder
encontrar la lucidez que necesitaba, antes que la ansiedad de mis compañeros me
atosigara de preguntas.
Poco a poco, el
colectivo se fue convirtiendo en una especie de aspiradora que en cada parada
absorbía hombres y mujeres incapaces de ofrecer resistencia. Parecía que
siempre había un espacio más para ser ocupado y los pasajeros se transformaban
en una masa compacta donde se entremezclaba el aliento y se perdían los límites
de los cuerpos.
A pesar de que
estábamos viviendo circunstancias especiales, la ironía por los resultados de
los partidos del domingo, los comentarios sobre el tiempo o sobre lo acontecido
el fin de semana estaban presentes, para demostrar que la vida cede ante la
tozuda persistencia de lo cotidiano.
Para cualquier
observador parecía un día de tantos, de esos donde nos aprestamos a acumular
horas de trabajo para transformarlas en salario y en la ilusión de que es
posible llegar hasta el próximo cobro.
Ese día no se iba a
trabajar, tal como sucedía desde que, dos semanas atrás, habíamos decidido
quitar la colaboración a la empresa. La rutina se había roto, el esfuerzo y el
cansancio dejaron lugar a cierto nerviosismo. La energía invertida en alcanzar
la base de producción se había trocado en un espacio inédito para el debate
apasionado de ideas volcadas en reuniones, asambleas y votaciones.
En medio de la masa
apiñonada que contenía el colectivo, una voz conocida se dirigió a mí.
- Hola, Flaco.
- Qué haces Zurita.
- ¿Alguna novedad,
che?
- No, por ahora
todo sigue igual. La patronal está muy dura, pero están apurados con la producción
y mucho no van a poder aguantar así. Tenemos que seguir demostrando firmeza.
- ¿Cómo ves la
cosa? ¿No habría que apretar con algo más?
- Mirá, todo
depende de cómo estén los compañeros. Hasta ahora nos hemos movido bien y entre
todos tenemos que pensar fríamente los pasos a seguir para que nadie saque los
pies de la cancha. Para que los viejos, que hasta ahora nos vienen siguiendo,
por presionarlos demasiado terminen arrugando y se nos vuelvan en contra.
Tenemos que mantener más que nunca la unidad alcanzada, a través de las
asambleas todos deben tener voz, debemos dejar que se expresen todos; peor
sería que hablen a nuestras espaldas. A pesar de que muchas veces los
dirigentes y algunos activistas ridiculizan a quien dice algo que no comparte,
tenemos que imponer el respeto a todas las opiniones, escucharlas con atención
y después votar libremente y acatar lo que diga la mayoría.
- Flaco, yo estoy
de acuerdo, ¿pero qué pasa si ésto se alarga?, ¿los más cagones no van a
aflojar?, ¿y si la patronal toma represalias?
Estas dudas e
interrogantes estaban en la cabeza de cientos de compañeros, sobre todo después
de un fin de semana donde se concentraban las presiones familiares y afloraban
las debilidades de algunos y las broncas de otros contra la inflexibilidad
patronal, queriendo acelerar los tiempos y las definiciones.
El descenso del
colectivo, en Perito Moreno y Ader, postergó las respuestas. En los ciento
cincuenta metros que nos faltaban recorrer hasta los portones de la fábrica, se
fueron sumando otros grupos de compañeros que abrumaron con sus pasos a la
maltrecha vereda.
Mientras
ingresábamos a la vieja fábrica, se producían intercambios de opiniones,
algunos con monosílabos, otros expresando posturas definidas, que iban
generando las líneas de pensamiento que confrontarían en la asamblea de ese
lunes; todos sabían que la tregua del fin de semana había terminado.
Los dirigentes
intentábamos palpar los signos que nos permitieran encontrar las propuestas
adecuadas. Poder determinar si era necesario abrir con una arenga que levantara
el ánimo, que algunos activistas fueran los que atacaran el posible decaimiento
o dejaran que las opiniones fluyeran y se expresaran sin el condicionamiento de
una postura inicial, para después tomar lo dicho por los compañeros y armar una
intervención que respondiera a esas inquietudes en un punto avanzado del
debate. Acertar con la táctica adecuada, seguramente, daría más fuerza a la
lucha en la cinchada en la que estábamos metidos.
Era una pelea con
contrincantes muy distintos en sus fortalezas y debilidades. Los términos de la
ecuación conformada estaban afectados por la dinámica de los factores que
jugaban en ese microcosmos en que se debatía el conflicto.
La patronal cuenta
con la tranquilidad que le brinda el dinero acumulado en años de explotación.
Esos recursos le permiten obtener el asesoramiento de especialistas en doblegar
a trabajadores y disponer del tiempo necesario para adoptar sus decisiones. Su
preocupación se centra en el volumen de ganancias que se van a privar de
obtener por la parálisis de la producción y las consecuencias en la pugna con
la competencia, por la producción no realizada y el posible aumento salarial.
Los asalariados
tienen la fuerza de la unidad y la organización, donde cumplen un rol decisivo
los dirigentes o líderes que se supieron dotar, que deben lograr contener a los
más débiles y minimizar las deserciones. Neutralizar las presiones por los
ingresos caídos y los efectos que emergen del ámbito familiar.
En los últimos
meses, los compañeros habían tenido una gran transformación, después de
aguantar durante muchísimos años la explotación más indigna y un singular
sistema represivo. Desde la recuperación del sindicato todo había cambiado,
ahora los obreros se habían acostumbrado a ganarle a la patronal, florecían
todo tipo de reclamos, los compañeros acostumbraban a compararse con otras
fábricas, a intercambiar opiniones con otros compañeros y a aportar cada vez
más proposiciones sobre las condiciones en que se desenvolvía su labor.
También la patronal
había escarmentado y, muchas veces, con un simple amago de conflicto o una
asamblea cuyas resoluciones llegaban a sus oídos, era suficiente para lograr
una conquista.
El atraso ancestral
del gremio ceramista comenzaba a ser revertido, la conjunción de compañeros
provenientes del interior con escasa experiencia sindical con otros que
contaban con antecedentes gremiales o con la voluntad que otorga la militancia
para propiciar los cambios, se estaba consumando. Esa fusión estaba generando
un interesante caldo de cultivo, y el nuevo cuerpo social en formación auguraba
batallas que la patronal comenzaba a vislumbrar preocupadamente.
La fábrica era un
hervidero, en los lugares cercanos a los hornos se amontonaban los compañeros
para escaparle al frío reinante. Se conversaba acaloradamente sobre el futuro
del conflicto, mientras se esperaban las directivas de los delegados reunidos
para saber cuanta producción se iba a hacer ese día.
Los jefes y
capataces se fueron resignando a quedar reducidos a la inoperancia. En tanto
los trabajadores asumían como un hecho cotidiano que la planificación de la
producción estuviera a cargo de sus pares.
Como un reiterado
viejo sueño, en poco tiempo los obreros no sólo habían dejado atrás condiciones
de trabajo primitivas sino que se acostumbraban a actuar colectivamente como
los verdaderos dueños de la fábrica. Desde ese sitial, la autoestima obrera se
agigantaba y todo se veía muy distinto.
***
En el proceso de la
gestación y desarrollo de la Coordinadora de la Zona Norte confluyeron varias
corrientes político sindicales siendo la JTP la más determinante; su cabeza más
visible era Astarsa, por la importancia que tuvo la conquista de la dirección
de ese establecimiento y por la influencia que de allí se derivaba sobre los
gremios naval y metalúrgico, pero tenía también presencia destacada en otros
astilleros, en laboratorios, docentes, textiles, ferroviarios y judiciales,
además de ceramistas. También existían otras corrientes de izquierda que se
expresaban a través de los delegados de Ford, donde confluían maoístas y
seguidores del PRT El Combatiente; en metalúrgicos se destacaba el trotskismo,
sobre todo en Corni, Del Carlo y Cormasa, también tenían fuerza en gráficos,
plásticos y fideeros, y en la importante fábrica Tensa tenían presencia los
comunistas.
Los plenarios se
llevaron a cabo en locales prestados y en la sede de la Agrupación Obrera
Ceramista de Villa Adelina. En general, se intentaba concurrir con mandatos de
asambleas pero este aspecto era un proceso bastante incipiente y parcial, que
estaba motorizado esencialmente por las corrientes trotskistas. En general
estaba abierto a todo el activismo que podía concurrir, pero los que votaban
eran los delegados. En varias ocasiones, las reuniones superaron los doscientos
compañeros. La mesa chica de la coordinadora fue elegida en base a las fábricas
que contaban con más de quinientos obreros y se conformó con la representación
de Astarsa, Ford, Del Carlo, Laboratorio Squibb, Tensa y Editorial Abril, que,
de alguna manera, también expresaba a las diversas corrientes participantes.
El despliegue del
poder movilizador logrado por la coordinación e integración de formas
organizativas novedosas y al margen de la estructura tradicional del
sindicalismo argentino, constituyó la génesis de una institucionalización que
no llegó a plasmarse por el desenlace que tuvo ese período político en el país.
Este proceso que
irrumpió en la vida político sindical tuvo similitudes con la movilización que
se expresó el 17 de octubre de 1945 o en las 62 Organizaciones de la época de
la Resistencia Peronista, por la generación de elementos de ruptura y creatividad
que auguraban cambios sustanciales en la organización de la clase trabajadora.
Las jornadas de
junio y julio de 1975 pusieron a prueba a esos intentos de autoorganización y
superaron claramente los límites que las hipótesis previas planteaban. No sólo
desarrollaron un nivel de movilización fenomenal, sino que desde los puntos
donde alcanzaron un máximo nivel de desarrollo (Norte del Gran Buenos Aires,
Córdoba y Rosario-San Lorenzo) se fue extendiendo a otras regiones planteando
la posibilidad de lograr institucionalizar ese proceso de democratización del
Movimiento Obrero. Tal es así, que el 28 de junio y el 20 de julio se llevaron
a cabo sendos plenarios nacionales de las coordinadoras e intersindicales que
se habían gestado, donde embrionariamente quedó planteada una perspectiva de
grandes transformaciones en la estructura organizativa de la clase trabajadora.
Pero su labor no se
limitó a la faz contestataria y solidaria con los sectores afectados por
ataques patronales o represivos, también presionó y arrancó pronunciamientos y medidas
de fuerza a las conducciones de la CGT nacional y de las regionales, que hasta
ese momento había manifestado una asombrosa pasividad ante la bronca
generalizada de las bases obreras. Además, su irrupción en la vida político
gremial propició un triunfo obrero muy importante, dado que como consecuencias
de la resistencia popular que propugnó cayó el hombre fuerte del Gobierno y su
plan antiobrero.
Luego de ello, el
Ejecutivo Nacional quedó en un verdadero estado de confusión y crisis al perder
a “El Brujo”, al ministro de Economía y el plan de ajuste al que había apostado
decididamente para poder subsistir. El gobierno de Isabel Perón entró en una
verdadera cuenta regresiva, donde todos los factores coadyuvaban para que en su
paso postrero dejara hasta la última gota de la maltrecha institucionalidad
democrática en el camino y facilitara que la asonada golpista en cierne se erigiese
como la única salida.
***
Los plenarios de la
Coordinadora no eran tomados como una cuestión de primer orden por los
dirigentes ceramistas ni por la comisión interna de Lozadur, probablemente sus
preocupaciones estaban desbordadas por los problemas específicos del gremio y, fruto
de sus debilidades, no atinaban a tomar otros compromisos. Sólo se manifestaban
en algunas presencias formales en las deliberaciones y una actitud de apoyo
pasivo o declarativo ante las convocatorias.
Esta situación se
profundizó con la renovación de la Comisión Directiva del sindicato, donde la
JTP buscó homogeneizar la conducción. Con ese propósito, fueron excluidos Ángel
Ayala y José Alonso, secretario general y adjunto hasta entonces.
A diferencia del
proceso amplio y democrático que se generó con la conformación de la primera
Lista Marrón, en esta ocasión se abandonaron por completo la metodología de
seleccionar precandidatos elegidos en asamblea de fábrica y la selección de los
cargos que ocuparían cada uno en un plenario de activistas; por el contrario,
la JTP impuso su preminencia y no consideró necesario el debate ni la
participación más allá de las reuniones con su militancia. Así, se anunció
quienes serían los elegidos que los afiliados debían votar, perdiéndose la sana
experiencia democrática llevada adelante dos años antes.
La nueva conducción
estuvo encabezada por Jorge De León (Lozadur), Raúl Romero (Atlántida), Jorge
Ozeldín (Cattáneo), Celso Antequeda (Cerámica Pilar) y Francisco Palavecino
(Lozadur).
El desinterés por
la participación ceramista en la Coordinadora de la Zona Norte, sin embargo, no
significaba obstrucción de iniciativas favorables a la coordinadora. Esta
situación me permitió desarrollar una intensa actividad de divulgación de la
importancia que adquiría esa organización y en muchas ocasiones fui la única
voz del gremio en los plenarios.
Hubo uno que
recuerdo particularmente, se desarrolló en el patio techado del sindicato luego
de las movilizaciones de enfrentamiento al Plan Rodrigo.
La JTP tenía una
presencia hegemónica en la Coordinadora y no sacaba la conclusión de que la
rebelión obrera contra el plan de ajuste debería canalizarse con la exigencia
de renuncia del gobierno de Isabel Perón. La mayoría de la izquierda coincidía
en el eje de desarrollar la movilización y hacer proclamas propagandísticas
revolucionarias, pero no planteaban que el desenlace de la movilización obrera
y del proceso de ruptura en curso debía encontrar una consigna política que le
brindara una reivindicación superadora del proceso sindical y contestatario a
la clase trabajadora.
En el partido se
consideraba que había que exigir la renuncia de Isabel y poner en marcha la
sucesión institucional para que asumiera un senador representante del
Movimiento Obrero. Con esa propuesta se pretendía encontrar una salida
proletaria a la crisis. Se argumentaba que la persistencia de esa conducción
política del país iba irremisiblemente a plantear continuos ataques a los
asalariados.
Ese fue el eje de
la discusión de las reuniones de equipo de esa semana. Con muchas dificultades
de implementación y dudas para llevarla a la práctica, sobre todo por tener que
sostener que el reemplazo presidencial fuera encarnado por representantes de la
burocracia, que estaban tan involucrados en la sangrienta represión.
Especialmente se recordó a los compañeros asesinados en Pacheco, donde
participaron activamente los matones metalúrgicos de Victorio Calabró y
Gregorio Minguito. Finalmente, se votó en las células que los que participábamos
en los plenarios debíamos intervenir con esa propuesta y formular esa moción
específica.
Yo fui el encargado
de llevar adelante esa explicación y propuesta en la zona norte. Las
deliberaciones estaban centradas en el balance de la movilización, de la
convocatoria al previsto Plenario Nacional y del accionar represivo contra el
activismo.
Cuando me tocó el
turno de intervenir, luego de hacer una reseña de los distintos capítulos de la
confrontación de la clase trabajadora con el gobierno, de las respuestas que
los trabajadores debimos encontrar para enfrentar los sucesivos ataques que
sufrimos y de los saltos organizativos que dimos, expliqué que la exigencia de
la renuncia de Isabel era la conclusión lógica del nivel de movilización que se
había consumado y una autodefensa de las conquistas obtenidas, porque se iba a
nuevos enfrentamientos por los intentos de imponer nuevos planes de ajuste.
El interrogante
planteado transcurría centralmente por qué tipo de sucesión se propondría al
frente del Ejecutivo. Entonces, planteé que dentro de las posibilidades
constitucionales de sucesión presidencial estaba el inexistente vicepresidente,
el titular del Senado y, en caso de que este renunciara a la sucesión, el
Congreso debía elegir a un senador para que asumiera la presidencia. En esa línea
argumental sostuve que los trabajadores deberíamos sostener que fuera un
senador obrero, ejemplificado con el nombre del representante puntano Oraldo
Britos, que a pesar de no ser la salida más deseable constituía una opción
desde el Movimiento Obrero.
Lo que recuerdo con
más nitidez fue el silencio que se generó luego de mi discurso, había
incomodado, pero también había resultado tan exótica la propuesta que ni siquiera
hubo una respuesta; con indiferencia, la mesa hizo continuar la exposición de
la lista de oradores, que transcurrió sobre temas que fueron dejando en el
olvido a mi moción, demostrando, de alguna manera, que la proposición surgida
del laboratorio trotskista estaba muy distante de las preocupaciones y dilemas
de la vanguardia obrera.
Ni la JTP ni el
resto de la izquierda tenían una propuesta alternativa y, en los hechos, colaboraron
para que el movimiento quedara circunscripto al infinito espacio ocupado por lo
estrictamente reivindicativo y las consignas ultrarevolucionarias, facilitando que la burocracia sindical pudiera
reconstituir su poder dividiendo a la base obrera y descomprimiendo la
situación como forma de apoyar al oficialismo en la restauración del fracasado
plan.
Pero la indiferencia
ante la propuesta no sólo tenía que ver con que las demás organizaciones no
ofrecieran una salida política obrera, sino que ellos también reflejaban las
contradicciones en que estaba sumida la clase obrera, que había hecho su acto
inaugural de enfrentamiento al que consideraba su gobierno y entrado en un
camino en el que se encontraría con la crisis de la conciencia histórica que la
unía al justicialismo, donde la muerte de su líder y la bancarrota de las
organizaciones sindicales tradicionales, que había sobrepasado en su accionar,
contribuían notablemente a la generación de esas transformaciones.
Por primera vez en
décadas, entre los nuevos dirigentes que surgían había una alta proporción de
militantes de izquierda, confiaban en ellos porque respondían con mayor
dedicación a sus necesidades, por su honestidad y sacrificio en pos de lograr
objetivos comunes, pero eran todavía escasos los que abrazaban la causa de la
revolución social y del socialismo como salida a los padecimientos provocados
por el capitalismo.
La falta de un
programa de enfrentamiento al gobierno que permitiera potenciar a la vanguardia
como alternativa de dirección obrera, tienen que ver con un proceso que estaba
en curso pero embrionariamente: los cuestionamientos que sufría la conciencia
peronista. De alguna manera, esto es lo que puede explicar la influencia que
conservaba la JTP en estos nuevos organismos que se había dado la clase
trabajadora.
Eran muchas
cuestiones juntas las que estaban induciendo a ese terremoto en la conciencia
obrera, y las organizaciones que estaban protagonizando ese proceso estaban
también imbuidas de ese estado de conmoción en que se encontraban las bases.
Además, como un elemento agravante, algunas de ellas estaban más concentradas
en el desarrollo de su aparato militar que en la elaboración de propuestas que
canalizaran soluciones superadoras.
En ese estado de confusión y deliberación se encontraba la clase
trabajadora, frente a los enormes desafíos que inexorablemente la realidad le
estaba planteando.
VII
La caldera de una larga noche
Antonio Cafiero
asumió como sucesor del fracasado Rodrigo al frente del Ministerio de Economía.
En su breve gestión no consiguió elaborar un plan económico y se limitó a
establecer parches que lograron profundizar más aún la crisis, esencialmente, por
la resistencia de los trabajadores, que se encontraban acicateados por el
aumento del costo de vida, que durante ese año llegó al 334,8 por ciento.
No sólo la crisis
se profundizaba en la economía, la situación política también daba muestras de
una dinámica hacia el colapso. Isabel pidió licencia desde el 13 de septiembre hasta
el 6 de noviembre. Durante ese período, Ítalo Luder asumió el cargo de
presidente provisional del Senado y la sucedió transitoriamente. El nuevo
mandatario procuró ganar el apoyo de las Fuerzas Armadas, envió al Congreso un
proyecto para la creación de un organismo dedicado a la seguridad interior que dejaba
en manos de los militares la lucha contra la denominada “subversión armada”.
El 12 de diciembre,
el brigadier Orlando Capellini intentó un golpe de estado que fracasó porque las
jefaturas de las tres fuerzas no habían terminado de cohesionarse detrás de ese
objetivo, pero dejó en evidencia que las condiciones estaban maduras e incorporó
a la agenda de todos los referentes políticos y sociales la inminencia de la asonada
militar.
La indiferencia que
generó en la población el alzamiento de Capellini terminó por despejar las
dudas del alto mando sobre el grado de resistencia popular que se podría
desarrollar; obró como un verdadero ensayo.
El 24 de diciembre
de 1975, en un infrecuente mensaje al país, el general Jorge Rafael Videla
enfatizaba: "el Ejército Argentino,
con el justo derecho que le confiere la cuota de sangre generosamente derramada
por sus hijos héroes y mártires, reclama con angustia, pero también con firmeza,
una inmediata toma de conciencia para definir posiciones. La inmoralidad y la
corrupción deben ser adecuadamente sancionadas. La especulación política,
económica e ideológica deben dejar de ser medios utilizados por grupos de
aventureros para lograr sus fines. Así, no cejaremos hasta el triunfo final y
absoluto que será, a despecho de injustificadas impaciencias o intolerables
resignaciones, el triunfo del país". Algunos medios comentaban del
establecimiento de un plazo de noventa días para el gobierno, impuesto por el
jefe del Ejército.
“Los planes militares van a recibir, además, una ayuda
inesperada. El PRT-ERP, en una muestra de desesperación por el fracaso de su
política militarista (que ya no podía ocultarse), decidió la ejecución de un
operativo de gran magnitud, a pocos días del intento de la Fuerza Aérea. La
localización, tamaño y características de la operación la hacían
particularmente riesgosa, tanto militar como políticamente. Considerando los
elementos presentes en el caso, el intento de copamiento de las instalaciones
militares de Monte Chingolo, a fines de diciembre de 1975, parece haber sido
planeado con la expectativa de un ‘golpe de suerte’. Pero esta aventura
guerrillera, de por sí imprudente, estaba condenada de antemano (un infiltrado
en las filas del ERP había advertido a los militares sobre la operación) y
resultará en el mayor desastre para la organización, mientras brindaba una
excusa óptima a los sectores golpistas”[44].
Los tiempos se
agotaban aceleradamente, entonces Isabel realizó un nuevo intento por controlar
la situación. El 4 de febrero, nombró a Emilio Mondelli como ministro de
Economía. Unos días después, anunció un plan de emergencia que reeditaba lo
planteado por el patrocinado por Celestino Rodrigo.
La compensación por
la pérdida del poder adquisitivo se limitaba a un aumento salarial del doce por
ciento, los ingresos se congelaban por seis meses y se suspendían las cláusulas
convencionales vinculadas a la productividad. Mientras tanto, el valor de los combustibles
y tarifas casi se duplicaban.
Estas medidas
contaron con el consentimiento de las 62 Organizaciones Peronistas lideradas
por Lorenzo Miguel, pero la burocracia no era un bloque monolítico. Algunos sectores
del sindicalismo, como el representado por el secretario general de la CGT, el
textil Casildo Herreras, se manifestaron prescindentes y otros, como el
gobernador bonaerense, el metalúrgico Victorio Calabró, francamente en contra y
planteando la renuncia de la presidente.
La clase obrera
intentó resistir al nuevo ataque a sus condiciones de vida, pero las fuerzas no
tenían la contundencia de siete meses atrás. Luego de obtener la homologación
de los convenios, “la participación de la
clase obrera en la arena política nacional tendió a diluirse”. Su actividad no
disminuyó, por el contrario, “desde julio 1975 los conflictos laborales se
multiplicaron en todo el país. Las estadísticas del Ministerio de Trabajo
registran para el período julio-agosto 453 conflictos, sólo 157 menos que los
registrados en los seis primeros meses del año. Luego de este pico la cantidad
de conflictos se mantuvo por encima del promedio general del período...”[45].
Las iniciativas de
resistencia se manifestaron con fuerza sectorial pero no llegaron a confluir en
una manifestación central de peso.
En el interior se
canalizó la bronca hacia las dirigencias gremiales regionales, que en varios
casos “debieron ponerse al frente de la
mayoría de estos conflictos. A su vera, las coordinadoras interfabriles seguían
activas (aunque cumpliendo un papel mucho menor, debido fundamentalmente a los
golpes del aparato represivo)”[46].
Los trabajadores
veían la necesidad de enfrentarlo, pero también intuían que el problema era más
de fondo y que ya no contaban con los recursos imprescindibles como para enfrentar
con posibilidades los nuevos desafíos. Así, los movimientos de resistencia fueron
apagándose paulatinamente, las medidas del Ejecutivo se impusieron sin generar
entusiasmo en los factores de poder. Para el gobierno fue una postrera victoria
pírrica.
***
A pesar de la combatividad
obrera y del desarrollo de nuevos organismos de clase, el accionar de la Triple
A y sus colaterales continuaba desenvolviéndose con total impunidad. Diariamente
se secuestraban luchadores de todas las corrientes políticas y democráticas y se
los ejecutaba a mansalva.
Desde los últimos
meses de 1974, se fue incrementando el accionar de estos sanguinarios comandos
parapoliciales, muchas veces utilizando ostensiblemente vehículos, uniformes y
dependencias oficiales, pero la mayoría de las ocasiones sin que pudieran ser
identificados.
En la Comisión
Nacional de Desaparición de Personas (Conadep) se registraron alrededor de mil
denuncias por desapariciones forzadas durante el gobierno justicialista[47].
En la publicación
por el 30º aniversario del golpe de estado, la Secretaría de Derechos Humanos
de la Nación, elevó a unos mil cien los casos de las desapariciones de personas
y ejecuciones sumarias antes de la ruptura del orden constitucional. “De acuerdo con esa publicación, una
reedición del informe que elaboró la Comisión Nacional sobre la Desaparición de
Personas (Conadep) entre 1983 y 1984, las desapariciones forzadas previas al
golpe de 1976 fueron unas 600 y las ejecuciones sumarias, unas 500”[48].
Una investigación
sobre “El genocidio en Argentina”, efectuada por un equipo liderado por Inés
Izaguirre, mensuró la represión criminal del período en 1716 asesinados (979
ejecutados y 737 desaparecidos) y 54 secuestrados y liberados.
Con el inicio de 1976
y el enrarecimiento de la situación política, el accionar criminal se
profundizó notablemente. Según el diario La Opinión (8-2-76) “la violencia política ya cobró 52 muertes
en lo que va del año”.
Un día después, Noticias Argentinas informó que en el dique El Carrizal de Mendoza aparecieron catorce cadáveres.
Un día después, Noticias Argentinas informó que en el dique El Carrizal de Mendoza aparecieron catorce cadáveres.
En la zona norte, el
4 de febrero, los diarios informaban sobre el secuestro de dos delegados
navales, Oscar Echeverría y Luis Cabrera, y la mujer de Cabrera, maestra y
delegada docente. El domingo 8, los tres aparecieron asesinados.
El 13, en Carupá, asesinan al sacerdote tercermundista Francisco Soares (58), quien había realizado una misa por los tres gremialistas muertos.
El 13, en Carupá, asesinan al sacerdote tercermundista Francisco Soares (58), quien había realizado una misa por los tres gremialistas muertos.
Ese día, también fueron
secuestrados dos obreros de Lozadur. Al inicio de la jornada se había
presentado la esposa del delegado de la sección chamote Juan Pablo Lobos para
informar que había sido secuestrado de su domicilio por la noche. Los
compañeros paran de inmediato para exigir la aparición con vida del compañero.
A media mañana, se
presenta Segundo Figueroa, miembro de la comisión interna, ante la asamblea de
la fábrica y cuenta que fue liberado luego de ser torturado durante toda la
noche, sin que se tuviera hasta ese momento noticias de la suerte que había
corrido Lobos.
A primeras horas de
esa tarde, se supo de la aparición de un cadáver en Talar de Pacheco. Se
organizó una comisión para que junto a los familiares se presenten para
cerciorarse si se trataba del compañero. Cuando los compañeros pudieron ver el
cuerpo resultaban muy evidentes las torturas a que fue sometido. Tenía quemados
sus genitales, quebraduras en sus extremidades y había sido ejecutado con
varios disparos.
Junto a su cuerpo
había aparecido un listado de compañeros de Lozadur y del sindicato, amenazados
de muerte por la Triple A.
Los ceramistas
quedaron consternados ante la constatación de que la barbarie también los había
alcanzado y continuaron con el paro de actividades para participar del velatorio
de Lobos. También la FOCRA convocó a un paro nacional de repudio al crimen.
León aportó su
punto de vista sobre estos sucesos: “nosotros
teníamos en esa época discusiones muy importantes con la JTP, una de ellas era
que se habían distribuido pantalones y ropas provenientes del secuestro de
Bunge y Born (ocurrido el 19/09/74, considerado el
mayor secuestro extorsivo de la historia argentina, por la cual
Montoneros obtuvo 60 millones de dólares y la distribución de alimentos y otros
productos en las puertas de determinadas fábricas. En Lozadur, a fin de ese
año, se distribuyeron pantalones a la salida del personal), lo que permitió
identificar a las direcciones de fábrica con los Montoneros, lo que exponía al
activismo y, por otro lado, carecían de sustento político porque no preparaba a
la base para las reglas de juego en que se desarrollaba la lucha política. Si
bien no pasó exactamente eso con Lobos, que era del PC, de perfil bajo pero muy
honesto, ya advertíamos en esa época sobre esa contradicción: mucha
autoproclamación por parte de los dirigentes de la Comisión Interna en forma
irresponsable y, al mismo tiempo, una base militante que quedaba totalmente
desguarnecida, lo que se aplica perfectamente al compañero Lobos, que fue
secuestrado y ejecutado sin que la Comisión Interna haya previsto absolutamente
nada o haya preparado a los compañeros para la aparición de hechos que
lamentablemente se produjeron en esos tiempos con los enfrentamientos con los
sectores más reaccionarios del PJ. Lobos es la primera víctima, no solamente de
la reacción justicialista, sino de la irresponsabilidad y la irracionalidad
política de la vanguardia peronista”.
***
En esos días, la
sospecha de ser observado y perseguido se convertía en un acto reflejo
permanente instalado en la conducta de los activistas. Cotidianamente nos
veíamos sorprendidos por la aparición de nuevos compañeros de distintas
fábricas asesinados por la Triple A.
Los protagonistas
de las luchas en la zona eran sometidos segundo a segundo a un juego de
interrogantes y dudas, de la respuesta acertada dependía la supervivencia.
Era como una
amenaza latente que se cernía sobre todo aquel que había cumplido un rol más o
menos protagónico en las últimas luchas. Desde las sombras, los siniestros grupos
fascistas decidían sobre la vida y la muerte con un perverso mecanismo de
selección de la víctima, al que sólo le dejaban la primicia de descubrir la
inminencia del acto criminal poco minutos antes de su ejecución.
A pesar de la
vorágine sangrienta en que estábamos sumidos, no había muestras de temor, ni de
parálisis originada en el pánico, sólo mayores precauciones. Al mismo tiempo, era
muy fuerte la confianza de que el movimiento obrero reaccionaría y volvería a
encauzar la situación, que sólo se trataba de algo que coyunturalmente se había
tornado por demás desfavorable.
Mientras estas
contingencias afectaban nuestras vidas, eran necesarias nuevas medidas
preventivas adicionales para evitar caer en las celadas tendidas por los
personeros del terror. No ceder al objetivo de los asesinos de imponer el
pánico era una forma de resistir.
Como medida
precautoria, los militantes vivíamos en casas semiclandestinas que no podían
ser ni el domicilio legal ni el declarado ante la patronal; que, además, no
debía ser conocido por compañeros ni camaradas, salvo alguna limitada excepción.
Para cumplir con este requisito cada viaje hacia y desde la fábrica se hacía
cambiando constantemente el recorrido.
En ese entonces,
vivía en un departamento sobre la avenida Fondo de la Legua, frente a la
fábrica Matarazzo. Cada mañana tomaba un camino diferente para llegar a la
fábrica, las opciones eran dirigirme por Paraná, por Luis María Drago o por
Panamericana, que complementaba con diversos itinerarios al bajar del colectivo.
Lo mismo ocurría al regresar, luego de las actividades militantes, teniendo
siempre en cuenta de verificar que no era seguido antes de dirigirme a mi
vivienda.
Desde fines de
enero, el partido me había puesto una custodia armada para ir y volver de
Lozadur. Cada mañana nos encontrábamos con el compañero designado y marchábamos
hacia la fábrica y lo propio ocurría a la salida.
Los intentos de
reaccionar ante el Plan Mondelli pusieron en marcha las convocatorias de los
plenarios de la Coordinadora de la Zona Norte. Las reuniones concretadas
demostraban que los tiempos habían cambiado sustancialmente, por la escasa
concurrencia, por las medidas de seguridad que debíamos adoptar y por el
recuento de efectivos al que nos veíamos obligados por las continuas bajas que
se generaban.
En una de las
últimas reuniones que iba a participar, habíamos quedado con Pedro Apaza, dirigente
de la metalúrgica Del Carlo, en encontrarnos a dos cuadras de la avenida
Márquez y Panamericana. Era una cita previa para poder participar de la reunión,
que desconocía dónde se hacía. A través de un mecanismo de citas se iban a
canalizar a los compañeros para que se pudiera debatir la posible realización
de alguna movilización.
Evitábamos los
bares y confiterías, porque eran los sitios más propensos a ser detectados por
los servicios que pululaban por la zona. Nos encontramos en la parada del
colectivo y apenas pudimos intercambiar unas pocas palabras, cuando un Ford
Falcon gris oscuro, con la ventanilla del acompañante semiabierta, apareció por
la bocacalle y se detuvo para observarnos. Su irrupción nos dio la sospecha de
que la convocatoria había sido infiltrada o que algunos indicios habían llegado
a la cana. Hacerla en esas
condiciones era servirse en bandeja a los matones.
“Flaco, esta reunión está podrida. Vayámonos cada uno por
su lado, tratá de despistarlos. Yo me voy a comunicar con el control para
levantar la reunión. Ya nos comunicaremos y veremos qué hacemos”, fue la última vez que pude hablar con él y uno de los últimos
intentos de reunir a la coordinadora.
Las limitaciones
con que se desenvolvía el accionar de los dirigentes demostraban que las
posibilidades de generar una reacción del movimiento obrero estaban por demás
condicionada.
El funcionamiento
cuasi clandestino, la sangría de compañeros, el repliegue y las prevenciones de
la mayoría del activismo hacía casi una misión imposible poner en
funcionamiento los engranajes de una organización, cuya garantía de éxito
movilizador dependía del debate, de las asambleas y de la democracia para poder
alcanzar la excelencia.
Pocos días después,
los dirigentes y principales activistas de la JTP abandonaban sus puestos de
trabajo y pasaban a la clandestinidad. Era una confirmación de que su pasividad
en las convocatorias de los plenarios tenía que ver con estas decisiones que se
estaban por instrumentar.
En Lozadur, los
compañeros Figueroa y Montaner, ambos de la JTP, que integraban la comisión
interna, dejaron de concurrir a la fábrica sin que supiéramos las razones. Con
el antecedente de lo que había ocurrido con Lobos, los delegados propiciamos
una asamblea general para proponer la paralización de la fábrica hasta que se
pudiera tener certezas sobre la suerte corrida por los compañeros.
Durante dos días
estuvimos parados buscando información sobre su destino. Hubo varias versiones
que circularon en la fábrica sobre su paso a la clandestinidad y otras que
surgían de los corrillos que su ausencia provocaba.
Finalmente, se dio
a conocer una carta de los compañeros donde blanqueaban su situación por las
amenazas que habían sufrido y planteaban que debían hacerlo para preservarse.
Para el estado de
ánimo de los compañeros fue como un baldazo de agua fría, que comenzó a
introducir en los debates abiertos las cuestiones de los peligros presagiados
por el peso de lo inminente.
***
La Asamblea
Permanente de Entidades Gremiales Empresarias (APEGE) fue una agrupación
de federaciones empresariales que funcionó entre agosto de 1975 y principios
de 1977. Su creación
estuvo relacionada con la gestación del golpe de estado y el apoyo a la
dictadura militar una vez establecida.
La APEGE estuvo
integrada por el Consejo Empresario Argentino (CEA),
la Sociedad Rural Argentina, la Unión Comercial Argentina,
la Cámara Argentina
de la Construcción, la Cámara Argentina de Comercio, la Federación
Económica de la Provincia de Buenos Aires, Confederaciones Rurales Argentinas,
la Cámara de Sociedades
Anónimas, la Asociación
de Industriales Metalúrgicos de Rosario y la COPAL (alimentación).
El 16 de
febrero de 1976, la APEGE organizó una huelga general
empresaria, la única de la historia argentina, que fue considerada como el
inicio de la cuenta regresiva del golpe de estado que derrocó a María Estela Martínez de Perón.
Poco
después, muchos de sus dirigentes pasaron a ser funcionarios del gobierno
militar. Su último acto público fue una solicitada de apoyo a la dictadura, en
el primer aniversario del golpe[49].
La labor de enrarecimiento
del clima social fue su función esencial y lo logró a través de propiciar el
desabastecimiento, el lock-out, la inflación, la devaluación del peso y la
caída del poder adquisitivo de la población.
Los medios de
comunicación prosiguieron con su prédica sobre la necesidad de imponer orden,
terminar con la corrupción y con la incapacidad del gobierno. El diario La
Razón inauguró una cuenta regresiva, titulando diariamente referencias a la
misma. Otros diarios empleaban títulos catástrofe en todas sus ediciones. Incluso
el derramamiento de sangre de activistas y sindicalistas de izquierda era
utilizado para pintar un escenario caótico que debía resolver una mano más
dura.
Los sectores
políticos también se fueron alineando con esta dinámica. En el Congreso se
multiplicaron los pedidos de renuncia de la presidente. Isabel, el 18 de
febrero, negó toda posibilidad de claudicación y convocó a los comicios
presidenciales para el 12 de diciembre.
Ricardo Balbín, el principal dirigente del
radicalismo, habló al país el 16 de marzo y en su discurso no manifestó una
firme oposición al golpe, por el contrario, lo alentó abiertamente al afirmar
que el gobierno era el único culpable de un posible golpe de estado y redobló
la apuesta cuando enfatizó "no tengo
soluciones" para evitarlo.
Los planteos
militares iban quitando crecientemente espacios de poder al Ejecutivo. El
movimiento de los uniformados ya avizoraba su irrupción en la escena política y
la preparación que se estaba gestando resultaba tan provocativa como evidente.
El 22 de marzo ya los militares, con la excusa de combatir la subversión, iban
ocupando lugares estratégicos[50].
Los vaivenes del
gobierno, los escándalos por negociados, las devaluaciones y el crecimiento
incesante de los precios, fueron empujando a la clase media hacia el reclamo de
restablecimiento del orden, descartando que Isabel pudiera lograrlo.
Todos los sectores
protagónicos del país veían la inminencia del cambio de régimen. Se limitaron a
dejar que la crisis se profundizara y que el gobierno fuera exprimido hasta la
última gota en su decadencia, para sembrar mayores expectativas en el arribo al
poder de los militares.
Ningún sector
planteaba ostensiblemente el respeto a los mecanismos constitucionales. Los
meses que faltaban para el acto electoral parecían siglos y las alternativas
democráticas que estaban sobre la mesa no ofrecían confianza, ni siquiera se
postulaban como una salida institucional ordenada.
La convergencia progolpista abarcó a un arco político y
social por demás dilatado y los aprestos militares para tomar el poder resultaban
tan visibles como convalidados.
Cuando se tuvo
conocimiento que Casildo Herreras, el secretario general de la CGT, iba
a abandonar el país, muchos tomaron conciencia de la inminencia del golpe.
Esto se confirmó el sábado 20, cuando en Clarín apareció un suelto con el
sugestivo título de “Calabró se despidió
de la prensa”. El gobernador de Buenos Aires les deseó "mucho éxito en el futuro" a los periodistas de la Casa
de Gobierno, sin explicar los motivos del "inesperado
saludo". Calabró sabía desde mucho tiempo atrás sobre la decisión de los
militares. Incluso algunas versiones indicaban que en algún escritorio oficial
existía un "listado de personas para ser desaparecidas" provistas por
el Servicio de Inteligencia de la Policía de la Provincia.
Sólo los trabajadores
veían con desconfianza la posibilidad de un golpe militar, pero la debilidad
demostrada por los nuevos organismos, la pérdida de poder adquisitivo y el caos
generalizado en que se desenvolvía su cotidianeidad, terminaron por llevarlo a
una situación de pasividad expectante. También, la sangría que provocaban los
comandos parapoliciales aportaba lo suyo. La ostentación de estas matanzas a
través de los medios de comunicación incorporó una cuota de desasosiego popular
que facilitó el tránsito hacia el 24 de marzo.
Juan Lábake escribió
que “a la hora en que la mayoría de los
argentinos dormían, a nosotros nos derrocaba un golpe militar. No fue un
derrocamiento glorioso ni romántico. Ni siquiera emocionante. No hubo heroísmo
en ninguno de los bandos. Ni resistencia alguna”[51].
El encumbramiento
de la dictadura “fue recibido, primero
con auténtico no diría entusiasmo pero auténtico alivio y aceptación. Cuando la
gente descubrió que el alivio y la aceptación estaban fuera de lugar, descubrió
también que en esa situación de terror no podía manifestar ningún cambio de
sentimientos”[52].
***
En la víspera ya
eran visibles los movimientos de los militares y la evidente parálisis de los
que ocupaban cargos públicos. Jorge llegó con la noticia y de inmediato nos
pegamos a la radio para tener la confirmación oficial de lo inminente.
Unos minutos
después de la medianoche, lo obvio se hacía ostensible y, luego de las primeras
escuchas pasivas, comenzamos a hacer los primeros preparativos que teníamos
acordados en caso de que se produjera un golpe de estado.
Era una sensación
difícil, porque no podíamos acudir a consultar a ningún compañero, no debíamos
marcar ningún número telefónico, estábamos totalmente aislados y debíamos
asumir la toma de decisiones ante el drástico cambio de la situación.
Graciela y Alicia
estaban pálidas por las novedades ocurridas. La primera decisión que debíamos
tomar era que nadie debía asistir a su lugar de trabajo, tendría que pedir
permiso o lo que fuera para justificar su ausencia. Decidimos que era mejor hacerlo
a través de algún compañero de laburo que avisara a la patronal para no tener
que presentarnos ante ella.
El siguiente paso
era el de levantar la casa y organizar todos los trámites para cancelar de
inmediato el contrato de alquiler. Por suerte estaba a nombre de Jorge y
podíamos resolverlo entre nosotros.
El paso siguiente
era organizar nuestra salida, una enorme ayuda era haberlo alquilado amoblado,
porque era más sencillo sacar nuestras cosas del lugar sin despertar sospechas.
También acordamos hacerlo de una sola vez, para no tener que volver al
departamento ni volver a vernos por un tiempo.
Mientras
compartíamos un mate lavado, comenzamos a tratar caso por caso para delinear
los caminos que cada uno debía tomar y cuáles debía evitar. No había que ir a
las casas de los familiares ni a las de los compañeros del partido. Cada uno
debía tener una casa donde ir a parar hasta que se aclarara el panorama. Esta
fue una discusión realizada con anticipación, sobre los refugios que teníamos
que tener previstos para cualquier eventualidad que surgiera.
Yo recordé lo que
me había pasado un par de meses antes, cuando un compañero no apareció una
noche por su casa y nos avisaron. Todos los que vivíamos en casas que él
conocía debíamos encontrar un “aguantadero”, hasta que supiéramos qué había
pasado con él. En esa ocasión, no tuve tiempo de preparar mi refugio y me tuve
que pasar la noche viajando en el tren San Martín, desde José C. Paz a Retiro,
durmiendo y comiendo en el mismo tren, hasta que llegó la hora de ir a
trabajar.
Todo estaba
arreglado, todos teníamos a donde ir a parar. La casa de la madre de Mary, con
quien salía desde hacía un par de meses, era mi lugar de destino. Ya me había
quedado en alguna ocasión y que volviera a hacerlo no iba a despertar ninguna
molestia a su familia; además, estaba en un barrio bacán de Florida, donde
había mayores resguardos.
Fue una larga noche
la del 24, ninguno durmió, ni siquiera lo intentó. Apagamos todas las luces
para no despertar sospechas en el vecindario, cada tanto espiábamos a través de
la ventana y, aunque no se notaban cambios a la cotidianeidad del barrio, todo
parecía distinto ante nuestra mirada. Mientras los informativos sólo
reproducían los comunicados de la Junta Militar, los monobloques se mostraban
con su monstruosidad de cemento habitual, nadie transitaba por la soledad de
los pasillos que separaban a los edificios. En nuestra fantasía suponíamos que
tal vez muchos vecinos estarían haciendo lo mismo que nosotros.
La introducción al
nuevo hábitat del país generaba una ansiedad inusitada, nuestros sentidos se
esforzaban por detectar el sonido exterior para conocer los cambios que se estaban
produciendo. Sólo de tanto en tanto se escuchaba el tránsito por la
Panamericana de pesados camiones militares, sin que tuvieran que eludir ni
compartir la calzada con ningún otro vehículo en su camino.
Cuando se asomaron
los primeros rayos del sol, cada uno preparó su bolso, descartó lo suntuario y
nos aprestamos a partir escalonadamente en distintas direcciones. No sabíamos
cuándo nos volveríamos a ver ni qué contingencias se podrían presentar en
nuestros próximos pasos. Sólo sabíamos que los días que hasta entonces habíamos
vivido ya no volverían, que nuestra rutina casi familiar de convivencia había
llegado a su fin.
Al dejar atrás la
vivienda, que durante meses nos resguardó de tantas acechanzas, un mundo de
infinitas incertidumbres se iba abriendo ante mis pasos, en mi mente se
agolpaba una sensación mezclada de congoja y tensión, que hacía que la
percepción del nuevo día, soleado y cálido, pareciera cargado de nubarrones.
Comprobé que el ser
humano, aún en los peores momentos, tiene fantasías optimistas. Una fugaz idea apareció
entre mis pensamientos: era muy difícil de empeorar lo que habíamos pasado los
últimos meses, con la persecuta en
que vivíamos, las medidas de seguridad que tuvimos que tomar y los crímenes de
tantos compañeros.
Como un rasgo de
lucidez y autodefensa, me vino a la memoria una escena ocurrida durante mi
servicio militar, cuando participé con los compañeros de mi cuartel en un
desfile en Avellaneda. Recordé la actitud del teniente Giménez que, al ver un
afiche pegado en la pared con la imagen de Agustín Tosco[M1] , desenfundó su pistola y le apuntó diciendo: “¡qué bueno sería tenerlo en persona!”. Era un tipo que debería
tener un par de años más que yo y ya tenía la mente cargada de odio y violencia.
Seguramente ahora se liberaría como el agua de un dique derrumbado. Pensé en
los datos de la brutalidad descargada por los milicos en Tucumán, cómo se
comportaban ante cada acción represiva a la que eran convocados y refresqué las
discusiones sobre las caracterizaciones de los tiempos por venir. Entonces,
sentí que el estremecimiento generado en la angustiosa noche se potenciaba y se
esfumaba toda falsa ilusión sobre los días por venir.
***
La primera muerte que se cruzó en mi camino fue la de una vecina de mi
calle. Doña Filomena tenía tres hijos, el más pequeño era un par de años mayor
que yo.
Una tarde de octubre, al salir de la escuela, con mis siete años a
cuestas, iba con el cotidiano deseo de encontrarme con mi taza de Vascolet y las blancas figazas
untadas de manteca y dulce de leche.
La cuadra de distancia que separaba la escuela de mi casa tenía entonces
una cantidad infinita de entretenimientos, sobretodo desde que lo hacía sin la
compañía de mi madre. Luego de despedirme de mis compañeros, emprendía
despreocupadamente el recorrido habitual y me detenía, en primer lugar, ante la
vidriera del kiosco.
Otra parada obligada era en la verja de la casa de la palmera. De la
construcción mucho no recuerdo, contaba con un gran espacio verde cubierto de
césped e innumerables plantas con flores y, en el centro, una palmera de unos
quince metros de altura que concentraba toda mi atención. Resultaba tan exótica
en ese apartado lugar del porteño barrio de Mataderos, que su sola
visualización disparaba todas mis fantasías. Tenía una necesidad irrefrenable
de detenerme a observarla con mis manos sujetas a la cerca y mi cabeza apoyada entre
los barrotes de hierro. Los gatos, los pájaros o las figuras que se dibujaban
entre el follaje eran el escenario ideal para imaginar historias de aventureros
en tierras extrañas y remotas que irrumpían en mi barriada.
Ese día, luego de cumplir con mi breve cuota de fantasías, continué
distraídamente con mi recorrido habitual. A medida que me aproximaba a la
puerta del conventillo en que vivía, comencé a notar anormalidades que me
hicieron olvidar de la merienda: mucha gente estaba desperdigada en la vereda,
frente a la casa de Miguelito, tres puertas antes de llegar a la mía.
Los chicos se detenían frente el portal tratando de encontrar
explicaciones ante tantos hechos inusuales. Se trataba de una familia italiana
muy humilde, el papá había fallecido un par de años atrás en un accidente
laboral. Los dos hermanos mayores de Miguelito trabajaban y casi no se los veía
en la casa.
Al cabo de un rato pude escuchar que doña Filomena había muerto. Era una
siciliana que vestía unos pollerones hasta los tobillos, siempre de negro y con
su cabeza cubierta con un pañuelo, casi no hablaba en castellano.
Había descubierto una sensación desconocida, se había adueñado de mí
toda la congoja que percibía en los adultos y estaba paralizado ante la fatal
novedad.
Al rato, veo salir a mi amigo llorando desconsoladamente, se sentó en el
umbral de la casa más próxima a la suya y se quedó con la cabeza gacha,
tapándose la cara con sus manos. Varias vecinas acudieron a consolarlo. Lo
miraba consternado, tratando de entender mis imprevistos descubrimientos.
Los chicos se quedaron absortos ante la desgarrante escena, juntos y en
silencio, con esa mirada especial que sólo ellos son capaces, con los gestos
desprovistos de prejuicios y despreocupados de la estética de sus rostros. Algunos
comenzaron a difundir las versiones más antojadizas de la causa de la muerte,
hasta que al final se impuso la creencia de que el deceso había sido por haber
comido duraznos verdes. A mí me pareció la versión más creíble, dado la
insistencia de mi madre de que tuviera cuidado de comerlos si no estaban
suficientemente maduros.
Durante varios días no podía apartar de mis recuerdos la imagen de
Miguelito, su sensación de desamparo había impregnado mi vida.
“¿Los padres pueden
morirse en cualquier momento?”, pregunté a mi madre. Ella eludió el interrogante, en esa época los
padres no contemplaban brindar respuestas a las inquietudes infantiles, sólo
contestó: “apurate con la leche que tenés
que hacer los deberes”. Encubría de esa manera su propia congoja, al
habérsele refrescado el drama que la marcó para toda su vida, cuando quedó
huérfana a los once años.
Un par de años después, sorpresivamente murió mi primo Ile:
aparentemente un golpe en su frente le ocasionó un coagulo que fue tardíamente
advertido por los médicos. Vivía en el campo, en las inmediaciones de la
entrerriana localidad de Bovril.
Habíamos compartido numerosas aventuras en las vacaciones escolares y
gozábamos de la libertad en ese apartado lugar. Los colores de ese cielo fueron
imágenes que nunca dejaron de acompañarme en la vida. Añoraba la infinidad de
animales domésticos y salvajes que nos rodeaban. El particular aroma del campo impregnó
mis recuerdos por mucho tiempo, como también la alegría de compartir el mate
cocido matinal, las aventuras de la hora de la siesta, el impresionante
atardecer y el profundo silencio nocturno. Verdaderamente, envidiaba la suerte
de mi primo.
Aún no concebía que la muerte también pudiera alcanzar a un niño. La
carencia de noticias en que se desenvolvía mi infancia, hacía que las únicas
advertencias de peligro pasaran por el cruce de alguna calle o las arengas
maternas sobre las prevenciones que se debía tener con la electricidad.
La consternación invadió la vida familiar al conocerse la desgracia. No
lograba explicarme cómo podía desaparecer alguien tan alegre, vital e inocente
como Ile. Los interrogantes me torturaban y la incertidumbre era un estado
novedoso recién descubierto.
Luego de esas incidencias infantiles, durante muchos años la muerte no
hizo acto de presencia en mi vida y esos sucesos fueron acomodándose en el
arcón de los recuerdos.
La década de los setenta y las movilizaciones estudiantiles confluyeron
con mis inquietudes juveniles y me incorporé a la militancia política. El nuevo
mundo descubierto me llenó de pasión por transformar la sociedad que agobiaba
de padecimientos a mi generación. Del activismo universitario pasé a insertarme
en las luchas obreras.
Tony fue un entrañable compañero de experiencias. Nos conocimos en las
manifestaciones de apoyo al Cordobazo y una relación de amistad consolidó
nuestros vínculos. Tenía una serenidad especial para tratar los temas más
candentes, su calidez y humildad hacían muy agradable cualquier
conversación.
Al mismo tiempo abandonamos los estudios y nos dedicamos de lleno a la
lucha política en las filas proletarias.
El país vivía profundas convulsiones: el oficialismo estaba inmerso en
enfrentamientos que producían una gran inestabilidad y una de las facciones desató
la represión legal e ilegal sobre la oposición, la izquierda y el activismo
obrero.
Los primeros ataques de la “Triple A” comenzaron a tener en la mira a
los delegados que habían surgido en las fábricas de la zona norte del Gran
Buenos Aires.
Las amenazas y despidos se reiteraban, y la resistencia se multiplicaba.
Esos golpes y contragolpes fueron gestando una espiral de violencia que
ejecutaron los hombres que veían amenazados sus sillones e intereses.
El local partidario de Pacheco se convirtió en
un centro neurálgico de la lucha gremial. Durante varios días, los trescientos
metros que lo separaban de la ruta 197 se convirtieron en un continuo ir y
venir de extraños vehículos, una amenazante atalaya de ocultos observadores que
seguían sigilosamente los movimientos de la militancia.
En una madrugada de mayo, el
operativo augurado por esas cautelosas presencias se consumaba. Una docena de
hombres armados hasta los dientes invadía el local a tiro limpio y ejecutaba a
tres compañeros, entre las víctimas estaba Tony. Fue un golpe inesperado que me
dejó inerte.
La muerte volvía a rondar mi vida después de una prolongada ausencia.
Las aventuras imaginadas en la infancia dejaron el terreno de la fantasía y se
hicieron parte de la realidad cotidiana, sin brindar siquiera un tiempo de
transición para absorber semejante golpe.
Este nuevo encuentro con la muerte planteaba interrogantes muy alejados
de los de mi infancia, el candor había quedado anclado en el pasado, ya no se
trataba de hechos fortuitos que disparaban incipientes dudas sobre el mundo y
la vida. Ahora, todos estábamos en la mira y a la vuelta de cualquier esquina
podíamos encontrarnos con el fin de nuestra breve historia.
La indignación por la muerte de los tres compañeros pesó más que el
temor y no dudé en sumar mis brazos para llevar el féretro de Tony, a pesar de
las fotografías que dejaron mi rostro estampado en los diarios del día
siguiente.
Con el transcurso de los días, los asesinatos se fueron convirtiendo en
hechos cotidianos. César fue fusilado en Caballito, otros dos camaradas
acribillados en Chacarita, los ocho compañeros de La Plata y decenas de
delegados gremiales ejecutados diariamente.
Lobos, mi compañero del cuerpo de delegados, fue secuestrado y su
cadáver apareció con varios balazos y evidencias de horrendas torturas. En su
mano sostenía un comunicado de las Triple A incluyéndome en una lista de
futuras víctimas.
La negra noche anunciada se extendía como una temible mancha de aceite
que revestía la masividad y encubría desapariciones caprichosamente
seleccionadas.
La muerte dejaba de ser una curiosidad, por el contrario, sin solución
de continuidad de la sorpresa pasamos a convivir con ella y hasta a
acostumbrarnos a su temida presencia. Sólo se trataba de eludirla el mayor
tiempo posible. Pero sabíamos que ninguna táctica era infalible y cualquier
día, a cualquier hora, en cualquier lugar podíamos tener una imprevista y fatal
última cita.
VIII
Fuego en una larga noche
Para la clase
trabajadora, el ascenso al poder de la dictadura de los comandantes significó,
además de la notable caída del poder adquisitivo de los salarios y de la
ocupación, la más cruenta persecución contra sus delegados y activistas, y la
puesta en práctica de una inédita cantidad de leyes prohibitivas contra todo
tipo de actividad sindical.
El mismo día del
golpe, se difundieron distintas normativas que imponían la intervención de la
CGT, la suspensión de las negociaciones paritarias, la suspensión del derecho
de huelga, eliminación del fuero sindical, la autorización a dar de baja sin
sumario al personal de la Administración Pública, empresas del Estado y
universidades, la expulsión de extranjeros sospechosos y la suspensión del
Estatuto del Docente.
Entre marzo y mayo de
1976, fueron intervenidas las principales organizaciones sindicales,
representativas de la mitad de la clase obrera organizada.
Las políticas
referentes a salarios y empleo aplicadas por José Alfredo Martínez de Hoz
afectaron profundamente a la clase trabajadora. En su mensaje al país del 2 de
abril, el ministro de Economía explicó que “no
es factible pensar que puedan tener vigencia las condiciones ideales de libre
contratación entre la parte obrera y empresarial para la fijación del nivel de
salarios. Debe, pues, suspenderse toda actividad de negociación salarial entre
los sindicatos y los empresarios, así como todo proceso de reajuste automático
de salarios”, el Estado será quien determine “periódicamente el aumento que deberán tener los salarios (…). El verdadero incentivo para el aumento de
los salarios deberá provenir de la mayor productividad global de la economía y,
en particular, del de la mano de obra”[53].
Una vez establecida
esta regulación, los salarios sufrieron una caída de cerca del cuarenta por
ciento respecto a los vigentes en 1974, en un contexto de suba del desempleo,
supresión de horas extras y recortes de las prestaciones sociales.
La participación de
los asalariados en el ingreso nacional pasó del 43 por ciento, en 1975, al 22
por ciento, en 1982. Esta abrupta caída del poder adquisitivo afectó al
conjunto de los trabajadores, pero se instrumentaron diferentes modalidades,
que tendieron a producir un efecto de fragmentación al producir distintos
niveles salariales entre los trabajadores.
Gran parte de los
dirigentes sindicales fueron encarcelados y miles de dirigentes intermedios y
militantes fueron secuestrados y asesinados, especialmente los miembros de las
organizaciones del peronismo combativo, del clasismo y la izquierda. La política
de los militares fue intentar crear una camarilla de gremialistas afines que
convalidaran la ofensiva antiobrera.
“Dirigentes
y activistas fueron muertos, presos, desaparecidos, exiliados. Las cifras,
aunque imprecisas, tienen contornos siniestros y horrorosos; se cuentan no por
individuos sino por centenares, por miles. Hubo ejecuciones en las fábricas y
violencias físicas y psicológicas tendientes a aterrorizar a los obreros. Se
prohibieron asambleas y reuniones. Se montó un sistema complejo de prevención:
el reclutamiento obrero comenzó a hacerse de modo provisional, solamente
después de informar a inteligencia de las fuerzas de seguridad y recibida la
respuesta de éstos se adquiría una relativa estabilidad en el trabajo. Es obvio
que un antecedente como activista impedía el acceso. Este sistema estuvo vigente
en las zonas industriales del país por lo menos hasta 1979. La estabilidad en
las fábricas dependía ahora no solamente de la eficiencia, de la clasificación
o de la disciplina, sino de la adaptación ideológica”[54].
En los primeros
años de la dictadura se produjo el cierre de más de veinte mil establecimientos
fabriles; el producto bruto del sector cayó cerca de un veinte por ciento entre
1976 y 1983; la ocupación disminuyó en ese mismo período y se redujo el peso
relativo de la actividad manufacturera en el conjunto de la economía (del 28 al
22 por ciento). La industria dejó de ser el núcleo dinamizador de las
relaciones económicas y sociales, así como el sector de mayor tasa de retorno
de toda la economía y rubros vinculados al sector servicios comenzaron a tener
mayor presencia.
A pesar de ese
retroceso, en general los empresarios no sólo no manifestaron discrepancias con
el plan económico -se generó la paradoja de fábricas cerradas con empresarios
ricos-, por el contrario, existieron numerosas evidencias de que la represión militar
al movimiento obrero contó con la complicidad y el apoyo activo de numerosas
empresas, que denunciaron a sus trabajadores, facilitaron información,
entregaron fondos para la represión, permitieron que los grupos de tareas
actuaran en sus plantas y hasta autorizaron la instalación de centros clandestinos
de detención en sus fábricas.
En la zona norte, al
menos en dos establecimientos quedó demostrada la interacción entre los
directivos empresarios y los comandos represivos.
El mismo día del
golpe, fuerzas del ejército al mando del teniente coronel Molinari (Escuela de
Ingenieros de Campo de Mayo) acordonaron la entrada a los astilleros Astarsa,
Mestrina y Forte con tanques de guerra, carros de asalto y helicópteros, en un
operativo que se extendió hasta el día siguiente. “Con la anuencia de la empresa, que permitió de buen grado su presencia
y colaboró en su identificación, detuvieron a alrededor de 60 obreros, a
quienes condujeron a la Comisaría 1ª de Tigre. De acuerdo a los testimonios de
trabajadores que sobrevivieron, los militares poseían instrucciones precisas,
la primera de las cuales era desmantelar el cuerpo de delegados y la comisión
interna. Además de los asesinados y secuestrados, se calcula que 16 de los
obreros y delegados continúan desaparecidos hasta la actualidad”[55].
En la planta de Ford
de Garín, entre marzo y mayo de 1976, hubo 25 delegados secuestrados. Todos pertenecían
al cuerpo de delegados, que contaba con doscientos representantes de los
trabajadores, en una planta con alrededor de cinco mil obreros. Los
trabajadores secuestrados estuvieron técnicamente desaparecidos de 30 a 60
días. La mitad de ellos fue secuestrada en sus casas y llevada a la comisaría
de Tigre, que funcionó como centro clandestino, mientras que el resto fue
detenido en la planta. Los trabajadores que sobrevivieron a los secuestros testimoniaron
que sus detenciones se efectuaron en camionetas proporcionadas por la empresa a
las fuerzas represivas. Además, existieron testimonios que la empresa presentó
listas y fotografías para asistir a los secuestradores.
Desde el primer día
del golpe, la dictadura desplazó a la dirigencia ceramista. La oficialización
de la intervención a la FOCRA y a la Agrupación Obrera de la Cerámica de Villa
Adelina se produjo el 22 de abril de 1976, con la designación del vicecomodoro
Jorge P. García y del teniente coronel Jorge Luca, respectivamente.
La resolución
también dispuso la caducidad de los mandatos de las autoridades y la absorción
por parte de los interventores militares de las atribuciones que los estatutos
otorgaban a los directivos. En diciembre, esas facultades fueron ampliadas.
En la filial 2 de
la FOCRA, poco tiempo después se instaló como interventor el comandante de
gendarmería Máximo Milarck.
El 19 de abril fue
detenido y puesto a disposición del Poder Ejecutivo Nacional el secretario
general de sindicato ceramista. Jorge De León fue recluido en el Penal de Olmos
hasta el 13 de junio del año siguiente. Pero este incidente fue desconocido en
la fábrica, salvo por el grupo vinculado a su familia que, atemorizados al
extremo, casi no hablaron del tema.
***
Los drásticos
cambios que se dieron en el país parecieron no modificar la cotidianeidad del
trabajo y los vínculos en la fábrica. Tomando las debidas precauciones, comencé
a asistir normalmente a Lozadur. Me llamó la atención el estado de ánimo de los
compañeros, quienes en general no manifestaban temores, ni cambios de actitud
en su desenvolvimiento cotidiano, predominaba cierta curiosidad por saber cómo
nos afectarían los cambios operados en el país.
La ausencia el 24
de marzo de los integrantes de la célula de la fábrica pasó totalmente
desapercibida para el grueso de los compañeros. La mayoría no la vinculaba con
los sucesos ocurridos en el país.
En el momento del
desayuno aprovechamos para reunirnos. Roberto, quien había sido delegado de
Corni, trabajaba en Chamote; Raúl, con quien nos conocimos en la época de
estudiante universitario, era de la sección Colado; Jorge, de Decorado, José, de
Porcelana, y Pablo, de Carga, eran los compañeros de la fábrica que se habían
incorporado recientemente al partido. Las preocupaciones estaban centradas en
cómo nos conduciríamos los días venideros, sabiendo de la intervención del
sindicato y de la prohibición de la actividad gremial.
Cuando hicimos una
rueda de informes sobre cómo habían reaccionado los compañeros de cada una de
las secciones, la impresión era la misma. Había más indagación que inquietud,
venían a consultarnos sobre qué cambios se podían prever y qué íbamos a hacer
nosotros.
La conclusión a la
que llegamos fue que debíamos movernos con mucho cuidado para ver la evolución
de la situación. Una primera medida que tomamos fue que no debíamos hacer
reuniones y citas fuera de la fábrica y, menos que menos, en los boliches o
paradas de colectivo. Quedamos en realizar un control telefónico todas las
noches, para determinar nuestra presencia en la fábrica al día siguiente.
También establecimos un control cada mañana al ingreso a nuestro turno de
trabajo.
Los días fueron
pasando sin mayores novedades, salvo las informaciones que nos llegaban de la
sede del sindicato, de los compañeros que habían ido a la obra social y
contaban los cambios que se habían operado. Ahora, para entrar al local, había
que mostrar el carnet; había custodia de militares con ropa de fajina en la
puerta y en el interior.
Quien no quería
perder la oportunidad de aprovechar los cambios que se habían dado era la
patronal. Promediando el mes de abril, una mañana los porteros no me dejaron
ingresar a la fábrica, me informaron que estaba despedido y que ya habían
remitido el telegrama correspondiente.
La novedad me
sorprendió, pero lejos de paralizarme me quedé en el portón de entrada para
esperar a los compañeros que iban llegando para informarles de lo que había
pasado. Aunque manifestaban estupor, la primera reacción no me hizo esperanzar
mucho, tampoco quería provocar un conflicto en el marco de una situación tan
enrarecida y que luego tuviera consecuencias sobre la fábrica en su conjunto.
Quedé en hacerme
presente a la salida del turno, para no despegarme de los compañeros y evaluar
las reacciones que se habían producido.
Cuando comenzaron a
salir a las 14, los compañeros me rodearon y me alentaron a seguir, que estaban
firmes en no dejar pasar el despido, que habían hecho asambleas en las
secciones y paralizado la fábrica.
Al día siguiente,
me presenté a las seis de la mañana, nuevamente los porteros me negaron el ingreso,
pero me informaron que esperara a Pena, que quería hablar conmigo.
Me imaginé que se
vendría con algún ofrecimiento de dinero a cambio de presentar mi renuncia y
que, ante mi negativa, volvería a manifestar su arrogancia como en los peores
tiempos. Se presentó antes de las 9 y dio la orden de dejarme pasar a su oficina.
Me sorprendió el
tono de su conversación. Contradictoriamente a lo que me había imaginado, el
“colorado” me trató con mucho respeto. Me dijo que no quería tener conflictos,
que el despido había sido un error, que quedaba todo sin efecto y que me presentara
a trabajar normalmente al día siguiente. Me pidió por favor que informara
rápido al personal para que se levantara el paro y normalizara la producción.
Luego de asimilar
el logro obtenido, fui directamente a informar a los compañeros de la novedad. La
alegría fue tan grande que tuve que recorrer varias secciones para contar la
reculada que había pegado la patronal.
Este triunfo, a
menos de un mes de la instauración de la dictadura, planteó en muchos
compañeros la fantasía de que nada había cambiado y que con nuestra firmeza
todo podía llegar a resolverse. Esta ilusión no duraría mucho, en poco tiempo se
empezaría a visualizar la sanguinaria maquinaria que se había puesto en marcha
y los formidables ataques que nos estaba preparando.
Pocos días después,
comenzaron a llegar las noticias de fusilamientos y cuerpos despedazados por
explosiones que habían aparecido en algunos descampados de la zona.
El delegado de
Arcillex, un paraguayo que vivía en los límites de José León Suárez, fue quien
me dio más detalles de las matanzas que lograba percibir desde su domicilio:
cada noche escuchaba los ruidos de la metralla en los basurales cercanos y a
veces explosiones. Los vecinos del barrio estaban tan atemorizados que casi no
salían de su casa.
Otro dato me lo aportó
José Greiner, quien había sido secretario de Prensa de la primera Comisión
Directiva de la Lista Marrón. Me contó que estaba trabajando en el relleno de
los terrenos próximos al río Reconquista, donde luego se construiría el
supermercado Carrefour. Una semana que le tocó trabajar de noche, casi todas las
madrugadas aparecían camiones del Ejército y les hacían suspender las tareas
por unas horas, los militares tomaban el control de las palas mecánicas y los
mandaban a descansar. Algunos de sus compañeros habían visto que descargaban
cadáveres de los camiones, los colocaban con el relleno sanitario y luego lo
tapaban con tierra. Los militares habían advertido a los trabajadores que no
debían contar nada de lo que pudieran haber visto.
Unas semanas después,
un dirigente partidario me citó para informar sobre la situación y conversar
conmigo especialmente, porque después de mi reincorporación corríamos el
peligro de hacer un análisis muy parcial de la realidad, sobredimensionar
nuestras posibilidades y llevar a la liquidación el activismo de la fábrica.
También me planteó que debería pensar en la salida de la fábrica, porque estaba
demasiado expuesto, sobre todo después del conflicto por mi despido.
La respuesta que le
di fue que de ninguna manera iba a renunciar, menos todavía luego de la lucha
de los compañeros por lograr mi reincorporación.
Después me quedé
pensando mucho tiempo sobre esa eventual retirada de Lozadur y la congoja dio
lugar a una pesada y angustiosa incertidumbre.
Al día siguiente,
durante mi horario de trabajo, se acercó a conversar conmigo el pelado Landi,
un tipo bastante patronal y opositor del activismo ceramista, que siempre estuvo
en contra de las luchas que se planteaban.
Que viniera a
conversar conmigo no era algo habitual, parecía que tenía algún interés
especial. Lo primero que me dijo fue algo provocativo, revestido bajo el
formato de una broma: “¡Qué calladitos
que están ahora, eh! ¿Por qué no hacen asambleas como antes?”. Ante mi
sonrisa indiferente, se acercó más para que no escuchara nadie lo que me quería
decir: “Ayer estuve en el sindicato y me
vino a hablar el interventor. Me preguntó por vos y si estabas agrandado por tu
reincorporación. Me dijo que te diga que esta vez la sacaste barata, que te
cuides, porque ya te tiene marcado”.
Era evidente que el
sujeto había venido claramente a dejarme el mensaje. Recordé que en una ocasión
le había dado a Landi un volante del partido en los tiempos del “Rodrigazo” y
que lo rompió y lo tiró con bronca, dejando traslucir sus pensamientos. En ese
momento, me pareció que su rostro denotaba un odio particular, que ahora
resultaba coherente. Su colaboracionismo con la intervención no era casual, y
así como me trasladó esa advertencia era de suponer que también llevaba información
a los milicos. Su semblante parecía el de un ganador, al que le había llegado
su hora y la disfrutaba. Hasta empecé a imaginarlo con uniforme militar y su
estampa no desentonaba con el cambio de vestimenta.
Las derivaciones de
esa breve conversación quedaron por varias horas repiqueteando en mi mente, entremezclándose
con lo que me habían planteado el día anterior, haciéndome presumir que los
tiempos se estaban agotando apresuradamente. También llegué a la certeza de que
la fábrica ya estaba infiltrada, que había tipos que colaboraban por vocación
con los milicos y algunos otros que lo hacían profesionalmente.
Uno que
especialmente nos despertaba sospechas era Eduardo Rodríguez, un tipo que había
entrado a trabajar el año anterior y casi desde el primer día comenzó a hablar
en las asambleas, tratando de demostrar todo lo que sabía sobre leyes
laborales, pocas veces se lo veía trabajando y recorría las secciones con total
impunidad. Pudimos averiguar que era un personaje vinculado a la burocracia de
la UOM de Vicente López y un cuadro del justicialismo de la zona de Villa de
Mayo.
Desde que se
desencadenó el golpe, no dejaba de recorrer las secciones para demostrar que él
no dejaba de actuar a pesar de los cambios y para ocupar el vacío que había
dejado la ausencia de la Comisión Interna. Incluso dejaba trascender que ya
había estado en el sindicato haciendo sus primeros acercamientos con el
interventor.
Unas semanas
después, comenzaron a conocerse los casos de delegados de algunos
establecimientos que habían sido secuestrados, uno fue el de un activista del
laboratorio Squibb: un compañero que vivía a unos metros de su casa, nos
comentó que se lo habían llevado los milicos en plena madrugada, que habían
rodeado la manzana y que no permitían que nadie circulara ni se asomara de las
casas vecinas. Después de varios días, la esposa no sabía nada del destino que
había tenido. También circularon informaciones sobre lo ocurrido a delegados de
Ford, Tensa, Astarsa y Terrabusi, y de otras fábricas, que habían
sido detenidos en algunos casos en la propia fábrica.
Una nueva cita con
el dirigente partidario terminó por introducirme en ese dramático baño de
realidad.
Me planteó que los
milicos estaban secuestrando diariamente delegados y activistas de casi todas
las fábricas, especialmente los que habían participado de la coordinadora. Que
habían entrado a la fábrica Del Carlo y se había llevado a varios delegados,
entre ellos a nuestro compañero Pedro Apaza, y que varios militantes tuvieron
que rajarse porque los habían ido a buscar a los domicilios truchos que tenían
declarados.
Lo que tratamos en
la anterior reunión, ahora dejaba de ser una sugerencia y debería ser
instrumentado, porque seguramente estaba en la mira de los milicos, y más
todavía después del mensaje que me había hecho llegar el pelado Landi.
Ante las dudas que
tenía, el compañero me sugirió que viera si podía adelantar vacaciones o pedir
una licencia, para tener un tiempo para evaluar cómo se presentaban los
acontecimientos.
Así fue que acordé
el casamiento con mi pareja. Arreglé rápidamente los trámites necesarios y
logré que se me adelantaran las vacaciones para poder contar con un mayor
tiempo fuera de fábrica.
Enterados los
compañeros, organizaron la correspondiente despedida de soltero. Esa noche fue
la última que pudimos estar juntos. Se organizó un asado en un salón que
facilitó un amigo, éramos unos treinta compañeros que en medio de tanta
oscuridad reinante, pudimos disponer de una noche nuestra. Ya estaba clareando cuando
empezamos a despedirnos; casi todos estábamos pasados de alcohol. El Puma fue
el encargado de acompañarme para garantizar que llegara a destino.
Cuando bajamos del
tren en la estación Florida, la discusión se centró en que no podía acompañarme
porque no debía saber donde vivía, que eran normas de seguridad estrictas que
no se podían violar de ninguna manera. Tuve que vencer su insistencia
asegurándole varias veces que podía llegar bien hasta mi casa. Eran tiempos en
que ni ebrios ni dormidos dejábamos de tener los reflejos aceitados para preservarnos.
Después de cumplida
la licencia, ya no regresé a Lozadur. Los secuestros y desapariciones se
reiteraban cada vez con mayor frecuencia y tuve que optar por recorrer las
casas de los activistas para explicarles las razones de mi renuncia. Los compañeros
en general comprendieron mis motivaciones, las aceptaron como inevitable y me
rodearon de afecto por los tiempos que compartimos.
Mi partida
significó también para ellos una introducción a los terribles ataques que se
estaban descargando sobre la clase trabajadora.
***
A pesar de todas
las imposiciones de los militares, la clase trabajadora no paralizó su
accionar, se ajustó a las nuevas circunstancias y llevó a cabo una serie de
medidas de resistencia no visibles, “subterráneas”, a nivel de establecimiento
y hasta de sección. Esta protesta encubierta de trabajadores “con reducida coordinación e impacto, incluían
el ‘trabajo a tristeza’, el ‘trabajo a desgano’ (reducciones del ritmo de
trabajo), interrupciones parciales de tareas, sabotajes, y una multiplicidad de
iniciativas tendientes a la organización de los trabajadores y al perjuicio de
la patronal”[56].
Evocando de alguna manera la memoria histórica de lo desarrollado en épocas de
la Resistencia Peronista a la Revolución Libertadora.
“La propia legislación dictatorial se encargó, sin
embargo, de reconocer su extensión e importancia durante los primeros meses de
la dictadura”. La ley 21.400, de septiembre de 1976, “prohibió cualquier medida concertada de
acción directa, entre las que se incluía el trabajo a desgano y la baja de
producción, estableciendo penas de 1 a 6 años para quienes participaran en la
medida de fuerza o instigaran a su realización, y penas de 3 a 10 años para los
casos en los que la instigación fuera pública”[57].
No obstante, esta intimidación no fue tomada en cuenta por la clase trabajadora
y se desconocen los casos donde esta normativa haya podido ser aplicada.
En muchos de estos
conflictos “subterráneos” participaron activistas que fueron parte de los
procesos anteriores, que habían integrado una segunda línea de vanguardia y
que, en estos tiempos de resistencia, se encontraban casi disimulados con el
conjunto de los trabajadores, ocupando puestos destacados en ese combate
embrionario y velado.
En lo que se refiere
a cantidad de conflictos laborales, la prensa colaboracionista de la época da
cuenta no sólo de su existencia sino del incremento progresivo de las protestas
obreras: “mientras en 1976 se habrían
desarrollado 89 conflictos, en 1977 habrían sido 100, de los que se habría
bajado a 40 en 1978, para culminar, en 1979, con un pico de 188 conflictos”.
Siendo la mayor parte de ellos paros y quites de colaboración, y tuvieron como
principal demanda el aumento de los salarios.
“Otro análisis cuantitativo, en este caso de casi 300
conflictos sindicales entre el 24 de marzo de 1976 y octubre de 1981 que
tuvieron lugar en el Gran Buenos Aires, la Capital Federal, Córdoba y Rosario,
y que se llevaron a cabo en actividades industriales, mayoritariamente en
fábricas metalúrgicas, automotrices, textiles y otros, de más de cincuenta
obreros (en su mayoría, superiores a 100), confirma que la mayor cantidad de
medidas de fuerza se debió a demandas salariales, mientras que una minoría se
debió a protestas por las condiciones de trabajo, falta o disminución del
trabajo, defensa de la organización sindical, o rechazo a las represalias
patronales o a la represión estatal o paraestatal”[58].
Durante 1976 se
produjeron conflictos significativos en grandes fábricas. Algunos ejemplos son
los conflictos de IKA Renault de Córdoba en marzo, General Motors en el barrio
de Barracas en abril, Mercedes Benz, Chrysler de Monte Chingolo y Avellaneda y
De Carlo en mayo. A partir de octubre entraron en conflicto los trabajadores
del gremio de Luz y Fuerza. El conflicto se extendió a varias ciudades del país
e involucró a centenares de afiliados. Tres meses después, este sindicato
desarrolló nuevamente medidas de resistencia. Cuando se había concretado un
acuerdo con la patronal, el dirigente más importante de Luz y Fuerza, Oscar
Smith, fue secuestrado y desaparecido.
En junio de 1977,
se plantearon conflictos en la industria de la zona de Rosario y San Lorenzo.
En agosto los transportistas petroleros desarrollaron protestas contra las
empresas Shell y Exxon. En octubre, los obreros de IKA-Renault de Córdoba
reclamaron un aumento salarial del cincuenta por ciento, y la intervención de
las fuerzas armadas dejó un saldo de cuatro obreros muertos. También en
octubre, los ferroviarios entraron en huelga, mientras que en noviembre se
declaró una medida de fuerza en la planta de Alpargatas de Florencio Varela que
se prolongó por días, y que fue seguida por un lockout patronal, despidos y
represión contra varios trabajadores.
En marzo de 1977,
un plenario gremial fundó la Comisión de los 25, que fue conformada por los
gremios de camioneros, taxistas, judiciales, del caucho, cerveceros, portuarios
y empleados del tabaco, y constituyó el primer agrupamiento sindical de
oposición a la dictadura.
En todo este proceso,
participaron una gran cantidad de militantes de organizaciones políticas de
izquierda y algunos activistas sindicales que habían estado ligados a las
coordinadoras y agrupaciones clasistas. Algunos de ellos se mantuvieron en los
establecimientos y otros, que debieron dejar su puesto de lucha para
preservarse, contribuían con su experiencia militante coordinando, organizando
y debatiendo las condiciones en que se desenvolvían los conflictos.
Así, se fue
gestando una importante oposición al régimen que progresivamente fue tomando
vigor y pegando saltos en su organización. Sobre todo, a partir de 1981, cuando
la resistencia se expresó en un importante nivel de conflictividad, que ya no
fue sólo a nivel molecular o regional.
Acompañando este
proceso, la CGT comenzó a funcionar en los hechos y realizó algunas medidas de
fuerza. En esos años, tuvo una importancia inusual las concentraciones en la
iglesia de San Cayetano de Liniers, con el reclamo por “Pan y Trabajo”, donde
bajo la cobertura de la convocatoria religiosa, se hacían presentes numerosos
contingentes de trabajadores para hacer visible su malestar.
La resistencia
obrera provocó la agonía de la dictadura y la verdadera razón de su extinción.
Dejó en evidencia que, a pesar de tanto salvajismo y tanta sangre derramada, la
clase trabajadora volvía a imponer condiciones, a exhibir las limitaciones de
las bravuconadas de los dictadores y a generar el formidable contagio de la
pérdida del miedo.
Con la Guerra del
Malvinas los militares pretendieron desesperadamente escapar del callejón sin
salida impuesto por la clase trabajadora y la crisis económica, pero fue su Waterloo, su derrota final.
***
La resistencia
obrera sorprendió a los militares, que diseñaron la imposición de nuevas medidas
para neutralizarla e impedir su expansión. Así sacaron a relucir las
denominadas “Directivas 504/77”, firmada por “Roberto Eduardo Viola, General de
División, Jefe del Estado Mayor General del Ejército”
Las directivas
impartidas para la represión ilegal en las fábricas (Anexo 3), partían de
considerar que las situaciones conflictivas estaban originadas en el decrecimiento
del accionar armado y que, en ese retroceso, “continuará la acción subversiva tratando de llevar su centro de
gravedad en el ámbito urbano, fabril, con esfuerzo principal destinado a lograr
la acción insurreccional de las masas”.
En el capítulo referido
a la “Misión”, se indica que “El Ejercito
accionará selectivamente sobre los establecimientos industriales y empresas del
Estado, en coordinación con los organismos estatales, relacionados con el
ámbito, para promover y neutralizar las situaciones conflictivas de origen
laboral, provocadas o que puedan ser explotadas por la subversión, a fin de
impedir la agitación u acción insurreccional de masas”.
En el capítulo
dedicado a la “Ejecución”, se define el concepto de la operación, que buscaba “lograr estructuras del Estado, empresarias
y obreras ideológicamente depuradas, representativas y ajustadas a sus
finalidades específicas” para lograr
“un eficiente funcionamiento del aparato productivo del país”.
En el siguiente
párrafo, se consigna que la “operación
será conducida por cada uno de los comandos de zona” y que “a las operaciones en el ámbito industrial
se las considere como una de las actividades prioritarias de la LCS (lucha
contra la subversión) en este período”.
Precisando que la “operación se llevará a cabo sobre los DS
(delincuentes subversivos) detectados en cada establecimiento de la
jurisdicción y/o sobre aquellos empresarios que en forma directa o indirecta
favorezcan a la actividad subversiva”.
Se fija que la
aplicación de la “Maniobra” será en el lapso “a partir de la recepción de la presente directiva y hasta fines de
1977”, con los “objetivos” de “disminuir
significativamente el accionar subversivo en el ámbito industrial para
neutralizar las posibilidades de movilización de masas operando, a tal fin,
sobre aquellos establecimientos:
Infiltrados por elementos
subversivos
Más influenciados por la AS
(acción psicológica) del oponente
Prioritarios en el proceso
productivo del país
Líderes en el sector o
actividad”.
En el ordenamiento de etapas dispuesto por el
documento, se establece que durante los primeros treinta días, se deberá reunir
“información sobre la situación
particular de cada establecimiento (incluye las características de la empresa y
su personal directivo, las relaciones laborales, conflictos existentes, la
situación de los cuerpos de delegados y comisiones internas, la relación con el
o los sindicatos, elementos subversivos detectados en cualquiera de los
sectores de la empresa y coordinadora que pudiera actuar en la zona, elementos
que puedan colaborar o apoyar la operación, etc.)”.
Luego, se propone: “reconocer los domicilios y lugares donde
operan los elementos subversivos detectados y todo otro lugar que fuera
necesario para asegurar el desarrollo exitoso de las operaciones”.
“Hasta
haber completado la normalización buscada”, la siguiente subfase comprende las
siguientes “actividades”: “erradicar los elementos subversivos empleando el
método que en cada caso resulte más conveniente para el éxito de la operación”.
En el ítem titulado
“Erradicación de elementos subversivos”, en su punto 2, se específica que las
detenciones “deberán tratarse” que “se efectúen fuera de la empresa y en forma
más o menos simultánea y velada. Las detenciones en los lugares de trabajo se
efectuarán sólo cuando no haya sido factible hacerlo en otro lugar u
oportunidad”.
Luego, se sostiene
que “la oportunidad que se presente para
eliminar personal de las instalaciones fabriles podrá ser aprovechada por
empresarios poco escrupulosos para expulsar a determinados operarios
indisciplinados, aun cuando no hayan participado en actividades subversivas. En
ese sentido será particularmente importante evitar la comisión de injusticias
con aquellos elementos que sólo se encuentran comprometidos en la acción
sindical”.
Agrega que se debe “llevar un registro zonal de las personas
separadas de las empresas por antecedentes subversivos e instrumentar la forma
de que las empresas consulten a la autoridad militar toda vez que deban
incorporar personal a la misma. El registro debe contener nombre y apellido,
número de documento de identidad, estado civil del D.S. y nombre de la empresa
de la cual fue separado. Copias de estos registros deberán ser remitidos a los
otros comandos de la zona y al Estado Mayor del Ejército–Jefatura 2–
Inteligencia”.
Para el caso que se
debía intervenir en una fábrica, se establece que deberá estar bajo el mando
jerárquico no “inferior a la de jefe de
subunidad”.
Más adelante se
enfatiza que “se deberá negar al oponente
la posibilidad de extraer experiencia aplicable a las futuras operaciones”.
Cuando se refiere
al “Informe Final (a mano)”, se precisa que contendrá “los siguientes temas:
a- Blancos sobre los que se operó detallando los aspectos
requeridos para el informe básico.
b- Relato de los acontecimientos desarrollados y
resultados obtenidos en cada uno de los blancos sobre los que se actuó…
c- Experiencia recogida durante el desarrollo del proceso,
en particular referida a:
- Procedimiento más expeditivo y seguro para obtener,
ratificar y completar la información.
- Forma más conveniente de asegurar la eliminación de
elementos subversivos infiltrados en fábricas u otros que, no perteneciendo a las
instalaciones fabriles, forman parte de las coordinadoras de los frentes
fabriles”.
También se hace
hincapié en “la necesidad de ser cautos
en el manejo de la información obtenida”[59].
***
A pesar de la
intimidante presencia militar en los grandes establecimientos de la zona norte,
los trabajadores realizaron diversas acciones tendientes a mantener una
organización informal y semiclandestina. En la planta de Ford existía un
destacamento militar permanente. Las patrullas militares recorrían cotidianamente
la Panamericana; desde la fábrica mencionada se exhibían los camiones cargados
de soldados por el cordón industrial ubicado en las inmediaciones de esa ruta,
donde se encontraban las plantas industriales de Alba, Terrabusi, Wobron, Cattáneo,
Armetal, Corni, Paty, Fanacoa, Matarazzo, entre otras.
Un hecho importante
fue la huelga de la Ford, en septiembre de 1976, que significó algo
trascendente por la envergadura de la planta industrial, por la trascendencia
que adquirió en la comunicación boca a boca entre los obreros de la zona y por
la cantidad de obreros que participaron, dado que contaba con una plantilla de
unos cinco mil operarios.
“Primero porque fue un huelga importantísima a pocos
meses de empezada la Dictadura, que los obreros de las terminales
automotrices hacían, independientemente de la dirigencia sindical, una huelga
por problemas salariales, por los desaparecidos y condiciones de trabajo. La
respuesta de la Ford fue cerrar y determinar quién puede entrar y a partir de
entonces en el campo de deportes se instaló el Ejército y los obreros empezaron
a trabajar a punta de pistola”[60].
Esta acción de
resistencia obrera generó una pérdida del temor e instaló en muchas fábricas la
posibilidad de tomar iniciativas adecuadas a la delicada situación que se
vivía, que podía ofrecer una respuesta a la postergación que vivían las
demandas sobre todo salariales y para poner un cierto dique de contención a la
arbitrariedad y prepotencia patronal que se había encarnizado con muchos
trabajadores.
“La clase trabajadora fue ideando nuevas respuestas,
tomando medidas en condiciones de clandestinidad, a reorganizarse en bares,
picnics y asados. Sin que aparezca ningún dirigente ni figura que salga a la
luz, crea comisiones internas clandestinas y empieza a reemplazar a los
compañeros que son secuestrados. Encara nuevas formas de lucha: trabajo a
desgano, lentitud para realizar tareas, ausentismo, paro de brazos caídos;
limita la producción… Nuevas formas de organización y las tareas clandestinas
se extienden por fábrica durante los primeros años, por lo menos hasta el ‘79,
hasta que empiezan a darse procesos de coordinación y el paro general de abril
del ‘79 es la primera gran medida de fuerza, el primer paro nacional. Pero no
se llega así como sin nada: es una sumatoria de luchas y un proceso de
aprendizaje”[61].
La clase
trabajadora parecería ser como un inmenso organismo que iba regenerando las
células perdidas y recuperaba vigor. Así, las bajas propinadas por la
sanguinaria represión militar, que ocasionó la ausencia de cuadros formados y
experimentados, obligó a pasar al frente a los efectivos ubicados hasta
entonces en la retaguardia, para intentar resolver el desbalance que existía en
las relaciones obrero patronales.
“En la zona norte hay una segunda o tercer
línea obrera que queda, y que logra organizarse no sólo en las
fábricas, sino en los barrios. Esta es una de las características que tiene la
Zona Norte, y se crea una relación muy estrecha entre fábrica y barrio. Tenés
la estación Boulogne, que tiene un barrio ferroviario pegado. La estación
Victoria, del que tiene la seccional de La Fraternidad un barrio alrededor. El
barrio FATE, Ford, Wobron en Panamericana”[62]. A esta enumeración se puede agregar un sinfín de barriadas obreras
(El Talar de Pacheco, Bancalari, Carupá, José León Suárez, Gran Bourg, Villa de
Mayo, Polvorines, José C. Paz, entre muchas otras) que comenzaron a ser el
sitio de intercambio de experiencias e información entre los activistas y el
ámbito donde se podía actuar con mayor libertad que en los lugares de trabajo.
Cuando estallaba un conflicto, los activistas se dirigían a los barrios donde
vivían los compañeros y organizaban reuniones, asados y hasta fiestas que
permitía arrancar un espacio de libertad al opresivo clima impuesto por los
dictadores.
***
“En Lozadur no se dimensionaba la magnitud del golpe. La
vida sindical a nivel de la base siguió sin tomar en cuenta esa nueva
correlación de fuerzas a nivel nacional. Por esa razón, se produjeron reclamos
y luchas”, recuerda León.
“Había reclamos sectoriales, algunos logramos arreglos,
era una de las razones por las que Pablo (Villanueva) seguía, porque su sector
no había arreglado. Recuerdo que hablamos con él, yo le dije: ‘ya está, la cosa
se va a venir dura’. Él insistía que tenía que lograr un arreglo para su
sector. Después se sumó un reclamo general”, relata
Villanueva.
En noviembre de
1976, los obreros presentaron un petitorio solicitando un incremento salarial,
que no obtuvo ninguna respuesta de la patronal.
En agosto de 1977, se
llevó a cabo un quite de colaboración por el mismo motivo y se agregaron
reclamos por la mala liquidación de los haberes. Incluso llegó a hacerse una
concentración de los obreros en el playón, que dio lugar a la irrupción de un
destacamento militar intimando a los trabajadores a retornar al trabajo.
A principios de
octubre, iniciaron nuevas medidas de fuerza por aumentos de salarios,
trabajando a reglamento. En lugar de hacer la producción que les permitía cobrar
el incentivo (destajo), renunciaban a él y fabricaban sólo la base productiva.
De esa manera, no dejaban de cobrar el salario básico convencional, pero a la
patronal se le complicaba alcanzar sus planes de producción.
A mediados de ese
mes, Pablo Villanueva y Eduardo Rodríguez fueron citados a la Delegación Vicente
López del Ministerio de Trabajo de la Nación para participar de una reunión con
el representante patronal Héctor Penna y el interventor en el sindicato
ceramista de Villa Adelina, comandante de gendarmería Máximo Milarck.
“Pablo no fue como representante de la Comisión Interna,
sino como delegado de su sector, y Rodríguez se arrogó la representación de la
Comisión Interna. Sé que hubo amenazas de aplicarles la Ley de Seguridad
Nacional”, recordó Ramón Villanueva.
Según informó luego
Pablo Villanueva, el militar lo responsabilizó por el conflicto y lo intimó a que
convenciera a sus compañeros a que levantaran las medidas de fuerza.
No obstante, el
conflicto continuó y, días después, Milarck citó a algunos representantes de
las secciones, entre ellos a Pablo Villanueva e Ismael Notaliberto, delegados
de las secciones Carga y Tornería.
Otra versión del
conflicto fue aportada por el testimonio que presentó Rosendo Abadía (padre de
las hermanas Dominga y Felicidad) ante la Conadep, señaló que “entre la empresa y el personal se generó un
conflicto por pedido de aumentos salariales. Ante esta situación, el
interventor convocó al personal, oportunidad en la que manifestó que si no se
deponía la actitud de trabajar a jornal para hacerlo a producción, alguno iba a
tener que lamentarlo Estas expresiones fueron hechas por el Comandante Máximo
Milarck, interventor del Sindicato y de la fábrica a la vez. A continuación
fueron citados dos operarios de la misma fábrica, los señores Pablo Villanueva
y (Eduardo) Rodríguez al Ministerio de Trabajo, donde en presencia del señor
(Héctor) Penna, Jefe de Personal de la fábrica, el Comandante Máximo Milarck, y
un capitán de apellido Martínez, les dijo que debían comunicar a sus compañeros
que abandonaran la medida de fuerza pues si no lo hacían iban a ser puestos
bajo la ley de Seguridad o del decreto 20.400 el cual prohibía este tipo de
medidas”. Luego, Abadía agregó que “también
debo denunciar por manifestaciones de la señora de Pablo Villanueva que a su
esposo lo habían citado en una oportunidad próxima al conflicto a la regional
de Policía Militar de Boulogne donde también se le había dicho algo similar”.
Milarck manifestó
en esa reunión que había encomendado en su momento a Villanueva para que
intercediera sobre las acciones que se llevaban a cabo y que su pedido no fue
tomado en cuenta. Les advirtió que “si no
levantaban las medidas de fuerza algunos iban a lamentarse, ya que iban a ser
despedidos y severamente castigados, aunque no tuvieran nada que ver”[63].
Abadía sostuvo que “la primera parte de la amenaza se concretó
con la remisión de los telegramas de despido. La segunda comenzó a gestarse en
la madrugada del 2 de noviembre y culminó con las desapariciones”[64].
Como una muestra de
la convergencia de objetivos entre el militar y los empresarios, el 18 de
octubre la patronal envió telegramas de despido a trescientos cincuenta
operarios, afectando exclusivamente al personal de producción, confirmando lo
anticipado por el interventor.
***
Un documento desclasificado
del Departamento de Estado de los Estados Unidos, da cuenta de un informe
girado por la embajada en Buenos Aires, a raíz del secuestro de varios
trabajadores de la planta de cerámica Lozadur.
El documento, del
14 de junio de 1978, titulado “Disappearance of ceramics workers in 1977”
(Desaparición de trabajadores del gremio ceramista en 1977) plantea los
vínculos existentes entre los directivos de fábricas y las fuerzas represivas.
La embajada
norteamericana informa que “…hemos podido
confirmar estas desapariciones a través de una fuente que consideramos segura,
que está en contacto con la administración de la firma. Esta fuente informa
que, en total, él ha oído denuncias de entre 15 y 20 desapariciones de
trabajadores de Lozadur en noviembre de 1977 y de 5 a 10 de trabajadores de
otras plantas de cerámica en la misma área, posiblemente por elementos de
inteligencia operando desde la Escuela de Comunicaciones en el cercano Campo de
Mayo. La fuente cree que algunos de los trabajadores desaparecidos pueden haber
escapado a la captura en su momento y podrían estar huyendo actualmente. (Otra
fuente que se codea con agentes de inteligencia del Ejército nos dijo que 19
trabajadores de cerámica fueron ejecutados en Campo de Mayo en noviembre de
1977).
”Estas detenciones o desapariciones de trabajadores de
cerámica el año pasado sucedieron en momentos de serios problemas laborales en
la planta Lozadur, incluyendo trabajo a desgano, la mayoría mujeres, en
protesta por bajos salarios y condiciones sanitarias deficientes y por el
cierre de la fábrica y el despido de 350 trabajadores (de cerca de 1300) por la
administración”.
El informe vincula
el asesinato de Ricardo Salar, personal jerárquico de la empresa, a la problemática
laboral. Esta acción la llevó a cabo un grupo comando el 26 de octubre de 1977,
días después de haberse iniciado el conflicto y una semana antes de los
secuestros. “Salar era una reconocida
figura identificada con la estructura del liderazgo de los sindicatos
peronistas ortodoxos en la zona norte (…). Según oficiales de seguridad, Salar fue asesinado por Montoneros,
supuestamente con la intención de explotar los problemas laborales en la
planta”. Esta acción, lejos de colaborar con el conflicto de los ceramistas
(como tal vez creyeron los autores del atentado), se convirtió en una
provocación que sirvió para que la patronal colaborara activamente con la
identificación de los activistas y para que la bestia represiva descargara toda su furia sobre los luchadores
obreros.
“Los familiares de los siete trabajadores desaparecidos
han enviado un memorando a oficiales de la Iglesia Católica acusando a algunos
de los accionistas de Lozadur de haber precipitado el cierre deliberadamente
con la intención de que la compañía quebrara. Una fuente de la administración
(proteger) nos ha negado cualquier confabulación de parte de la administración
en la operación de seguridad que resultó en la desaparición de los
trabajadores, argumentando que agentes del Ejército infiltraron la planta por
ellos mismos y que no tenían necesidad de consultar con la administración para
identificar y actuar contra los sospechados de ser montoneros.
”Comentario: Estamos escépticos sobre el comentario
interesado de la administración (…); creemos que hay un alto grado de cooperación
generalmente entre representantes de la administración y las agencias de
seguridad orientada a eliminar infiltrados terroristas de los lugares de
trabajo industriales y a minimizar el riesgo de conflicto industrial. Las
autoridades de seguridad han hecho la observación general a elementos de la
embajada recientemente –sin referencia específica al caso en cuestión- que
están teniendo mucho más cuidado que en el pasado al lidiar con denuncias de la
administración de supuestas actividades terroristas en las plantas que podrían
tratarse de un poco más que un conflicto laboral legítimo (aunque ilegal)”.
Es decir, de
acuerdo a los funcionarios estadounidenses, el afán represivo de los
empresarios era tal, que las propias fuerzas armadas, adalides de la lucha contra
la resistencia, debían “filtrar” sus denuncias. Al mismo tiempo, el documento
señala que la principal causa de “denuncia” de trabajadores por parte de los
patrones era su desempeño como activistas gremiales[65].
***
En la noche del 2 y
la madrugada del 3 de noviembre de 1977 fueron secuestrados al menos siete obreros
de Lozadur, que pudieron ser constatados: las hermanas Felicidad y Dominga Abadía
Crespo, Sofía Cardozo y Elba María Puente Campo, los delegados Pablo Villanueva
e Ismael Notaliberto y Francisco Palavecino, integrante de la última Comisión
Directiva del sindicato ceramista de Villa Adelina (Puente y Palavecino habían trabajado
en el sindicato intervenido hasta setiembre de 1976).
La denuncia que
formalizó Rosendo Abadía por la desaparición de sus hijas, motivó una causa
ante el juez en lo Penal Rolando Juan Satchmalieff, de la provincia de Buenos
Aires. Allí constan algunos detalles de los operativos desplegados para el
secuestro de los obreros ceramistas:
“A las 23.45 llegaron a su casa, en 9 de Julio 830, Del
Viso, dos individuos que saltaron la verja de entrada; uno de ellos, quien
comandaba el operativo, vestía de civil y con fuertes golpes en la puerta
obligó al padre de Dominga y Felicidad a levantarse. Le dijeron que eran policías
y exhibieron credenciales, obviamente falsas. Uno de ellos sacó un arma corta y
encañonó al padre. Ingresaron a la casa con un soldado con ametralladora. Ese
soldado, por órdenes de quien dirigía el allanamiento ilegal, mantuvo al padre
y la madre de Dominga y Felicidad con el cuerpo mirando hacia el piso mientras
revisaban las habitaciones de sus hijas, a quienes ordenaron que se vistieran”[66].
Abadía denunció que
había “en cada esquina de la manzana dos
camiones del Ejército”, que en la puerta de la casa había dos vehículos
Ford Falcon de color oscuro. Al retirarse (las hermanas), preguntaban por sus
padres, por lo que supone que tenían cubiertos sus rostros[67].
Lo más
significativo fue que quien dirigía el operativo “se dedicó a revisar las habitaciones de mis hijas escuchando yo que
lloraban mientras les ordenaba vestirse, escuché también que les dijo ‘qué
tanto mirar, parece que nunca lo han visto a uno’”[68].
Dando cuenta de que sus hijas tal vez habían reconocido al represor.
El circuito de
terror continuó en la vivienda familiar de los Villanueva, de José María
Gutiérrez 5055, de Adolfo Sourdeaux (Km. 30), donde se presentó un grupo armado.
Villanueva rememora algunos detalles de esa trágica madrugada: “la casa nuestra tenía una ventana, que si te
asomabas veías el pasillo. Como estábamos despedidos, con mi mujer nos
quedábamos a ver televisión, que en esa época la trasmisión terminaba a la una
de la madrugada. Al finalizar la programación, apagamos la tele. A esa hora se
escuchó que nuestro perro empezó a ladrar, me asomo y veo que entran varios
tipos corriendo por el pasillo, con armas largas y con pistolas en las manos.
Yo le digo a mi esposa: ‘nos vienen a buscar’. Uno golpea la puerta y empieza a
gritar ‘dale, dale; abrí’. Me pongo a un costado y abro la puerta, se meten y
uno me agarra del cuello, me tira al piso y me pone una pistola en la cabeza y
me preguntan: ‘¿vos sos Pablo?, ¿vos sos Cholo?’. Lo raro es que, salvo la
familia y algunos vecinos, nadie lo conocía por ese sobrenombre. Me pidieron el
documento y, como mi nombre es Ramón Domingo y el segundo nombre de Pablo era
Ramón, se armó una confusión y se pusieron nerviosos, gritaban: ‘decí donde
está el Cholo, te voy a dar en la cabeza’. Mi hijo era chiquito, mi mujer
estaba embarazada de mi segundo hijo y empezó a llorar. Entonces, uno le dice a
ella que no mire y que tape al nene. Pasó más de media hora así y vino uno que
dijo: ‘en el fondo hay otra casa’. Tenía un hermano discapacitado de unos
cuarenta años, que después también desapareció, venía para mi casa alarmado por
los ruidos y lo agarraron a golpes. Les digo: ‘por favor, no le peguen que es
enfermo’ y al rato lo dejaron. En tanto, ya se llevaban a Pablo, un gordo
petiso intentaba calmarnos y nos dijo: ‘nos vamos a llevar a tu hermano porque
asaltó un camión de La Serenísima y lo reconocieron cuando entraba acá’”.
Luego, añadió que “años después, los vecinos se animaron a
hablar y dijeron que eran todos camiones del Ejército, del Batallón 601…
Nosotros siempre desconfiamos de un tipo que estaba metido en la fábrica y que
era vecino nuestro. La empresa tuvo mucho que ver. Matan a Salar y enseguida
desaparecieron los compañeros”.
Más tarde, un
“grupo de tareas” se presentó en la vivienda de Ismael Sebastián Notaliberto,
de Fray Cayetano Rodríguez 244 de Boulogne, donde irrumpieron entre ocho y diez
personas de civil, con armas cortas y largas, invocando ser policías, uno de
ellos exhibió una chapa identificatoria; lo colocaron de frente a la pared del
comedor mientras revolvían la casa y aludían a su rol de delegado de la sección
Tornería. Le ordenaron vestirse y se lo llevaron para “identificarlo e interrogarlo en la comisaría”, según dijeron. La
esposa de Notaliberto le inquirió al que estaba al frente del grupo por qué
razón se lo llevaban y él respondió el desopilante argumento, repetido en todos
los secuestros de los obreros de Lozadur, sobre el supuesto asalto de un camión
que transportaba lácteos.
Francisco
Palavecino fue detenido a plena luz del día, en su domicilio de Alvear 3292 de
Don Torcuato. Irrumpió violentamente un grupo de unos diez hombres de civil,
portando armas cortas y largas, que sorprendió a Palavecino descansando. Lo
sacaron a la fuerza hacia el patio y mientras lo golpeaban, lo interrogaban
sobre el asalto a un camión. Luego, dijeron que se lo llevaban a la Comisaría
de Tortuguitas.
Las acciones
violentas que llevaron a cabo despertaron la curiosidad de los vecinos, que
comenzaron a acercarse. Entonces, el grupo de tareas disparó cinco o seis tiros
al aire para amedrentarlos, ordenando que se alejaran del lugar.
Una vecina
testimonió que los sucesos ocurrieron entre las 15 y las 15,30 y que “la manzana había sido sitiada, cerrando los
accesos alrededor de la vivienda de la víctima. Incluso las Fuerzas a cargo del
operativo de detención penetraron en los fondos de algunas viviendas vecinas,
entre las cuales se encontraba la vivienda de la familia Villaverde, que está
ubicada al lado de la vivienda de la víctima. Uno de los integrantes de la
familia Villaverde fue obligado a encerrarse en el baño de la casa (…) La denunciante presume que muchas familias
del barrio fueron testigos del procedimiento de detención de Palavecino”.
También declaró que “vio pasar a ocho
automóviles a alta velocidad, uno de los cuales era marca Ford Falcon, de color
claro, dentro del cual vio a un hombre vestido con traje azul. El resto de los
automóviles eran similares. Iban conducidos por hombres armados, llevando
parcialmente algunas armas fuera de la ventanilla. En ese momento un vecino le
dijo que se llevaron a Pancho (la víctima). Este vecino, la denunciante cree
que se llama Carlos Cardozo. (…) Luego,
se dirigió a la casa de la víctima, cuya puerta se encontraba abierta. La
esposa de la víctima estaba en la puerta azorada, la denunciante entra en la
vivienda y encuentra el colchón de la cama matrimonial dado vuelta, la puerta
de la heladera arrancada. (…) Según
la esposa de la víctima, robaron una valija donde había documentos, entre otros
el título de propiedad del lote (…) y
un cuadro de Perón”[69].
El 27 de Octubre de 1977, Juan Carlos Panizza, Faustino Gregorio Romero y José Agustín Ponce habían sido secuestrados en la propia planta fabril de Cattaneo, en tanto que Jorge Carlos Ozeldín (secretario gremial del sindicato) fue llevado desde su domicilio. También en esta fábrica ceramista se estaba desarrollando una etapa conflictiva por los reclamos obreros.
El 27 de Octubre de 1977, Juan Carlos Panizza, Faustino Gregorio Romero y José Agustín Ponce habían sido secuestrados en la propia planta fabril de Cattaneo, en tanto que Jorge Carlos Ozeldín (secretario gremial del sindicato) fue llevado desde su domicilio. También en esta fábrica ceramista se estaba desarrollando una etapa conflictiva por los reclamos obreros.
El operativo se
mantuvo durante varias horas, abarcando parte de los turnos noche y mañana,
mientras la actividad productiva continuaba con normalidad. Luego de ser
durante varias horas golpeados salvajemente, fueron trasladados a Campo de
Mayo, junto a Ozeldín.
Liliana Giovanelli,
esposa de Panizza, relató que “cuando
desapareció pensé que iba a volver. Me pasé quince días sentada en la puerta
esperándolo. Un amigo médico me dijo: ‘olvidate’. Yo me enojé muchísimo. No
creía que le había pasado algo. Al tiempo me empecé a dar cuenta de que no
vendría y me acerqué a Familiares, como me conecté con otros en el Ministerio
del Interior. Mi papá fue a ver al jefe de personal de la empresa, un tal De
Robertis, y le preguntó cómo podían permitir que se llevaran a alguien de ahí
adentro. Le dijo que ellos habían presentado la denuncia policial
correspondiente”, evoca Liliana. “Todos
los trámites y denuncias posibles fueron realizados desde aquel 27 de octubre
del ’77, cuando comenzó la razzia de los grupos de tareas en las combativas
fábricas ceramistas”[70].
***
A partir de
testimonios y denuncias que eran concordantes en cuanto a la descripción de lugares,
ruidos característicos y planos que se fueron confeccionando del lugar, se
realizaron dos procedimientos en la guarnición a través de los cuales pudieron
constatarse dos lugares que fueron reconocidos por los testigos: uno ubicado en
la Plaza de Tiro, próximo al campo de paracaidismo y al aeródromo militar y el
otro perteneciente a Inteligencia, ubicado sobre la ruta 8, frente a la Escuela
de Suboficiales Sargento Cabral.
El primero albergó
a un mayor número de detenidos-desaparecidos y era conocido como el
"Campito" o "Los Tordos". Se accede al mismo por un camino
que comienza al costado de las dependencias de Gendarmería Nacional, que es de
tierra, y por otro camino, actualmente asfaltado, que comienza frente al
polígono de tiro en forma perpendicular a la izquierda de la ruta que por dentro
de la guarnición une la Ruta 8 con Don Torcuato.
Los datos de los
liberados coincidían en la existencia de tres edificaciones grandes y un
galpón, ninguno de los cuales existe actualmente. Los testigos ubicaron donde
se encontraban los edificios y galpones que sirvieron de lugar de cautiverio,
por lo cual tanto para la Comisión como para los testigos quedó suficientemente
acreditado que ese era el lugar donde existió el Centro Clandestino de
Detención (C.C.D.)
Algunos
sobrevivientes pudieron relatar las particularidades de la vida en ese CCD[71]:
Javier Álvarez
(Legajo N° 7332) recuerda: "lo primero que me dicen es que me olvidara de
quien era, que a partir de ese momento tendría un número con el cual me
manejaría, que para mí el mundo terminaba allí".
Beatriz Castiglioni
(Legajo N° 6295) a su vez afirma: “un
sujeto nos dijo que estaban en guerra, que yo y mi marido estábamos en
averiguación de antecedentes, que seríamos un número, qué estábamos ilegales y
que nadie se enteraría de nuestro paradero por más que nuestros familiares nos
buscaran”.
Después se los
tiraba en alguno de los galpones donde permanecían encadenados, encapuchados y
con prohibición de hablar y de moverse, sólo eran sacados para llevarlos a la
sala de tortura, sita en uno de los edificios de material.
Juan Carlos Scarpati
(Legajo N° 2819) cuenta: “primero me
llevaron a un lugar que llamaban -según supe después- ‘La Casita’, que era una
dependencia de Inteligencia. Luego de unas horas me llevaron al ‘Campito’ (…)
En ese lugar no se escatimaba la tortura
a terceras personas, e incluso la muerte, para presionar a los detenidos y
hacer que hablasen. La duración de la tortura dependía del convencimiento del
interrogador, ya que el límite lo ponía la muerte”.
La señora Iris
Pereyra de Avellaneda (Legajo N° 6493 y 1639) declara: “…me condujeron encapuchada a Campo de Mayo. Allí me colocaron en un
galpón donde había otras personas. En un momento escuché que uno de los
secuestrados había sido mordido por los perros que tenían allí. Otra noche
escuché gritos desgarradores y luego el silencio. Al día siguiente los guardias
comentaron que con uno de los obreros de Swift ‘se les había ido la mano y
había muerto’”.
El C.C.D. estaba
prácticamente dirigido por los "interrogadores", quienes eran los que
tenían a su cargo las decisiones sobre tortura, liberación o traslado. La
custodia la cubría personal de Gendarmería Nacional y el lugar estaba bajo
dependencia del Comando de Institutos Militares.
Según declaró ante
la Conadep un miembro del GT2 (Rodríguez, Oscar Edgardo, Legajo N° 717 1), se
le encomendó la resolución de los problemas logísticos de instalación del campo
a pedido del Jefe de Inteligencia de Institutos Militares, Coronel Ezequiel
Verplaetsen, para asegurar una puesta en funcionamiento rápida y eficaz del
C.C.D.
Esta Comisión,
mediante el análisis de legajos, de los datos proporcionados por el Centro de
Computación y la exhibición de fotografías a testigos, logró establecer la
identidad de un buen número de personas de las cuales no se había tenido
noticia alguna desde su desaparición y que en algún momento pasaron por los
galpones de este C.C.D.
Mediante estos
testimonios y correlaciones, y los procedimientos realizados, se llega a
develar la operatoria pese a la destrucción de pruebas y rastros.
Los detenidos que
allí estuvieron cautivos, luego de un tiempo, eran trasladados hacia un destino
desconocido, siendo cargados en camiones, los que en general se dirigían hacia
una de las cabeceras de las pistas de aviación próximas al lugar.
“Los traslados no se realizaban en días fijos y la
angustia adquiría grados desconocidos para la mayoría de los detenidos. Se daba
una rara mezcla de miedo y alivio, ya que se temía y a la vez se deseaba el
traslado, ya que si por un lado significaba la muerte seguramente, por el otro
el fin de la tortura y la angustia. Se sentía alivio por saber que todo eso se
terminaba y miedo a la muerte, pero no era el miedo a cualquier muerte -ya que
la mayoría la hubiera enfrentado con dignidad- sino esa muerte que era como
morir sin desaparecer, o desaparecer sin morir. Una muerte en la que el que iba
a morir no tenía ninguna participación: era como morir sin luchar, como morir
estando muerto o como no morir nunca” (Legajo N°
2819).
El otro lugar
dentro de esta guarnición que sirvió como lugar de interrogatorio y de
detención clandestino es el perteneciente a Inteligencia, conocido como
"La Casita" o "Las Casitas", del mismo modo fue reconocido
por testigos.
También hay
denuncias que ubican otro CCI en la prisión militar existente en Campo de Mayo
(Rodríguez, Aldo, Legajo 100; Pampani, Jorge, Legajo 4016).
Jorge Brioso,
abogado de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre (LADH) y patrocinante
de familiares de las víctimas en los juicios, estimó que por el centro clandestino
de Campo de Mayo pasaron cinco mil personas, aproximadamente. Para Brioso, por
haber sido pensado como un centro de exterminio, ese predio fue uno de los más
efectivos en la desaparición forzada de personas[72].
El 30,2 por ciento
de los detenidos-desaparecidos denunciados en la Conadep son obreros, y el 17,9
por ciento, empleados (del 21 por ciento que representan los estudiantes, uno
de cada tres trabajaba).
***
“Cuando fuimos a averiguar algo a la policía, nos dijeron
que estaba todo bajo jurisdicción de Campo de Mayo. Cuando fuimos ahí, nos
dijeron que nos olvidáramos del caso porque corríamos riesgo nosotros. Después
fuimos con don Rosendo (Abadía) a la embajada de EEUU y ahí nos dijeron que
ellos tenían indicios de gente desaparecida pero no tenían certezas. Después
fuimos a la embajada de España. Era como que le habían dado un libreto y todos
nos decían lo mismo. Fuimos a ver al obispo Pío Laghi y nos atendió su
secretario, lo mismo, todos tenían indicios de que habían desaparecido.
Presentamos Habéas Corpus en San Martín. Fuimos al Ministerio de Relaciones
Exteriores y Culto, hicimos una cola tremenda, cuando llegamos nos dijeron que
no sabían nada. No tuvimos ningún indicio de adónde fue a parar. Nos sacaron
plata diciendo que nos darían información, pero nada. Jamás nos dijeron nada. De
todos los ceramistas que secuestraron nadie nos dijo nada. Una sobrina mía
sabía que a (Domingo) Moreyra le habían llamado diciéndole que habían aparecido
cadáveres pertenecientes a siete ceramistas en Campo de Mayo, pero no se sabe
nada”, recordó Ramón Villanueva de las innumerables
gestiones realizadas.
Durante los
primeros años del retorno a la vigencia de la Constitución, hubo varias
presentaciones judiciales en demanda de averiguación de las responsabilidades
del operativo de secuestro y destino final de los obreros ceramistas.
El 20 de julio de
1984, Rosendo Abadía se presentó ante el Juzgado Federal N°5 de San Isidro, a
cargo del doctor Jorge Fiori, solicitando que se citara a prestar declaración
testimonial a Jorge Rafael Videla y otros funcionarios de la dictadura[73].
La presentación se
realizó bajo el patrocinio del doctor Marcelo Parrilli del CELS y se requirió
que también se presentaran a declaración indagatoria el “ex titular de Institutos Militares, general (RE) Santiago Omar
Riveros, el ex ministro de Trabajo, general (RE) Horacio Tomás Liendo, el
comandante principal de Gendarmería Máximo Milarck, en su calidad de
interventor de Lozadur y al personal directivo de esa empresa a la época de los
hechos y especialmente al que tuvo participación como representante de la
patronal en el conflicto laboral que afectó a la firma en octubre de 1977”[74].
El 10 de octubre de
1985, Parrilli hizo una nueva presentación ante el juez Fiori solicitando que
se citara a declaración indagatoria al jefe de policía bonaerense, comisario
general Walter Stefanini por haber sido reconocido como el autor del secuestro
de Felicidad y Dominga Abadía, al haber estado al frente del operativo que
irrumpió en su casa de Del Viso.
Abadía “reconoció al jefe policial a raíz de sus
recientes apariciones públicas y de una fotografía publicada en un matutino el
pasado 4 de agosto” de haber sido quien “sacó encapuchadas de su vivienda a las
hermanas Abadía”[75].
El 28 de enero de
1987, la Cámara de Apelaciones de La Plata decidió avocarse “al conocimiento de 21 de las 70 causas que
le fueron recientemente remitidas por el Consejo Supremo de las Fuerzas
Armadas”. La resolución fue “suscripta
por los jueces Juan Manuel Garro y Carlos Valdez Wybert” y entre los
citados a prestar declaración indagatoria se encontraba “el comandante de Gendarmería Máximo Milarck, imputado en una causa
donde se investiga la desaparición de obreros de la empresa Lozadur”[76].
El 20 de marzo de
ese año, Milarck “se presentó ante la
Cámara vistiendo su uniforme reglamentario y por espacio de varias horas prestó
declaración indagatoria ante los camaristas Carlos Valdez Wybert, Juan Manuel
Garro y Alfredo Herrera (…) El
gendarme, de 60 años, y aún en actividad, se encuentra acusado por la privación
ilegal de la libertad” de los obreros ceramistas. “Luego de declarar, Milarck abandonó la sede platense de los tribunales
federales”[77].
“Al ser consultado por DyN, lacónicamente dijo: ‘no tengo
ningún comentario que hacer’ y se alejó en su vehículo particular (…). El secretario de la Sala
Penal Número 1 de la Cámara, Alberto Santamaría, señaló que ‘el comandante
Milarck, tras prestar declaración indagatoria, se retira de los Tribunales sin
modificar su situación procesal, es decir en libertad’”[78].
Estas iniciativas
judiciales se vieron frustradas por las sucesivas leyes de impunidad impulsadas
por los presidentes Raúl Alfonsín y Carlos Menem.
La Ley 23.492 de Punto Final estableció
que “se extinguirá la acción penal contra
toda persona que hubiere cometido delitos vinculados
a la instauración de formas violentas de acción política hasta el 10 de diciembre de 1983”, paralizando, de esta manera, los procesos judiciales contra los
imputados del delito de desaparición
forzada de personas durante
la dictadura militar. Fue promulgada el 24 de diciembre de 1986.
La Ley 23.521 de Obediencia
Debida fue dictada el 4 de junio de 1987, por la cual se
estableció la presunción de que los miembros de las Fuerzas
Armadas no eran punibles, por haber
actuado durante el genocidio obedeciendo las órdenes emanadas de sus
superiores.
Finalmente, los indultos impuestos por Carlos
Menem, en diez decretos sancionados el 7 de
octubre de1989 y
el 30 de diciembre de 1990, completaron la involución recorrida por las normas que
intentaron instalar la impunidad.
A partir de que el Congreso de la
Nación Argentina declarara,
en 2003, la nulidad de las leyes
de Punto Final y Obediencia Debida, algunos jueces comenzaron a declarar
inconstitucionales aquellos indultos referidos a crímenes de lesa humanidad.
Con esta disposición se reabrió la posibilidad de ejercer acciones judiciales para
lograr el esclarecimiento de los secuestros, torturas y desapariciones forzadas
de personas instrumentadas por la dictadura y el castigo de sus autores.
Si bien el tiempo
transcurrido fue mucho, nuevos bríos renacieron en los familiares de las
víctimas y en los organismos de derechos humanos para que se pueda llegar al
esclarecimiento y castigo de los criminales, aunque sean despojos los que vayan
a parar a las cárceles comunes.
***
León hace un
análisis sobre algunas razones que crearon las condiciones para que la
represión tuviera tantas víctimas en el gremio ceramista: “desde la movilización contra el Plan Rodrigo por las paritarias se
avanzó en la organización de los trabajadores con la Agrupación Evita, los
militantes del PST y de la Agrupación de Bases Ceramistas, entre las cuales se
daba la discusión política sobre la posibilidad de que se diera el golpe de
estado como una alternativa.
”En mayor o menor medida, el activismo de izquierda ya
caracterizaba al gobierno del PJ, por acción u omisión, como cómplice del golpe.
De alguna manera, nos preparábamos y no descartábamos la posibilidad de irnos
por esa cuestión de seguridad. Al mismo tiempo, el mensaje que bajaba de la
dirección de la JP era totalmente contradictorio y suicida, porque abría en el
activismo un crédito o una esperanza de que el PJ pudiera manejar la situación
sin poner en riesgo la integridad física de los trabajadores.
”El golpe nos encontró en esa discusión sin saldar, lo
que hace que la base siga luchando cuando la realidad política nacional
indicaba lo contrario. Ahí estaban planteadas medidas de autodefensa, con una
dirección que no preparaba para ello, que alentaba…
”Se produce el golpe y la posterior intervención del
ejército en la fábrica sin que los trabajadores contaran con la más mínima
consigna de seguridad física elemental, no hubo cadenas de atención, de alarma;
los compañeros fueron secuestrados en medio de la pasividad de la dirección
sindical de la fábrica y del gremio. Lamentablemente en muchos casos, como en el
caso de Elba y Dominga, eran compañeras con un activismo leal, pero sin una
gran politización y sin un gran compromiso político, no estaban preparados para
enfrentar un proceso de guerra civil como se planteó con la dictadura militar.
”En los primeros días no se dimensionaba la magnitud del
golpe, la vida sindical a nivel de base siguió sin tomar en cuenta esa nueva
correlación de fuerzas a nivel nacional por el golpe. Y por eso se produjeron
reclamos y luchas, una de las cuales encabezó Pablo, que no podían terminar de
otra forma de la que terminaron…
”Pablo era un delegado muy honesto, flamante militante
del PST, de base. Elba también había sido delegada, el resto era simpatizante
de la Agrupación Evita. Salvo Palavecino, que ocupó un puesto en la Comisión
Directiva del sindicato, y en menor medida Ismael, que era delegado de sección,
el resto eran compañeros de base. Pensemos en Dominga y Feli, que no eran ni
delegadas, que sólo acompañaban con su simpatía al proceso. Eran compañeros que
no tenían la capacidad de entender la gravedad de la situación política y
sindical. Compañeros de muy escaso nivel político, muy honestos, diferenciados
de la dirigencia sindical y también de la jerarquía de la JTP”.
Marino refrescó sus
sensaciones sobre la pérdida de tantos valiosos compañeros: “En alguna oportunidad de mi vida sufrí
mucho, estaba muy mal por haber quedado vivo, sentía culpa de no haber
desaparecido, ‘¿por qué yo no?’
”Hasta que alguna vez uno me dijo: ‘ustedes, los que
quedaron, fue para seguirla’. El legado de ceramistas es el de una lucha donde
se compaginaron dos cosas muy lindas: la honestidad de los que quieren ponerse
a la cabeza de instituciones gremiales, muchachos honestos, con un gran
idealismo encima, con una gran pasión y gente harta de todo, que dijo vamos a
hacer una apuesta por estos muchachos.
”Tuvieron treinta años de Salar, de no ser tomados en
cuenta, de injusticias, de trabajar como el culo, de gente que se desmayaba, de
gente que quedaba estéril, estropeada, que se moría… Cuando aparece gente que
quiere cambiar todo y fue verdad.
”Hemos demostrado a los que teníamos que demostrar que
llevando una organización obrera con ideales y honestidad, con muchas ganas y
respetando muchísimo a la gente, treinta y cinco años después se sigue hablando
de nosotros”.
***
El castigo a los represores es un acto de justicia
imprescindible para poder desmalezar el camino y poder contrarrestar nuevos
intentos trasnochados de reditar esa barbarie criminal. Hace falta investigar,
establecer las responsabilidades y condenar a quienes lo propiciaron; pero
también hace falta elaborar una verdad más profunda y perenne. Reivindicar la
lucha de estos compañeros, porque las causas de su martirio siguen
subsistiendo. Es necesario que las nuevas generaciones de obreros conozcan de
sus sacrificios, sus ideales, su desenvolvimiento y la forma que actuaron para
intentar alcanzar los objetivos colectivos. Eso es mucho más abarcativo y
trasciende el texto de los expedientes tribunalicios.
Por eso hace falta
recordarlos en sus acciones y pensamientos, en sus motivaciones e iniciativas,
así será posible que las nuevas generaciones puedan recoger esas experiencias y
aprender de sus aciertos, defectos y virtudes.
Pablo Villanueva
era un compañero aguerrido y principista en las batallas gremiales que
emprendía. Era crítico del accionar de la Agrupación Evita, por ciertas
características soberbias y autosuficientes de sus principales dirigentes, que
llevaba a subestimar a todo compañero que manifestara disidencias.
Estaba dando una
batalla frontal contra el trabajo a destajo, había comprendido que era una
metodología que sólo beneficiaba a la patronal y que al obrero le dejaba unas
pocas monedas adicionales para compensar a un cuerpo deteriorado, que al poco
tiempo iba a impedirle incluso seguir desempeñándose en esa dura tarea.
Esa combinación de
espíritu crítico y consecuencia en la lucha por las conquistas obreras lo llevó
a acercarse a las ideas socialistas, comenzó siendo un lector interesado en los
contenidos de los periódicos, a formular interesantes interrogantes y exponer
sus propias opiniones en muchos temas. A fines de 1975, se integró a la célula
de la fábrica del Partido Socialista de los Trabajadores.
Sus intervenciones
demostraban tener una destacada madurez autodidacta, pero en su interés siempre
prevalecía la lucha sindical.
El golpe militar no
lo hizo abdicar de su vocación, a pesar de los dirigentes y activistas que ya
no estaban en la fábrica y de la intervención militar del sindicato. Cuando en
el mes de abril cesantean al autor de este texto, Pablo fue uno de los
propulsores del paro que logró la reincorporación del delegado que la patronal
pretendía despedir.
A pesar de haber
tratado en varias reuniones la necesidad de ser cuidadoso, Pablo no podía contener
su indignación ante la injusticia, y esa rebeldía innata lo llevó al desenlace
fatal.
Cuando me enteré de
su secuestro, se me dispararon un sinfín de sensaciones encontradas. El dolor,
porque había ingresado a un cono de sombras donde no era posible obtener datos
de su existencia y paradero. Y por sus familiares, por las inmensas penurias
que acumularon. Porque no tenía presente a ningún secuestrado que hubiera sido
liberado en esos años, e intuía que cada compañero atrapado por las garras de los
militares pasaba a soportar los sufrimientos del noveno círculo del infierno.
Cada encuentro con
su hermano ahondaba mi congoja e impotencia. Me describía las gestiones y
trámites que habían efectuado, todas las puertas que infructuosamente habían
golpeado con su anciana madre y con Dora, que ya había dado a luz a la segunda
hija de Pablo.
Cada retorno a mi
casa era el momento en que la vorágine militante dejaba el espacio para que su
recuerdo se hiciera presente y para potenciar mi dolor. Al principio, sentía
una especie de culpa, por haber incidido en su adhesión a las ideas socialistas
y en su comprensión del significado del salario y la plusvalía, y de la
ubicación de la clase trabajadora en la sociedad capitalista.
Con el transcurso
del tiempo, comprendí que Pablo había desembocado donde la evolución de sus
ideas lo había llevado. Había desarrollado una gran intuición para advertir las
maniobras patronales y de los políticos, y sobre todo demostraba una enorme
pasión a la hora de poder obtener nuevos conocimientos. Arribó a estas
definiciones por las conclusiones que fue sacando de su oposición a la
burocracia sindical y sus cuestionamientos a las inconsecuencias y maniobras de
los dirigentes alternativos, por su comprensión del rol de los trabajadores, por
su valentía y compromiso con la lucha por los derechos obreros y por su
capacidad para indignarse y no callar ante la explotación.
A los recuerdos de
Pablo se le sumaban el de los demás compañeros de tantas jornadas memoriosas.
La simpatía y las sonrisas de las “mellizas”, la calidez provinciana de Elba,
la vehemencia de Ismael y Palavecino. A medida que me fue llegando información
sobre la suerte corrida por Figueroa, el calvario sufrido por Jorge De León y
el interrogante sobre el destino que le tocó vivir a “Cachito” Montaner, se
fueron sumando a la galería de recuerdos las escenas de los momentos
compartidos, de las acciones comunes y de los circunstancias que nos pusieron
en posturas divergentes.
Compartimos
infinidad de experiencias, fuimos parte de un proceso enormemente enriquecedor
y fundacional de la renovación de la dirigencia obrera y de un torrente
creativo que probablemente nos hubiera puesto en similares trincheras.
Fue un proceso
abortado por la barbarie, que nos dejó el dilema sobre el futuro que se hubiera
deparado si esa dinámica hubiera persistido. Pero, esa disquisición tiene más
relación con la intuición, con la esperanza o el optimismo que nuestros jóvenes
años potenciaron y aún continúa irradiándonos.
Peleábamos tanto en
la adversidad como cuando la realidad nos sonreía, no dejábamos de sembrar solidaridad,
como un hábito incorporado a nuestras vidas.
Esas acciones, ese
desprendimiento, esa ofrenda por el que sufre, ese altruismo, nos hacía buenos
seres humanos y, en ese recorrido, muchas utopías igualitarias tomaban estado
terrenal.
IX
Las cenizas después del fuego
Con muchas
dificultades, la empresa continuó su marcha pero en una pendiente que auguraba
muchos nuevos padecimientos a los obreros.
Más allá de los
desaciertos patronales y los vaciamientos que los cambios de mano generaron, el
principal factor que terminó por liquidar la industria ceramista fue la
política de apertura de las fronteras a cualquier productor del mundo, aunque
utilizara dumping o mano de obra esclava para abaratar sus mercaderías. Esto
establecía una competencia verdaderamente desleal que, lejos de producir el
proclamado aumento de la competitividad de la industria nacional, la fue
desplomando como castillos de naipes ante el formidable bombardeo de artículos
importados.
“En los últimos 25 años se han perdido más de 600.000
puestos de trabajo en el sector manufacturero, un 40% del total. Tan sólo en la
última década hubo una disminución de 400.000 empleos industriales, que
representan un 30% menos de los existentes en 1989. Una forma cruda de apreciar
el fenómeno de desindustrialización es a través de la comparación de los
porcentajes de población ocupada en las actividades industriales respecto del
total. Mientras que en 1975 un 16% de los ocupados pertenecía al sector
manufacturero, en 1989 la proporción había disminuido al 12% para reducirse a
sólo el 7% a fines del milenio. Esto significa que actualmente sólo uno de cada
15 trabajadores se desempeña en una actividad manufacturera”[79].
El primer ensayo
ultraliberal estuvo encarnado por Alfredo Martínez de Hoz, que no sólo
patrocinó la invasión de todo tipo de desperdicios del mundo, sino que llevó a
cabo una intensiva campaña publicitaria denigrando el trabajo, el ingenio y la
producción nacional. El segundo, tuvo como adalid a Carlos Menem y Domingo
Cavallo, y a una serie de propagandistas disfrazados de periodistas que
insidiosamente instalaron en la sociedad el desprecio por la labor de las
empresas del estado y promovieron el ingreso de los excedentes de productos de
los países más diversos y lejanos.
“Las consecuencias de la desindustrialización son
terminantes, pobreza y desempleo. Revertir este proceso debe ser la prioridad
de la coyuntura. Para ello se requiere de políticas adecuadas y empresarios”[80].
Lozadur no
sobrevivió al primer intento de destrucción de la industria nacional y descargó
sobre las espaldas de sus trabajadores todo el peso de la crisis. Gran parte de
las fábricas ceramistas que nutrían de vida a la zona comenzaron a desaparecer,
entre ellas las más importantes: Lozadur, Cattáneo y Atlántida fueron dejando
sus construcciones abandonadas y sus derruidos muros como silencioso testimonio
de una época que estuvieron poblados de vida, de expectativas de progreso y de
murmullos de las interrelaciones sociales que prosperaban en el espacio que
cobijaban.
***
Para el fin del año
1981, los obreros se vieron afectados por la suspensión de la jornada laboral
entre el 22 y el 31 de diciembre.
Entonces la empresa
sólo ocupaba 480 personas entre obreros y empleados, “después de reducir en el 50% a su personal que hace un año era de mil
trabajadores”. El 5 enero, una asamblea decidió ocupar la planta fabril en “reclamo de que se paguen los salarios
atrasados y no se suspenda a los trabajadores (…) La ocupación, de carácter pacífico, se produjo después del fracaso de
una reunión de conciliación celebrada en el Ministerio de Trabajo, debido a que
los representantes empresarios ratificaron su intención de suspender al
personal en enero y luego licenciarlo, y sólo ofrecieron pagar una mínima parte
de lo adeudado” que ascendía a “cuatro
quincenas, la segunda cuota del aguinaldo de 1981, vacaciones y asignaciones
familiares”[81].
El día siguiente,
la empresa “se comprometió a pagar en
cuotas los salarios adeudados en acuerdo homologado por el Ministerio de
Trabajo” y los obreros “dejaron la
planta al mediodía de ayer para iniciar un período de suspensión que se
prolongará hasta el 29 del corriente”. La empresa admitió que la deuda salarial
alcanzaba “a la suma de 580.000.000 de
pesos” y será abonada en cuatro cuotas durante ese mes”[82].
El ingeniero
químico Gregory Bernardo Hitner tampoco tiene un buen recuerdo de la
empresa. Ingresó en diciembre de 1978 para desempeñarse en Planeamiento de la
Producción, bajo el mando del ingeniero Di Benedetto, “mano derecha del dueño”.
Luego, trabajó en Laboratorio, bajo la jefatura de la ingeniera Ana Schillman,
y más tarde en Porcelana, cuyo gerente era el holandés Roeden. Cuando éste se
jubiló, Hitner fue promovido a subgerente de Porcelana.
Hitner señala que el
plantel jerárquico estaba entonces integrado por “el ingeniero Eduardo Raviolo,
los jefes de Loza eran Katzensztein y el “gato” Dietrich; al frente de
Porcelana estaban Mori Galdamez, Ocon, Bazán y Deolindo Lucero; de Serigrafía
el gerente era un belga de apellido Dubois; en la Administración estaba Raúl
Meyer y Dina Renzi (esposa de Meyer) era una importante secretaria. El
apoderado y gerente de personal era el “colorado” Pena y el encargado de
personal Llanos. Había un asesor húngaro en Laboratorio de apellido Gostonyi.
En ese entonces trabajaban en Lozadur un millar de personas, entre empleados y
obreros”.
En los cinco años
que trabajó ahí, recuerda que “tuvimos una época buena al principio, donde
teníamos inclusive un comedor para gerentes y jefes. Eso duró unos dos años,
luego la empresa empezó a suspender gente y más tarde entramos en la volteada y
en una convocatoria de acreedores, ya nos debían sueldos (que prometieron
pagarnos en cinco años, en cómodas cuotas, cosa que no cumplieron; habremos
recibido un cinco por ciento de lo que nos debían). Creo que fue en 1981/1982,
nos dieron un pagaré por la deuda de la convocatoria a cada uno con fecha
31/10/81, firmado por Pena, el cancherito
cómplice de la patronal de Lozadur”.
“Al que quería le pagaban con platos y uno tenía que
venderlos para poder hacerse de dinero, o sea que uno tenía que trabajar por
duplicado para cobrar su sueldo, pero obviamente no todos lo hacían. Fue una
época muy dura porque la importación estaba destruyendo a la industria
nacional”.
Cuando comenzó a
manifestarse con mayor contundencia la crisis, “los dueños (la familia Álvarez Copello) se desprendieron de la fábrica
y se la dieron a un español que era el mayor distribuidor que tenía Lozadur. Éste
en vez de levantar la fábrica, la hundió más, pero antes le sacó bien el jugo. En
1983 me fui, ya que el asunto pasaba a ser muy serio y desde hacía un año y
pico que no hacían los aportes jubilatorios supongo que a nadie, y lo demás ya
es historia conocida”.
“La fábrica alcanzó un fuerte liderazgo en el mercado con
sus modelos Festival, Kent y Marly, que en casi todos los hogares argentinos
estuvieron presentes en algunas vajillas de esos diversos diseños. Este período
de expansión se prolonga hasta 1972, cuando la empresa pasa a manos de
accionistas nacionales, que va a culminar en un concurso de acreedores. En
segunda instancia es transferida a sus principales distribuidores, que a través
de un nuevo convenio producen un nuevo vaciamiento. La última gestión
empresaria, ya agotado el crédito, prácticamente perdido el mercado y con
generalizado desprestigio, toma las características de pillaje”[83].
“Este comportamiento empresario fue el resultado, por un
lado, de la falta de real vocación empresaria de los accionistas que se
dedicaron a la especulación y al vaciamiento, y por otro, de la política
económica liberal del último gobierno militar que dio el marco estructural
necesario para que se manifestaran este tipo de actitudes”[84].
En los últimos años,
la conducción de la fábrica impuso una especie de permanente huida hacia
adelante.
“La historia desemboca en noviembre de 1984 con el
personal suspendido por 35 días, acarreando una deuda laboral de gran magnitud.
”La Agrupación Obrera Ceramista se encargó de vigilar el
cumplimiento del convenio de suspensión a fin de que los fondos que se
recaudaran con la realización de las existencias fueran destinadas al pago de
la deuda laboral. Llegada la fecha de levantamiento de la suspensión era
evidente la falta de cumplimiento de los términos del convenio. Ese día, frente
a las puertas de la fábrica, con todo el personal convocado y los miembros del
sindicato presentes, la patronal desapareció creando un clima de áspero
enfrentamiento.
”Los dirigentes visualizaron claramente que si se optaba
por las medidas de fuerzas tradicionales no se evitaba el cierre de la fábrica.
”Finalmente, los gremialistas negociaron con tres
gerentes su participación en la administración de la empresa, a fin de preservar
la fuente de trabajo.
”Lo que empezó como cogestión se transformó en tres meses
en una autogestión de hecho, pues tanto el que era el accionista mayoritario
(96% acciones) como sus colaboradores directos fueron haciendo abandono
paulatino de la empresa al arreciar las presiones de los acreedores. Se intentó
entonces normalizar la situación con el traspaso de las acciones al sindicato
con cargo de repartirla entre los obreros de la forma legal que se creyera
conveniente.
”Finalmente, a través de la concertación con todos los
sectores que hacen a la vida económica de la empresa, los acreedores a través
de una moratoria, los proveedores con materia prima, los distribuidores con
adelantos de dinero para formar capital de trabajo inicial y los obreros que
trabajaban sin percibir salarios, se puso en marcha la producción el 4 de marzo
de 1985”[85].
En un balance de la
autogestión, efectuado por Ana Proietti–Bocco, a quince meses de esa fecha, se
señalaba que “en una empresa que, contable y financieramente ya no existía, se
puede citar entre sus logros: la creación de 173 nuevos puestos de trabajo;
mejoramiento y humanización de las condiciones de labor; ampliación de sus
redes de distribución –de 9 distribuidores iniciales ahora cuenta con 60- e
implementación de vías de comercialización alternativas que abaratan el precio
al consumidor final en un 50%; lanzamiento de nuevos productos al mercado;
instalación de una fábrica llave en mano en Cuba donde el know how es
suministrado por la empresa; aumento de la producción cercana a sus picos
históricos, aumento de la productividad y disminución del ausentismo; creación
de tecnología propia para superar tradicionales “cuellos de botella” de su
producción; cumplimiento de todas sus deudas operativas –las anteriores serán
saldadas a través de un crédito ya aprobado por el estado que está en vías de
reglamentación-, cobertura médica en planta durante las horas laborales;
servicio de guardería y nursery que
cubren las necesidades del 48% de su fuerza laboral, que son mujeres, escuela
primaria para adultos, asesoramiento jurídico gratuito al personal, etc.”[86].
Esta visión
optimista e idílica de las perspectivas de la fuente productiva recuperada, llevó
a que el propio presidente de la Nación llegara hasta la planta operada por los
obreros: “Alfonsín fue invitado a visitar
la fábrica para recibir el agradecimiento de los trabajadores por el crédito
oficial brindado a la empresa, con el que se saldó una parte de la deuda que
sostenía a partir de que dejó de ser operada por sus anteriores propietarios”[87].
En el patio central
de la planta, se montó un palco para la realización de un acto donde el
mandatario aprovechó para cuestionar la huelga general que había sido convocada
por la CGT y para ser “ovacionado
cálidamente por unos 300 obreros, vecinos, jubilados y pensionados” de
Boulogne. El “presidente descubrió una
placa” para ser “emplazada en la fábrica
en recuerdo de su visita”[88].
Concretó una
recorrida por la planta fabril “acompañado
por el diputado nacional Leopoldo Moreau” y “el gobernador bonaerense Alejandro Armendariz”, que se prolongó “durante casi una hora”; así pudo
observar “el proceso de producción a
pesar de la alta temperatura reinante en el local –que rondaba los 55 grados-
debido al funcionamiento de los hornos de cocción del material para cerámica”[89].
Alfonsín en su
discurso destacó “el ejemplo de los
obreros de Lozadur, que desde hace dos años conducen en forma autogestionaria
la empresa”. También participó “de un
refrigerio que fue servido en las oficinas administrativas de la planta. En
representación de los trabajadores de la empresa, saludó al presidente, Oscar
Petinatto, quien destacó la labor realizada en Lozadur que ‘no es obra de un
iluminado ni de una organización gremial, sino de la concertación de varios
sectores que concurrieron para propiciar la continuidad de la empresa’”[90].
Tantos elogios sólo
fueron el prolegómeno de la debacle final. Los ceramistas que hicieron esta
experiencia conducidos por Pettinato y Moreyra de la FOCRA, terminaron haciendo
duros cuestionamientos a esa dirigencia sindical.
Elvira Vargas
trabajaba en Tornería, había ingresado a la fábrica en 1959 y se mantuvo en ella
hasta la última agonía. Afirmó que “cuando
entró Pettinato y tomó las riendas de la fábrica, nos decía que había que pagar
el gas y no había plata para pagar los sueldos. Cuando vendía mercadería, nos
decía ‘qué quieren que funcione la fábrica o que les dé la plata para que
repartan entre ustedes’. Así nos tenían, y nosotros trabajando”.
Otra víctima de la
agonía de Lozadur fue Amalia Kreisser, quien agregó que “cuando agarró la conducción el sindicato nos hacían trabajar jornadas
de doce horas para levantar la fábrica, según Pettinato, después seríamos bien
recompensados, pero llegaba la quincena y no nos pagaban, después no había para
pagar la luz ni el gas”.
Cuando vino
Alfonsín se resaltó que era una experiencia que estaba muy bien encaminada porque
estaba administrada por los trabajadores, pero Kreisser aclaró que “no estaba administrada por los trabajadores
sino por algunos del sindicato”.
Vargas recordó que “las acciones que supuestamente nos tocaba a
los obreros nunca fueron repartidas, porque temía que nosotros nos uniéramos” para
“rescatar la fábrica” y evitar que se
fundiera, “eso no le convenía al
sindicato. Pettinato nunca nos comunicó nada y la abogada que teníamos
desgraciadamente parecía que estaba a la par de él, nosotros les decíamos ‘nos
están llevando la fábrica’ y ella nos contestaba: ‘sólo son hierros viejos’. Pero
los que trabajábamos ahí éramos nosotros, no había entrado nunca a la fábrica y
no podía decir eso. Siempre sospechábamos que habían repartido pesos entre
ellos (…) Pasaron no sé cuantos años
y a mi me dieron 170 pesos, nos debían vacaciones, aguinaldo, la quincena que
trabajamos… ‘Lleven mercadería’ nos dijeron, y cuando fuimos ya lo mejor se lo
habían llevado ellos para vender y nosotros nos quedamos mirando”.
El final de la
vieja fábrica provocó una gran angustia entre los trabajadores, “mucha gente murió infartada, porque no le
llevaba nada a la familia. Éramos todas personas grandes que no podíamos entrar
en otro lado. Eso pasó en la fábrica y jamás nos dieron una respuesta como la
gente”, finalizó Elvira Vargas.
Años después, la Municipalidad
de San Isidro adquirió el extenso predio de Lozadur y gran parte de su
edificación fue demolida. Sólo subsiste la planta donde se producían piezas de
porcelana y el emblemático tanque de agua que fue testigo de memorables
concentraciones obreras. En el espacio creado por la demolición se habilitó un
complejo deportivo donde desarrollan actividades los establecimientos
educativos de la zona bajo el patrocinio de la Asociación San Isidro XXI.
Un destino parecido
tuvieron las instalaciones de la fábrica Cattáneo, de Thames 1098. Su edificio
fue reciclado y ahora funciona allí el colegio religioso bilingüe De Todos los
Santos.
En tanto, el gran beneficiado de la lucha ceramista, Domingo Moreyra, continúa siendo el secretario general de la FOCRA. Alineado con Hugo Moyano, llegó a ser uno de los vocales de la CGT.
En tanto, el gran beneficiado de la lucha ceramista, Domingo Moreyra, continúa siendo el secretario general de la FOCRA. Alineado con Hugo Moyano, llegó a ser uno de los vocales de la CGT.
Durante varios
meses, el autor de este texto intentó infructuosamente entrevistarlo para
incorporar su testimonio al intento de reconstruir esta historia, el argumento
que trasmitió su secretaria fue que “no
le interesaba hablar de la historia” y nunca respondió al requerimiento.
Tampoco acudió a ninguno de los actos que homenajearon a los obreros ceramistas
muertos y desaparecidos.
Con la nueva
modalidad del sindicalismo argentino, de hacer hereditarias las conducciones
gremiales, el “Rengo” instaló a su hijo “Juanqui” Moreyra en la
carrera sucesoria de la dirigencia ceramista. Para que se fuera fogueando,
ocupó el cargo de secretario general de la Juventud Sindical Peronista.
Como
una paradoja de esta particular historia, Moreyra hijo y Roberto Salar, nieto
del nefasto gremialista ceramista expulsado por la movilización de las bases,
comparten el mismo espacio político del MRP (Movimiento de Reconstrucción
Peronista).
Fábrica cerrada
“Flaco, quedamos en la calle...”,
fue lo único que pudo escuchar mientras los compañeros caminaban hacia la
fábrica. El silencio fue la respuesta obvia que no merecía pronunciarse.
Las pocas cuadras
que recorrieron juntos durante años, cada madrugada, era un escenario que no
había cambiado sustancialmente; sin embargo, todo se percibía distinto. Los
primeros pasos luego de bajar del colectivo, la oscuridad, la estación de
servicio, las baldosas rotas del kiosco, la luz mortecina de la esquina, los
muros descoloridos, hasta el silencio del barrio se percibía con otras tonalidades,
aromas y sonidos.
A medida que nos
acercábamos, otros compañeros se sumaban al tránsito, éramos como un ejército
golpeado que caminaba hacia el campo de batalla con una sensación de impotencia,
al advertir que el resultado final ya estaba escrito.
Durante los últimos
días habían circulado versiones sobre la inminente decisión empresaria.
Mientras la imaginación y la inocencia de algunos compañeros se forzaban por
negar la realidad, los atrasos en los pagos de los jornales, la ausencia de los
jerarcas patronales y las dificultades para contar con los insumos, fueron
sumando elementos para que no resultara tan sorpresivo el inexorable desenlace.
La oscuridad matinal
se prolongaba inusitadamente, el frío se potenciaba con un viento impiadoso, el
vapor del aliento que se elevaba por encima de los caminantes denotaba el
intercambio nervioso de interrogantes.
La proximidad a la
zona iluminada del portón de ingreso iba exponiendo los rostros demudados, las
voces entrecortadas y los silencios prolongados. El espacio informal que hacía
las veces de vestuario, otrora escenario de bromas y alegrías, se había
convertido en un lugar casi desconocido por el tenso silencio instalado, sólo
interrumpido por el ruido de la puerta de algún armario al cerrarse, o el de un
banco desplazado por un descuido.
La mesa de trabajo
era el mudo testigo de las incertidumbres y angustias de los compañeros de
tantas luchas, sinsabores y festejos. Se mantenían en sus puestos, como
queriendo congelar el tiempo, como aguardando algún milagro que volviera a
poner en marcha las líneas de producción. Mientras se esperaba el regreso de
los delegados para que informaran sobre las gestiones realizadas, las
esperanzas se iban escurriendo con cada minuto que pasaba.
Ya se habían vivido situaciones similares, se
volvían a sentir los músculos tensos, la boca seca, la mirada ausente y la temida
pregunta: ¿y ahora qué?
Mis pensamientos se
sucedían a una velocidad inusitada, desordenados; miraba los semblantes de mis
compañeros y descubría que aparecían huellas del paso del tiempo que antes no
había apreciado.
El presente se
disparaba hacia el futuro enigmático y, como un péndulo, retornaba hacia las
escenas del pasado. Repasaba las historias comunes, los filamentos de vínculos
que se fueron hilvanando y fortaleciendo en el cauce laboral común.
Los paredones de la
vieja fábrica habían brindado el marco para innumerables dramas individuales y
colectivos. Las decrépitas instalaciones fueron incorporando mayores penurias a
la labor, los accidentes de trabajo se hicieron cada vez más frecuentes. Como
veteranos de una guerra no declarada, nos concentrábamos diariamente frente al
consultorio médico por heridas, dolencias o enfermedades.
A pesar de que se
advertía el progresivo deterioro de las condiciones laborales, la fábrica era
una necesidad para nuestras vidas, no sólo en la lucha por la subsistencia sino
también por los lazos afectivos que se fueron estableciendo con el paso de los
años.
Aún en esas
condiciones extremas y críticas se construían relaciones amistosas y
solidarias. Una pequeña sociedad de músculos, nervios, dramas y alegrías daban
forma al anecdotario que constituía la historia jamás escrita de las vivencias
comunes.
La confirmación del
final anunciado rompía abruptamente con esos lazos tejidos por hombres y
mujeres en un mismo tiempo y espacio. Confluimos desde distintos lugares, con
diversos pasados, experiencias y culturas; un extraño sortilegio nos juntó y
desembocamos juntos en este imprevisto final.
Era fácil mantener
esos vínculos, nos conocíamos como si fuéramos parientes. ¿Cómo no iba a ser
así?, si pasamos más tiempo juntos que con nuestras familias. Esos lazos eran
tan fuertes que queríamos prolongarlos en los picados de fútbol del fin de
semana, en el boliche del gallego o en los asaditos de los sábados. Entre vinos
y cervezas era sencillo enterarse de noviazgos, separaciones e infidelidades;
era apasionante opinar y discutir sobre las agachadas de algún compañero o cómo
hacerle frente a la largamente demostrada insensibilidad empresaria.
Teníamos en común los
recuerdos de luchas, jornadas heroicas y logros conquistados. De los años
jóvenes cuando no cabía la resignación, cuando confluyeron pibes y pibas que se
plantaron para soñar otra vida y gritar a los cuatro vientos que aspirábamos a
salir del subsuelo.
Nos juntamos entramando
necesidades, pasiones y utopías, anhelando llegar a compartir una sociedad de
“hombres nuevos”.
También teníamos
nuestros muertos. Surgidos del enfrentamiento a los traidores y de sufrir la
barbarie que concebía como enemigos a los que demandaban justicia. Esos
emotivos recuerdos de alegrías y festejos, de confraternidad y valentía, de
dientes y puños apretados, de peleas y debates, que nos hacía sentir que no
había imposibles.
De un plumazo esa
estrecha historia común fue amenazada con un portazo final. Un reducido número
de personas, alejado del “lugar del crimen”, dijo “basta” y sus consecuencias se descargaron inexorablemente sobre
nuestras vidas, familias, tradiciones, secretos, amistades, sacrificios y recuerdos.
En un instante se buscaba ponerle fin a una historia tejida durante la faena
cotidiana repetida durante meses y años, que acuñaron esta particular sociedad
fabril.
Ya no será posible
sentarse en el boliche, mirar por la vidriera el paso de los compañeros,
juntarnos en la mesa de los más aguerridos para debatir propuestas. El café o
el vino dejarán de ser la excusa para recordar bromas y anécdotas, para revivir
historias de luchas, triunfos y fracasos. A ese historial alguien le incrustó
el The End, sin haber tomado en
cuenta ni haber realizado la más mínima consulta a los que cada madrugada
atravesábamos los pesados portones para ganarnos el pan.
Independientemente
de la voluntad de cada uno, todos estábamos atrapados en esa red de
solidaridades y complicidades que imponía amores y odios. Cada cual aportó lo
suyo, algún rasgo particular destacado o algo imperceptible que, tal vez, ni
siquiera quedó registrado en su memoria.
Todas esas sufridas
y miserables historias perduraban con la subsistencia de la vieja fábrica, pero
alguien dijo “no va más” y dio vuelta la última página.
¿Qué quedará de
tantas experiencias vividas en común? ¿Se irán desintegrando como las paredes
del viejo edificio ante la inevitable migración?
En nuestro
horizonte no había lugar para un final así, nuestro sentimiento colectivo se
aferraba a ese escenario, pero un golpe artero nos cortó el tiempo.
FUENTES:
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Otros documentos:
Entrevista al
historiador Alejandro Schneider, en La Verdad Obrera Nº 366.
Gambini, Hugo, en
diario La Nación (19/02/2007)
Pigna, Felipe.
Entrevista a Tulio Halperín Donghi para elhistoriador.com.ar
Texto del recurso
de Habeas Corpus presentado por
familiares de los obreros de Lozadur secuestrados. Presentación ante el Juzgado
Federal de San Martín.
Vázquez, Ángel,
presidente de AFAPOLA. Charla en la sede de ATAC, en Mundo Empresario Nº 142.
Periódicos
citados
Diario Página 12
Diario Crónica
Diario La Razón
Diario Clarín
Diario Popular
Diario El Cronista Comercial
Diario La Prensa
Diario La Opinión
Diario La
Nación
Diario La Capital
Diario La Voz
Diario Tiempo Argentino
Diario Convicción
Periódico Avanzada Socialista
Periódico Palabra Obrera
Revista El Descamisado
Páginas webs
citadas
[1] Por
Nicolás Iñigo Carrera.
[2]
Gramsci, Antonio 1986; Notas sobre Maquiavelo, sobre política y sobre el
estado moderno; México; Juan Pablos Editor; p. 73.
[3] Una
minuciosa descripción y análisis de las movilizaciones obreras de 1975 y del
papel que en ellas tuvieron las Coordinadoras, la CGT y las 62 Organizaciones
puede verse en Cotarelo, María Celia y Fernández Fabián; “Lucha del movimiento
obrero y crisis de la alianza peronista”, Pimsa-Documentos y Comunicaciones
1997, y “Huelga general con movilización de masas”, Pimsa-Documentos y Comunicaciones 1998.
[4] Leyes
21.261 del 24/3/76 y 21.400 del 3/9/76; Anales de Legislación Argentina,
tomo XXXVI-B.
[6] Del Campo, Hugo (1983). “Sindicalismo
y Peronismo. Los comienzos de un vínculo perdurable". CLACSO, Buenos
Aires.
[7] Peña, Milcíades (1974). “Industrialización,
Burguesía Independiente y Liberación Nacional”. Ediciones Fichas, Buenos
Aires.
[8] Schvartz, Analía y Jordan, Carlos (2002). “Arte Cerámico y Reproductibilidad. Una Aproximación a la Historia de la
Industria Cerámica Nacional”.
[9] Vázquez, Ángel, presidente de AFAPOLA. Charla en la sede de ATAC,
publicado en Mundo Empresario Nº 142.
[10] Revista El Descamisado,
agosto 1973.
[12] Walsh, Rodolfo (director). Semanario de la CGT de los Argentinos N°1,
1° de mayo de 1968. (Serie Documentos. Página 12 y Universidad Nacional de
Quilmes) Editorial La Página
[13] Entrevistado por el autor.
[14] Reportaje a un activista de Lozadur. Avanzada Socialista nº
61-mayo 1973.
[19] Declaraciones de Horacio Campos a la revista El Descamisado, agosto 1973.
[22] Diario La Razón 20/06/73.
[27] Diario Clarín, 22/08/73.
[29] Diario Crónica 22/08/73.
[31] Diario Crónica 22/08/73.
[35] Diario Página 12, 27/12/2006.
[36] Gambini, Hugo. Diario La Nación,
19/02/2007.
[38] Diario El Cronista Comercial,
05/06/1974.
[39] Periódico Política Obrera,
diciembre 1973.
[41] Diario Clarín, 04/07/1975.
[42] Werner, Ruth y Aguirre, Facundo (2009).
“La Insurgencia Obrera en la Argentina
1969 -1976”. Segunda edición. Ediciones IPS, Buenos Aires.
[43] Diario Clarín, 04/07/1975.
[44] Werner, Ruth y Aguirre, Facundo (2009). “La Insurgencia Obrera en la Argentina 1969 -1976”. Segunda edición.
Ediciones IPS, Buenos Aires.
[45] Werner, Ruth y Aguirre, Facundo.
(2009) “La Insurgencia Obrera en
la Argentina 1969 -1976”. Segunda edición. Ediciones IPS, Buenos Aires.
[46] Werner, Ruth y Aguirre, Facundo. (2009) “La
Insurgencia Obrera en la Argentina 1969 -1976”. Segunda edición. Ediciones
IPS, Buenos Aires.
[47] Diario La Nación, 15/04/2007.
[48] Diario La Nación, 13/01/2007.
[50] Luna, Félix (1999). "Historia
Argentina" - 'Gobiernos civiles y golpes militares.1955-1982. Editorial
Planeta, Buenos Aires.
[51] Lábake, Juan (1982). “Carta a
los no-peronistas”. http://www.quintadimension.com
[52] Pigna, Felipe. Entrevista a Tulio Halperín Donghi para elhistoriador.com.ar
[53] Diario La Capital, 02/04/2006.
[54] Delich, Francisco (1984). “Después
del diluvio, la clase obrera”, en Rouquié, Alain (compilador), Argentina, hoy. México, Siglo XXI.
[55] Basualdo Victoria (2010). “Complicidad
patronal-militar en la última dictadura argentina”. Los casos de Acindar, Astarsa, Dálmine Siderca, Ford, Ledesma y
Mercedes-Benz”. http://www.prensadefrente.org/pdfb2/index.php/new/2006/05/23/p1569
[57] Basualdo, Victoria; con la
colaboración de Barragán, Ivonne y Rodríguez, Florencia. Coordinación: Raggio,
Sandra (2010). “La clase trabajadora
durante la última dictadura militar argentina 1976-1983”, Dossier Memoria en las aulas Nº 13, Publicación de la Comisión
Provincial por la Memoria, Área de Investigación y Enseñanza, La Plata. Buenos Aires, 2008.
[58] Basualdo, Victoria; con la
colaboración de Barragán, Ivonne y Rodríguez, Florencia. Coordinación: Raggio,
Sandra (2010). “La clase trabajadora
durante la última dictadura militar argentina 1976-1983”, Dossier Memoria en las aulas Nº 13, Publicación de la Comisión
Provincial por la Memoria, Área de Investigación y Enseñanza, La Plata. Buenos Aires, 2008.
[59] Diario La Voz, 21/07/1984.
[60] Entrevista al historiador Alejandro Schneider, La Verdad Obrera Nº 366.
[62] Entrevista al historiador Alejandro Schneider, La Verdad Obrera Nº 366.
[63] Texto del recurso de Habeas
Corpus presentado por familiares de los obreros de Lozadur secuestrados.
[64] Diario La Voz, 21/07/1984.
[65] Basualdo, Victoria (2011). “Complicidad
patronal-militar en la última dictadura argentina: Los casos de Acindar,
Astarsa, Dálmine Siderca, Ford, Ledesma y Mercedes Benz”. http://www.prensadefrente.org/pdfb2/index.php/new/2006/05/23/p1569
[71] Testimonios publicados en el libro Nunca
Más de la Conadep.
[72] Diario Página 12, 06/06/2011.
[73] Diario Tiempo Argentino, 21/07/1984.
[74] Diario Clarín, 21/07/1984.
[78] Diario La Prensa, 21/03/1987.
[79] Pontoni, Alberto (2003). “La
desindustrialización argentina”, en No
hay desarrollo sin industria. http://www.econlink.com.ar/articulos/industriaargentina
[80] Pontoni,
Alberto (2003). “La desindustrialización
argentina”, en No hay desarrollo sin
industria. http://www.econlink.com.ar/articulos/industriaargentina
[82] Diario Clarín, 07/01/1982.
[83] Proietti Bocco Ana (1986). “Autogestión
en Lozadur”, publicado en Realidad
Económica Nº 70, de mayo- junio.
[84] Proietti Bocco Ana (1986). “Autogestión en Lozadur”, publicado en Realidad Económica Nº 70, de mayo-
junio.
[85] Proietti Bocco Ana (1986). “Autogestión
en Lozadur”, publicado en Realidad
Económica Nº 70, de mayo- junio.
[86] Proietti Bocco Ana (1986). “Autogestión
en Lozadur”, publicado en Realidad
Económica Nº 70, de mayo- junio.
[87] Agencia Noticias Argentinas. Diario La Prensa, 31/01/1987.
[M1]Este “entonces” no termina de convencerme. Me parece que no es
necesario y que la frase queda mejor sin él
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